Icono del sitio Cine y Literatura

«Sombra (Yin)», de Zhang Yimou: La multiplicidad de lo existente

Ambientada en la llamada época de “Los Tres Reinos” (Wu, Shu y Wei, entre el 280 y el 220 a.C.), el filme narra la tragedia de un hombre que fue el sombra (el «doble») de un importante militar chino durante esa coyuntura histórica-política, en una obra audiovisual que el redactor argentino del Diario «Cine y Literatura» define como una: «majestuosa, elegante y apasionada película, donde biombos, telas semitransparentes, e imágenes se filtran por agujeros en gruesos y opacos muros, constituyendo una realidad intangible».

Por Horacio Ramírez

Publicado el 25.6.2019

Nadie disfruta de un juego si no conoce sus reglas. La vida es un juego. Un tipo muy especial de juego: a la vez el más difícil de jugar y el que tiene las reglas más simples de seguir: “ama y no temas”… par de reglas que muy bien podrían resumirse en una sola: “ama”, ya que el que ama de veras es, de por sí, alguien seguro de sí mismo.

Sin embargo, los epistemólogos de la “Universidad sin Muros” de Palo Alto en California lo habían razonado muy bien con su líder, Gregory Bateson a cuyas filas se habían unido dos maestros chilenos: el ya fallecido Francisco Varela y su mentor -hoy de 90 años- Humberto Maturana; y el tal razonamiento lo dejaba bien en claro: el cristianismo es inviable porque nadie puede obedecer la orden “ame”. Y es cierto. Esa clase de órdenes no puede obedecerse. Pero también es cierto lo que Preston Harold -seudónimo de alguien que murió sin conocerse su verdadera identidad- sentenció con mucha sabiduría que cuando una verdad es afirmada, debe llegar a conclusiones que se vuelven contradictorias antes de ser definitivas.

También habló algo al respecto Carl Jung: “Tenemos que aprender a pensar en los antinomios, teniendo en cuenta que si una verdad se sigue hasta el final, en ese final será una contradicción”. Si la persona no aprendió bien el juego de la vida, creerá que la orden “ame” es siempre imposible de obedecer, pero, en verdad, justo antes de que la verdad llegue a su conclusión final, la orden “ame” se puede haber convertido en la orden “seduzca”… “induzca”, “engañe al desinterés e informe al interés del otro”. “Trabaje”, “moldee” el alma del prójimo. Y en ese trabajo para que el otro obedezca la orden imposible, ya el astuto inductor estará amando a esa persona. Y el obedecer la orden imposible de “ame” habrá sido posible.

Occidente creció con la idea primitiva de que existe una verdad última e irrevocable al final de todo razonamiento o investigación de la realidad y que el asunto final de la vida está resumido en el hecho de encontrarla. Siddhartha -el Buda- y Lao-tse lucharon con sus enseñanzas contra este tipo de pensamiento, que el propio Preston Harold llamó el “el pensamiento mesiánico”. Y por esto no es casual que el mesianismo de las iglesias cristianas haya tardado unos 2 mil años en darse cuenta que la orden “ame” dada al alma es imposible de obedecer en términos lógicos. Estos términos rehuyen de la contradicción y las múltiples formas de la Inquisición que se fueron dando en la Historia occidental sometida al “pensamiento mesiánico” filocristiano, basado en esa orden, terminaron siendo usinas de paganismos más o menos ingenuos y peligrosas perversiones. Lo reprimido por derecha, emerge con violencia por izquierda. Y viceversa. Es en esta visión de lo ambivalente que se contradice el mundo y que en la contradicción se afirma para poder -absurdamente para el oído occidental- negarse.

Hay otrosí digo en este tema. El ritmo. Parece algo habitual, cotidiano, pero es todo un misterio. Misterio del cual sólo nuestra especie participa, ya que somos los únicos que sabemos acerca de nuestra futura muerte, de modo que el ritmo de la vida habla del fin de sí misma en esa muerte… a través de, por ejemplo, las implacables agujas del reloj, pero también por su continuidad en el tiempo a través del tic-tac del péndulo: a cada paso que avanza la vida más se parece a la muerte que acabará con ella. El ritmo de la vida, de las olas, de los ciclos naturales, del pensamiento, del sentimiento, de los padres que mueren para que vivan los hijos… todo eso nos determina, por lo que evade nuestra consciencia. Percibir el ritmo es, muchas veces, una proeza que alcanzan aquellos que ven por primera vez lo que ven todos los días, percibiendo allí, en lo cotidiano, en el ritmo de los días y las noches, el tic-tac de la vida y de la muerte. Aquellos que ven su ver… Esto es propio de místicos, de ciertos filósofos y de artistas.

Desde esta perspectiva, entonces, el ritmo es la dinámica de las contradicciones o antinomias de las que hablábamos al comienzo: el ritmo es lo que permite llegar a una contradicción cuando nos sentíamos a un paso de la verdad. También la Historia tiene sus ritmos de Fe y Razón: las doctrinas del yin y el yang de Lao-tse y la “guerra” entre opuestos de Heráclito, alcanzarán su sintonía en el mismo siglo separados por miles de kilómetros entre ellos.

