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“Stalker”, de Andrei Tarkovski: Una ecología del alma

La idea que se transmite de este largometraje -el quinto del director ruso- es que el ser humano genera su realidad aparece implícita en el arte. Y quien crea realidad, forja inevitablemente una relación indisoluble con su entorno social, cultural y humano en general. Pero quien hace una obra de arte produce también la ecología de ese arte, porque concibe una realidad ecológicamente cerrada sobre sí misma, que es lo que Maturana y Varela llamaron “autopoiesis” y que hace de la pieza un objeto artístico completo y original, y al mismo tiempo abierta al entorno público: la “ecopoiesis”, es decir: poesía desde sí y desde el medio.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 6.7.2018

En una oportunidad -a principios de los ’80-, el presentador de un ciclo de cine por el canal estatal de Buenos Aires, me alcanzó una copia en VHS de la única copia en celuloide que había por aquellos años en la Argentina de Stalker -1979- de Andrei Tarkovski,  su quinta película y la última que filmaría en la Unión Soviética. Al mismo tiempo, me habían invitado a dar una charla sobre Ecología Informacional en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de la Plata desde la cátedra de Etnografía. El ver la película en detalle -y tantas veces como hizo falta-, me permitió unir ambos campos y entonces pensé en usar el filme Stalker para hablar de ecología a estudiantes de antropología. Y desde ya que no resultó difícil la mezcla de lenguajes: Stalker es un filme que habla de la ecología de la mente: la misma que planteara el inglés Gregory Bateson (“Steps to an ecology of mind”) y que desarrollaran -entre otros- los chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela. Una verdadera constelación de diferentes saberes que se podían integrar en una obra de arte… y sin que el propio Tarkovski se lo planteara, por supuesto, pero que estaba presente en su filosofía del Hombre y el arte.

La idea de que el ser humano genera su realidad aparece implícita en el arte. Y quien genera realidad, genera inevitablemente una relación indisoluble con su entorno social, cultural y humano en general. Pero quien hace una obra de arte genera también la ecología de ese arte, porque produce una realidad ecológicamente cerrada sobre sí misma, que es lo que Maturana y Varela llamaron “autopoiesis” y que hace de la obra un objeto artístico completo y original, y al mismo tiempo abierta al entorno público: la “ecopoiesis”… es decir: poesía desde sí y desde el medio.

Así es el arte; así son los ecosistemas naturales y tal la idea que se transmite desde Stalker.

 

El actor Aleksandr Kaydanovskiy en un fotograma del filme «Stalker» (1979)

 

Incidentes y accidentes

Tras El espejo, se esperaba un producción de características formales análogas, sin embargo, Stalker sorprende por su linealidad argumental, sin mayores bucles temporales. Sin embargo, se aprecia a un Tarkovski ya en pleno dominio de su voluntad creativa.

Después de su primer aproche  a la ciencia ficción -que siempre menospreció- en Solaris de 1972, Tarkovski se empeñó en respetar aún más su negativa a adscribir a “géneros” literarios. Luchó contra severos contratiempos, propios de la burocracia soviética y con un aditamento extra: la nueva tecnología de películas Kodak usada para filmar Stalker contó con la inoperancia de los técnicos de Mosfilm, que arruinaron casi por completo el original. Tarkovski se veía obligado o a abandonar el proyecto o a comenzar de nuevo el rodaje. Eligiendo esto último (reclamando a Mosfilm más dinero y celuloide), también se cuenta que cambió mucho la segunda versión respecto de la primera.

Aunque algunas escenas se filmaron en los estudios de Mosfilm, había que encontrar otros sitios de trabajo. Se había elegido la locación de Isfara en Tayikistán, pero un reciente terremoto lo había arruinado todo. Buscaron también por Asia Central, Azerbaiyán, Crimea, pero no daban con el sitio. En Zaporozhe -Ucrania- se había encontrado una planta de acero que daba el perfil buscado, pero se la declaró muy peligrosa para la salud. Finalmente se encontró el sitio en una central eléctrica abandonada en Estonia (y nadie hablaba estonio, sólo la entrenadora del perro de la película… perro que, por su parte, sólo obedecía estonio). Diremos, por otra parte y a modo de “leyenda urbana”, que la muerte del actor Anatoly Solonitsin (el “escritor”) se habría debido a las condiciones insalubres de esa nueva locación.

