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Reflexiones en torno a la risa: El humor en «El Decamerón», de Giovanni Boccaccio

El imaginario dramático y literario de este clásico de la cultura occidental (publicado en 1350 en la Italia medieval) representa al mundo del pillo que se salió con la suya. Esto, claro, provoca carcajadas, pues no es difícil empatizar con esos astutos que hacen trampa y los cuales más encima consiguen el éxito y la victoria con cierta gracia y estilo.

Por Juan José Jordán Colzani

Publicado el 10.8.2018

En un festival de cine en el que Homero Simpson es lamentablemente parte del jurado, uno de los trabajos finalistas es un video de menos de un minuto que muestra a un tipo al que le llega una pelota en la ingle y se va a piso, inhabilitado por el dolor. Homero lanza una carcajada espontánea, diciendo: “Funciona en muchos niveles”. Como recordarán los que vieron el capítulo, finalmente quien se hace acreedor del premio es Barney Gumble por la deprimente película de su vida. Pero lo que importa acá no es quien gana, sino analizar un poco el modo en que ahí funciona la risa.

¿Porque da risa el tipo calvo al que le llega la pelota en la ingle? Quizás tenga que ver con la alegría de saber que otro es el desafortunado que sufre el golpe y uno puede observar tranquilamente desde el living de la casa, libre de peligros.

¿Pero qué pasa cuando el humor surge en situaciones escabrosas en las que el emisor también está involucrado? Ahí la cosa ya no es tan clara y la risa adquiere características macabras. Recordemos los versos de Triste Funcionario Policial, de Mauricio Redolés:

Se le habrá caído el pelo
tanto golpe habrá, se ha puesto mas feo
se le habrá caído un diente
con las cabras amarradas seguirá tan caliente [1]

Cuando uno sabe que el poeta efectivamente fue prisionero político y sufrió en carne propia lo que acá es motivo de mofa, la obra produce un estado espeluznante. Porque, se supone, el humor no debería entrar al mundo del horror. No todo es chacota.

Afirmación que en principio tiene algo de verdad, pero que no considera el aspecto de supervivencia: el humor ahí cumple también la función de desahogo. En pocas palabras, permite no volverse loco.

 

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Guardando las proporciones, es un poco lo que pasa en El Decamerón, el libro de cuentos Giovanni Boccaccio de 1353, que ha pasado a la posteridad como un canto a la irreverencia y al disfrute de los placeres terrenales. No por nada el escritor italiano Giovanni Papinni[2] decía que Boccaccio era una especie de Maquiavelo de la alcoba que se esmeraba en encontrar el modo de disfrutar impunemente a las mozuelas, sin importar que estuvieran casadas. Pero lo que no todo el mundo sabe es el contexto que originó estos relatos: la peste negra ha golpeado brutalmente la ciudad y solo hay espacio para la desolación y el lamento. El humano, se sabe, se mueve en el plano de la diplomacia y los atentos deseos para disfrutar de un próspero fin de semana, pero cuando las circunstancia cambian drásticamente cada cual se encarga de matar a su propio chancho, como indica un individualista refrán. Que es la forma en que el propio Boccaccio lo retrata en la estremecedora introducción:

“(…) En fin, se vio a los ciudadanos huir unos de otros, al vecino permanecer indiferente acerca de la suerte de su vecino, a los parientes temiéndose ver o no viéndose sino raramente y a la distancia. El terror llegó hasta el punto de que un hermano abandonaba a su hermano, el tío al sobrino, la mujer al marido, y,  lo que es peor y casi no se cree, los padres y las madres temían visitar y cuidar a sus hijos, tal que fuesen extraños”[3].