Por su lado, el poder hipnótico de la lluvia, de la poesía, de un brillante reloj que pendula ante nuestros ojos junto a la arrulladora voz del terapeuta, son evidencias de que podemos abandonarnos al ritmo y que cuanta más atención prestamos más nos perdemos de todo camino consciente. Contradicción y ritmo forman parte de la Creación: el vaciarse para llenarse y el llenarse para vaciarse es la contradicción rítmica que anima a un corazón y que, seguramente, constituye el pulso de lo cósmico, tal como lo ven los hinduistas. Encontrar la contradicción en el ritmo será, entonces, el secreto -o parte de él- para hacerse de la autoridad que nos permita ser nosotros mismos frente a la existencia… propia y ajena. Amar al prójimo tomándose a sí mismo como patrón, como modelo, es la contradicción y el ritmo inherentes al cristianismo profundo y es, también, y en pocas palabras, tal el secreto que encierra la doctrina taoísta…

Pero ¿qué descubrimos al descubrir esta simultánea promoción y anulación de lo real? Que estamos solos. Porque la soledad requiere el reconocimiento de nuestra debilidad frente a la existencia como condición previa para conseguir nuestra fortaleza. Y por eso, si un ángel nos visitara lo primero que nos pediría no es que lo amemos sino que no le tengamos miedo. Porque él se sabe consustanciado con un poder divinal que lo ampara, pero en nosotros -ante la presencia de este poder exterior- se desnuda la soledad y el miedo a nuestra debilidad. La soledad, la verdadera soledad, es algo inconcebible para el Hombre. Vivimos en el centro de una nube de escombros flotantes de nuestra vida que encubre esa frágil y desolada unicidad que efectivamente somos: nacemos, vivimos y morimos nosotros por nosotros, en completa soledad… sin nadie que comparta con nosotros el hecho de vivir.

Amor, odio, recuerdos, miedos, sueños o pesadillas, todos apuntan a lo mismo: hacernos olvidar esa soledad personal. Las culturas, por su parte, elaboran esos grandes sueños colectivos que son las leyendas y los mitos para encubrir el mismo miedo. Tal el origen de la antigua leyenda china de “el sombra”, aquel que siendo igual a uno ocupaba en el mundo real parte de nuestra existencia. La palabra china para “sombra” es “yin”, palabra que, junto al yang, conforman el dueto más célebre de la tradición filosófica china cuyo dibujo (variantes aparte) es el clásico diseño del Tai-ji-tu que todos conocemos del taoísmo y su máximo exponente: Lao Tsé. La dualidad del Tai-ji-tu es lo dual permanente que disuelve toda percepción en un fantasma de sí mismo. Todo es ambiguo, todo es posible en su opuesto, y es por -desde- su opuesto.

Toda tradición ha desarrollado alguna forma del mito del doble, del gemelo. Como sea que se los imagine, estos gemelos suelen ser perfectamente simétricos, opuestos y complementarios: uno oscuro y el otro luminoso; uno inclinado hacia el cielo y el otro hacia la tierra; uno negro y otro blanco; uno mortal y el otro divinal. Siempre expresando la dualidad de todo ser: sus tendencias espirituales y materiales, diurnas y nocturnas. Son el día y la noche, los aspectos celestes y terrenos del Cosmos y del Hombre, simbolizando las oposiciones internas y el rítmico combate que debe librar el alma para sobrellevar estas fuerzas antagonistas, revelando la tragedia de nuestro sacrificio: la necesidad de abnegación, destrucción o sumisión, de abandono de una parte de sí mismo en vistas al triunfo de la otra. Aún en aquellas tradiciones donde los gemelos son idénticos, éstos expresan una dualidad balanceada, donde el doble no es más que apariencia o juego de espejo, efecto de la manifestación.

En Sombra (Yin) de Zhang Yimou -película del 2018- nos encontramos ante este miedo: el de ser sólo uno ante la multiplicidad de lo existente. Yimou trabaja en su largometraje ambos aspectos de esta dualidad. Ambientada en la llamada época de “Los Tres Reinos” (Wu, Shu y Wei, entre el 280 y el 220 a.C.), narra la tragedia de un hombre que fue el sombra («doble») de un importante militar herido y enfermo, ambicioso y siniestro, que ansiaba quedarse con el reino. Siendo idéntico a él, hasta convivía con su esposa, aunque sin compartir el lecho conyugal. Pero la historia avanza, y la sombra tiene sus propios planes…

 

El actor Chao Deng en «Sombra (Ying)» (2018)

 

De sombras y gemelos

Bien se dice que nuestro primer gemelo -imperfecto y yaciente- es nuestra sombra y Zhang Yimou utiliza esta herramienta que le provee el taoísmo: el claroscuro, para trabajar este gemelo físico y psicológico de nuestra sombra en el suelo. Sus paisajes sombríos -en un velo de lluvia permanente que lo desdibuja todo- tomaron como base la pintura Shan Shui -que luego reconoceremos en el arte japonés- donde predomina la llamada perspectiva aérea -atmosférica- de las aguadas chinas y japonesas. Y si Yin quiere decir “sombra”, Yang quiere decir “sol”. Pero en la historia de Sombra, lo que brilla es el yin mientras que el sol permanece escondido en una cueva del palacio real… todo inspirado en el filme de Kurosawa Kagemusha: la sombra del guerrero de 1980, como el propio Yimou reconociera.