Para que las nuevas tomas coincidieran con las partes previamente filmadas que habían sobrevivido, se tuvo que empezar el arduo trabajo de quitar las hojas amarillas, doradas y rojas de los árboles que iban entrando en el otoño, para que todo quedara lo más verde posible -como ya estaban en las tomas previas-. El pasto también fue un problema: la asistente de Tarkovski, Marianna Chugunova recuerda: “En primavera, arrancamos todas la flores amarillas del campo, en otoño trasplantamos toda la hierba varias veces porque allí, en el valle, la hierba se congelaba y amarilleaba. El rodaje continuó al año siguiente, cuando había crecido nueva hierba tuvieron que volver a arrancar las flores azules para que todo quedara verde”. Recordemos, de paso, que algo análogo había ocurrido en El espejo, sólo que allí hubo que sembrar, en el paraje de Tuchkovo, por donde debía caminar el médico, en el comienzo del film, trigo sarraceno que era el que crecía en la casa natal de Tarkovski. De hecho, los lugareños insistieron en que ese trigo no crecería allí, pero Tarkovski insistió, el trigo creció y ahora se cultiva trigo sarraceno en la localidad de Tuchkovo…

Por otra parte, así como en Solaris se enfrentó al polaco Stanislaw Lem -autor de la novela original-, mantuvo un profundo diálogo con los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, autores del cuento “Picnic junto al camino”, sobre el que basó su filme. En un momento dado de ese diálogo acerca del guión, los escritores comprendieron qué era aquello de lo que no se atrevía a hablar abiertamente Tarkovski: “Usted lo que no quiere es hacer una película de ciencia ficción”, cuentan que le dijeron. Cuando él responde afirmativamente, los escritores le dieron vía libre para que modificara el texto original como quisiera y así nació la película: con un pie en una anécdota de “fantaciencia”, y donde el resto del filme elabora el universo del humilde “guía-acechador” de un lugar peligroso y extraño: “la Zona”.

 

El actor Anatoliy Solonitsyn en una escena de «Stalker» (1979)

 

El viaje

Según algunos, quizás un meteorito, según otros -y ésta es la hipótesis original del cuento- un ambiente abandonado tras una visita extraterrestre, como quien deja su basura tras un “picnic” en la Tierra. Es así que el guía -una especie de baqueano-, lleva a un escritor famoso que había perdido su inspiración y a un científico (Nikolai Grinkó) a un lugar donde los deseos se vuelven realidad (ahora sí, totalmente fuera del relato literario original). En la Zona, el atormentado stalker (Aleksander kaidanovski) se siente por fin libre: estar allí es estar en un lugar sucio y peligroso pero propio: un espacio existencial que no puede ser arrebatado por nadie. Y con las manos -y el corazón- llenos de esa libertad y pertenencia quiere entregarles a aquellos dos paradigmas del “saber oficial” -un artista y un científico-, la elementalidad de su vida a través del viaje por la Zona. El camino a ese lugar donde los deseos se convierten en realidad, discurre bajo la historia y advertencia del anterior stalker, quien entró a la habitación, pidió un deseo -dinero- y terminó ahorcándose -en obvia referencia al Judas de Iscaria del texto bíblico.

La Zona tiene su propia y exclusiva organización interna. La Zona está viva: tiene sus reglas internas, sus propias dinámicas, sus “trampas” que se activan con la presencia humana, aunque el stalker reconoce que desconoce qué sucede en ella cuando no hay nadie. Esta propiedad de la Zona se asocia a la idea del Hombre produciendo realidad (propuesta de la antropología cognitiva) cuando interactúa con su ambiente (ecología informacional). La Zona advierte a quien busca el camino corto y directo: nada en ella es recto, y por eso el Stalker usa tuercas y trozos de venda para señalar un sendero  tortuoso e invisible, que el guía tampoco conoce pero en el que confía, ya que la Zona reclama fe y destruye a quien no la tiene. Sus senderos son misteriosos y hay que creer en ellos, y eso es lo único que el Stalker puede ofrecerles a sus “pasajeros”: el alimento de su fe.

El científico quiere destruir ese sitio que es una llaga abierta al orgullo profano del Hombre, ya que la habitación que esconde la Zona atraerá -según vaticina– “a emperadores frustrados, a grandes inquisidores, a nuevos führer y otros supuestos benefactores de la Humanidad…” y que traerán “sus armas, sus superbacterias y toda esa inmundicia que por ahora se guarda en cajas fuertes…” Se  debe destruir la Zona “porque no se puede controlar ni que introducirán ni qué sacarán de ella…”

El escritor, por su parte, quiere embriagarse en el lugar y el Stalker se encarga de vaciar su botella de licor. El Stalker es un modelo de higiene ambiental: no sólo no quiere el alcohol como pasajero sino que hasta se siente mal con las groserías que el escritor puede llegar a decir… y esto porque sólo lo sagrado puede sobrevivir en ella -lo demuestra el par de esqueletos que, aún abrazados, cobijan  a una planta que entre ellos crece. El escritor, a su vez, se autopromueve como redentor de la Humanidad tejiéndose su propia corona de espinas, pero ninguna de estas voluntades egocéntricas podrán ante la consciencia de lo delicado de su situación: la Zona, en definitiva, tiene su trampa principal en aquella habitación donde los deseos se vuelven realidad, ya que la persecución de tales deseos debe articularse con el respeto al lugar donde se vive y con una espiritualización de sus propias vidas, en un planteo abiertamente ambientalista donde se pone en juego el riesgo que implica no poder estar seguros de qué se desea… Por esto es que las autoridades le temen a la Zona. Por eso los guardias, las ametralladoras, los alambres de púas y por eso buscan matar a todo aquel que se quiera meter en el lugar. Por eso es que es riesgosa la profesión de Stalker y por eso el stalker y su familia son marginados sociales… marginados en una ciudad a su vez sucia y contaminada.