Es ahí, en medio de la fetidez de los cuerpos en descomposición y la ausencia de cualquier tipo de ordenamiento moral, en donde un grupo de jóvenes decide abandonar la ciudad para instalarse por diez días en una casona a las afueras. Se impondrán una condición: no hablarán de nada triste, olvidándose de afligidos y lamentos de agonizantes. Surge entonces como cosa natural la iniciativa de contarse cuentos. Al principio lo harán sin orden: cada uno de los ahora narradores relata lo que se le ocurra, pero ya desde el segundo día se ceñirán a un tema que escogerá el líder diario, quien ostentará una corona de ramas de laurel sobre su frente. Todos salvo Dioneo, el narrador más indomable, quien pide permiso para no ceñirse a la regla, y no sobrecargar así  el mismo asunto.

Por el poder del relato, la peste y sus estragos ha quedado olvidada. Difícil olvidar, por ejemplo, el caso del fingido mudo que llega a un convento de monjas con intenciones poco santas (“El jardinero del convento”- cuento primero, jornada tercera),  en donde es gozado sucesivamente por todas hasta que, completamente extenuado, sale de su ficción para decir que ya no puede más, provocando la sorpresa en la casta comunidad:

“Señora, tengo entendido que un gallo basta para diez gallinas, pero que diez hombres apenas pueden satisfacer a una mujer. ¿Cómo he de hacer yo para dar gusto a nueve? Después de cuanto he hecho, para casi nada valgo. No puedo más, así que buscad una solución o, por favor, dejad que me vaya”

O el caso de la joven lozana con intención de dedicar su vida al Señor que abandona su ciudad con objeto de encontrar a alguien que le enseñe el correcto modo de conectarse con la divinidad. Cuanta será su sorpresa cuando un viejo religioso le muestra al diablo y le dice que al maldito hay que meterlo en el infierno cada vez que ose despertarse, para que el mundo no corra peligro. El detalle es que el mentado diablo es su miembro erecto y el infierno, la ingenua vagina de la muchacha (“El diablo en el infierno”- Cuento décimo, jornada tercera). Al principio le duele, pero el viejo tramposo la tranquiliza diciéndole que en lo sucesivo el proceso no será tan traumático. Y así, no pasa mucho tiempo para que le tome el gusto meter al dichoso diablo en su guarida, sin darle un segundo de reposo a su maestro. Finalmente, ya sin  energías, despide a la joven mediante alguna excusa.

 

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Como queda de manifiesto en los ejemplos citados,  el mundo de El Decamerón es el mundo del pillo que se salió con la suya. Esto, claro, da risa. No es difícil empatizar con esos astutos que hacen trampa y les resulta. Pero eso en el ámbito literario. La verdad es que si los modos de conducta presentados en el libro se adoptaran como norma social, sería complejo desde el punto de vista moral. Y no en lo que respecta al gusto por la carne y buscar el modo de juntar los cuerpos. No: por la forma en que la mentira se presenta como un camino correcto y mucho más efectivo que la santurrona verdad para alcanzar los objetivos personales. Como sucede con Maese Chapelet, en el cuento “La confesión de San Chapelet” (Primer cuento de la primera jornada): Un francés, próspero hombre de negocios, debe abandonar por un tiempo el país, pero antes quiere dejar resueltos los dineros que diversas personas le adeudan en otra ciudad. Para ello encomienda el asunto a un tipo que lo visitaba en París. Este tipo, de nombre Chapel, era famoso en su pueblo y no precisamente por su santidad:

“Su mejor entretenimiento era el de sembrar la confusión. Su mayor felicidad consistía en ver el mal y en ser su causa”.

Inesperadamente cae gravemente enfermo a días de llegar a Dijon, recién iniciando los negocios. Los florentinos que le han dado hospedaje están preocupados: no pueden tirar a la calle a un moribundo, pero por otro lado, si muere en su casa será muy complejo para ellos, porque, razonan, a juzgar por su poco honorable hoja de vida, es bastante improbable que consienta recibir los sacramentos[4] pero si se llegara a confesar es de esperar que ningún sacerdote estaría dispuesto a darle la absolución, lo que significaría que se le negaría la cristiana sepultura y su cuerpo sería dejado como animal podrido. De una u otra forma el panorama es desalentador para ellos: son dos usureros a los que no se los tiene en la mejor estima, por lo que el pueblo hubiera aprovechado el incidente para apropiarse de sus bienes e incluso, someterlos a proceso.