Zhang Yimou debió afrontar la violencia del régimen comunista chino que recuerda mucho a los padecimientos de Andrei Tarkovski en su par político de la Unión Soviética. Durante la Gran Revolución Cultural Proletaria en China, Yimou se vio obligado a abandonar sus estudios y a trabajar durante diez años en fábricas textiles y campos de arroz. Pero lejos de todo resentimiento, Yimou consideró esta etapa como la más importante de su vida, pues en ella -afirmó en varios reportajes- maduró como persona, conociendo: “a los verdaderos proletarios que salían adelante con sus propias manos sin deberle nada a nadie y con dignidad”.

Luego volvió a los estudios y se matriculó en la Academia de Cine de Pekín, estudiando sobre todo fotografía y terminando una variopinta carrera como director hasta desembocar en esta majestuosa, elegante y apasionada película, donde biombos, telas semitransparentes, imágenes que se filtran por agujeros en gruesos y opacos muros, constituyen una realidad intangible. Sombras que se filtran como haces de luz. Luces que se vuelven sombras. Por mucho tiempo, en la pantalla sólo se ven grises y el color de la piel. Se le concede cierta presencia apagada al verde de la vegetación lejana y un desleído rojo a la sangre que le quita exceso de dramatismo, transformando al conjunto en un esquema de clasicismo muy puro, en el que un ritmo pausado y plástico va llevando sobre sí las fuerzas de la oposición.

Según la tradición, la ausencia de sombra referida a diversos personajes chinos, se explicaba de tres modos: o por la permeabilidad absoluta del cuerpo a la luz debida a su pureza inherente; por la salida de las limitaciones de la existencia corporal: condición propia de los Inmortales o por la posición central del cuerpo, exactamente a plomo bajo el sol en su cenit: tal el principio de la posición del rey.

Y en el filme, el petulante y vulgar rey Pei se autodefine como el mismo “cielo”, tras el principio simbólico y mítico de que bajo el árbol Kien -el eje del mundo por donde suben y descienden los soberanos-, no existen ni sombras ni ecos. Pero este rey cobarde y acomodaticio es la sombra de lo que un rey debe ser. La sombra que no se produce ni se orienta, que no tiene existencia ni ley propia, es, según Lao-Tse, el símbolo de toda acción, que únicamente encuentra su fuente legítima en la espontaneidad. Pero este rey está muy lejos de eso. Más categóricamente aún, es la antítesis de lo que un monarca debe encarnar como única realidad de los fenómenos en el cielo y la tierra, respecto del Tao: el camino.

Las intrigas palaciegas, las sutiles tensiones sexuales, las escurridizas tácticas militares van confluyendo y atrapando la atención muy de a poco. Sin quererlo, sin buscarlo, el guión nos desliza por entre los ofensivos biombos que sostienen -en el marco del exquisito arte caligráfico chino que reaparecerá luego en el zen-, la vergüenza de un poema sobre la paz. Y el sombra Jing Zhu -interpretado por Chao Deng-, es el militar que pide la decapitación por haber puesto en riesgo esa paz traidora al honor del reino al haber ido al reino enemigo por cuenta propia.

El rey Pei (interpretado por Ryan Zheng) no quiere matarlo por razones meramente políticas pero lo deja convertido en civil y allí comienza su fin: cuando el sombra decide conquistar el reino perdido con la ayuda del comandante Lu Yan (Jinchung Wan) y un ejército de hombres y mujeres desplazados de la urbe, perdido y olvidado, que se convierten en el centro de la victoria y el honor recuperados.

En ésta, su vigésimo primera película, se le asigna a la violencia de las artes marciales un reducido espacio, contrariamente a anteriores filmes de Yimou. Sombra apetece el espacio del miedo de la luz escondida en la tiniebla. Busca la imprecisión en el marco de una opulencia visual que encandila en su grisura. Indaga en el miedo a ser uno y saca a la luz la sombra que nos interpenetra. La sombra se hace luz y la luz, sombra… sombra de tragedia y odio en un juego de amor y honra en el subordinado que contrasta con la vileza y el odio del poderoso.

Una película sobre el Tao y sobre uno de los viejos mitos de la China antigua. Belleza formal y acción violenta y tranquila, se hacen una en Sombra: aquel héroe que supo jugar el juego de la vida.

 

 

 

 

 

Un fotograma de «Sombra» con la actriz Xiaotong Guan

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Un fotograma de Sombra (2018), de Yimou Zhang.

Salir de la versión móvil