El stalker mismo es como un santo, casi un débil mental que embarca en un viaje iniciático a los “popes” de la civilización a quienes debe instruir para el deseo. En este sentido, el filósofo Slavoj Zizek plantea el mismo problema: “El problema para nosotros no consiste en si nuestros deseos están o no satisfechos. El problema es: ¿cómo sabemos qué desear? No hay nada espontáneo, nada natural en el deseo humano. Nuestros deseos son artificiales. Hay que enseñarnos a desear”.

Y por eso, la receta que enseña el Stalker es desear recordando: “porque nadie puede ser malo mientras recuerda”, corriendo así menos riesgo de caer en la propia trampa del deseo sin componente sagrado… y el recuerdo -como los sueños- nos convierten en seres momentáneamente sagrados.

La Zona no es infinita para los deseos del Hombre: en ella hay un precio a pagar. Es inflexible su contabilidad: da libertad a quien le entrega su vida y mata a quien se abandona a su egoísmo y por eso le “regala”, durante un sueño, un perro que el Stalker rescatará y llevará su casa y que beberá la leche que se derrama y que, por un momento, parecerá beber del Stalker mismo: la Zona le da más vida a quien le entrega la suya.  Mientras «el escritor» es un personaje cínico y escéptico que no cree en nada, que se encuentra perdido en su propia mascarada social, y el “profesor» es un científico sin perspectivas, desengañado y dominado por el miedo y resentido, el stalker es quien descubre lo verdaderamente sagrado en aquel lugar.

Para el stalker, ir a la zona es meterse contra toda la estupidez humana en el interior de un ecosistema vivo y autosuficiente. Es un viaje místico con todo lo místico que esconde un ecosistema que interactúa de lleno con nuestra realidad humana, y con todo lo ecológico que desarrolla la mente humana cuando se vuelve mística. El stalker no puede entrar en el cuarto. Aún más: el stalker no puede entrar en la zona con fines puramente lucrativos y por eso se lamenta ante el profesor y el científico: “…No he hecho nada en este mundo y nada puedo hacer. Ni a mi esposa le he podido dar algo. Además no puedo tener amigos. ¡No me quiten lo mío! En sí, ya me han arrebatado todo, allí, más allá de los alambres de púa. Todo lo mío esta aquí. ¿Me entienden? ¡Aquí! ¡En la Zona! Mi felicidad, libertad, dignidad… ¡Todo lo tengo aquí! Pues traigo para acá a otros como yo, desdichados, desesperados… Soy su última esperanza. ¡Y puedo ayudarlos!”.

“Del otro lado de la Zona”, lo esperan su mujer y “Monita” su hija: la mutante (la “hija de la Zona”), sin piernas, como una extensión de la Zona fuera de ella misma y que en la escena final resume con sus poderes el sentido general del film. Esa familia es la gota de amor que el Stalker ha sembrado fuera de su paraíso personal. Dice al respecto el propio Tarkovski: “En ‘Stalker’ … el amor humano es ese milagro capaz de oponerse eficazmente a cualquier especulación sobre la falta de esperanza en nuestro mundo. Lo malo es que también nos hemos olvidado de qué es el amor…”.

Queremos ir cerrando nuestro comentario con una cita de Carl Gustav Jung que muy bien se puede aplicar al ecosistema de la Zona: “Es importante que tengamos un secreto y el presentimiento de algo incognoscible. Ello llena la vida de algo impersonal, de un numinoso. Quien no ha experimentado esto, se ha perdido algo importante. El hombre debe percibir que vive en un mundo que en cierto sentido es enigmático. Que en él suceden y pueden experimentarse cosas que permanecen inexplicables y no tan sólo las cosas que acontecen dentro de lo que se espera. Lo inesperado y lo inaudito son propios de éste mundo. Sólo entonces la vida es completa. Para mí la vida fue desde sus comienzos infinitamente grande e incomprensible…”.

La Zona nos habita a cada uno de nosotros y también nos espera… espera el valor y la fe de querer visitarla sin más armas que la entrega a un Universo Sagrado, a la vez generoso y absolutamente implacable respecto de nuestros errores ambientales de alma y mente.

 

 

 

 

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