Chapelet ha escuchado el preocupado diálogo que lo interpela directamente, pero los llama para ponerlos sobre aviso acerca de su plan: les pide que vayan en busca del religioso más santo y bueno que puedan encontrar, él se encargará del resto. Y agrega una sentencia que es como una especie de escudo de armas del pillo sinvergüenza :

“Después de tantas ofensas como le hecho a Dios durante mi vida, bien puedo hacerle una última en la hora de mi muerte”.

Y lo logra: con el religioso interpreta el papel de un hombre de una abnegación y piedad sin límites que se confiesa una vez a la semana, cuyo pecado más grave, guardado toda su vida y que su solo recuerdo lo hace llorar amargamente, fue haber maldecido a su madre cuando niño. El padre lo calma: nada de lo que le dice es tan serio. Todos los hombres maldicen, que tiene de raro que él lo haya hecho una vez. Ciertamente su vida es un ejemplo de piedad a seguir. Por su puesto que le da la absolución, pero eso sería poco para tamaña vida dedicada a la divinidad. Resultado: lo velan el día entero con toda pompa en la Iglesia. La gente se queda absorta contemplándolo, intentando quedarse con un trozo de la tela que lo cubre, como una especie de amuleto contra la tentación. Desde ese día, personas procedentes de diferentes lugares vienen a su tumba y se dirigen a él para que interceda por ellos ante Dios. Pasó poco tiempo para que se le comenzara a llamar “San Chapelet.”

Claro, si Dante estaba en lo cierto y el infierno existe, podemos suponer que no tendrá una eternidad plácida en el otro mundo. Pero por lo que respecta a este, al que vemos y conocemos, no tuvo ninguna sanción y abandonó la función con honores.

 

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Sin duda que no era un contexto ideal para la risa. Por otro lado, la actitud de los diez jóvenes narradores es de un cinismo desafiante. Porque claro que hubo gente más involucradas con los afectados por la peste. Juan Bernardo Tolomei, por dar un ejemplo, fundador de la orden de los Olivetanos y canonizado por el papa Ratzinger el año 2007, quien se desvivió por socorrer a los enfermos hasta que se contagió y murió también.

Quizás sea esa presencia, oculta atrás de los matorrales que cada cierto tiempo llama y dice “ey, no se olviden que estoy aquí”, la que junto con provocar la esperable incertidumbre, da pie también para una sensación como de que más da. Que le vamos a hacer, cuéntate otro cuento que estamos acá todavía, la que hace surgir el humor ante lo absurdo de lo inevitable. Risa nerviosa si se quiere, pero que a ratos logra hacer olvidar y disfrutar, aunque sea la mismísima peste negra medieval.

 

Una edición italiana de «El Decamerón», impresa a inicios del siglo XIX

 

Citas

[1] Poema parte del álbum Bello Barrio del año 1987, remasterizado el año 2000.

[2] Tomado de: Historia de la literatura italiana. Giovanni Pappini. Editorial Tor, Buenos Aires, 1940.

[3] El Decamerón, Editorial Porrúa (Obra íntegra) Año  2011. Todas las citas a la obra son tomadas de la mencionada fuente.

[4] (“Irritable y colérico, blasfemaba de Dios y los santos por las cosas más ligeras: no iba nunca a la iglesia y no hablaba de los sacramentos sino como de cosas viles y despreciables (…)”, se nos ha informado previamente ).

 

 

Imagen destacada: La actriz Silvana Mangano en un fotomontaje obtenido de la adaptación cinematográfica que hiciera el director italiano Pier Paolo Pasolini (1971), del clásico de Giovanni Bocaccio

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