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«Tolkien»: Impresionismo y realidad

El director finlandés Dome Karukoski logra armar una imagen más o menos coherente del escritor británico con este filme, pero apuesta, antes bien, por un retrato impresionista de su vida lo cual es ciertamente limitado, y utiliza en su haber todos los recursos cinematográficos que dispone y sin duda el resultado que consigue es maravilloso, destacando, sobre todo, por su notable fotografía y por articular ejemplarmente la fantasía con la realidad en escenas soberbiamente atmosféricas.

Por Felipe Stark Bittencourt

Publicado el 12.6.2019

En la página 65 de su libro Tolkien y el reencantamiento del mundo, Braulio Fernández sugiere que el creador de la Tierra Media dio forma a una literatura con los pies bien puestos en la realidad; que tenía, además, la misión de darle a esta una salida y recuperarla para bien. En esa línea, señala, además, que sus relatos no pretenden hacernos escapar del mundo, sino volvernos a él para renovarlo.

Dicho esto se puede sostener, entonces, que habría que retornar a los relatos más esenciales que existen: los mitos. Sin embargo, actualmente, el término parece estar en crisis y aludir a relatos fantásticos e imposibles es, derechamente, apelar a enunciados falsos. Es una pena, pues no solo limitan la amplitud semántica de esta palabra, sino que la cortan completamente. En el mismo corazón del mito se encarna una verdad primaria con la que nuestros ancestros lograron dar sentido y coherencia al mundo. Su importancia antropológica es innegable. Al menos así parece haberlo entendido Tolkien.

Solo por esto, el autor de El señor de los anillos podría ser considerado fácilmente como uno de los escritores más importantes en la historia de la literatura y, quizá, uno de los más desafiantes. Dueño de una agudeza privilegiada, el catedrático de Oxford apostaba más bien por un regreso a lo natural y desconfiaba enormemente de la maquinización de su época. No es extraño considerando que luchó en la Primera Guerra Mundial y que luego fue un espectador horrorizado de la Segunda. Llevar su vida a la gran pantalla, por esa razón, parece una empresa arriesgada y no exenta de grandes tribulaciones.

El largometraje de Dome Karukoski (1976) lo hace, aunque con algunos problemas en el trayecto. El director finlandés logra armar una imagen más o menos coherente del escritor, pero apuesta, antes bien, por un retrato impresionista de su vida que es ciertamente limitado. Utiliza en su haber todos los recursos cinematográficos que dispone y, sin duda, el resultado que consigue es maravilloso, destacando, sobre todo, por su notable fotografía y por articular ejemplarmente la fantasía con la realidad en escenas soberbiamente atmosféricas.

Nicholas Hoult es el encargado de dar vida a este Tolkien ficticio, uno en sus años de formación, a través de un relato que tiene uno de sus grandes ejes en la Gran Guerra, y que parece agotar, sin embargo, la inspiración de su genio creativo ahí, en el territorio de la trinchera y la Tierra de nadie (similares audiovisualmente al Mordor de Peter Jackson). El montaje en estas escenas es magnífico, pues une en el mismo plano fantasía y realidad con ingenio y pavor; la crueldad y el horror de la guerra se levantan con elocuencia en el lente de Karukoski, así como los escalofríos que siente el escritor y que se transmiten al propio espectador. Estas imágenes, impactantes por su configuración escénica, sugieren inevitablemente que Tolkien se habría inspirado para escribir su saga en sus experiencias personales y, si bien a su versión real no le simpatizaba la idea de la interpretación biográfica de una obra literaria, no se puede negar que el horror de la guerra, está presente en sus escritos.

Más o menos lo mismo se puede decir con el registro de otros momentos de su vida, como la etapa escolar y universitaria. Aquí un Tolkien más juvenil y animoso da sus primeros pasos literarios en secuencias en las que sobresalen la preciosa banda sonora de Thomas Newman (realmente magistral con sus coros y distintas texturas vocales) y también los momentos más graciosos de la película. Si la vida en la trinchera representa un momento lúcido para lo más oscuro de su creación literaria, estas otras instancias son, quizá, el corazón de la cinta y las más interesantes en la configuración de Tolkien como personaje del imaginario colectivo.

En cuanto a la presentación de su máximo amor, Edith Bratt (una impecable Lily Collins), y al espacio que Karukoski reserva para la naturaleza, el largometraje logra armar un relato audiovisual que explora asertivamente el romanticismo que Tolkien reservaba para ese mundo más primordial y bondadoso, representando el bosque como un lugar de encuentro consigo mismo y para el amor, y en cuya intimidad luego transitarían sus personajes fantásticos, cuna de elfos y de misterios. Es un ejercicio visualmente interesante y en el que Karukoski demuestra con creces su talento para desarrollar otro tipo de atmósfera, también rica en sensaciones por su apariencia grácil y bella, aunque, en el fondo, sea también vaga y limitada en su significado.

Solo en la línea del sentido, el largometraje no parece dar en el clavo, pues prácticamente omite la parte más espiritual del autor, sin siquiera esbozar una semántica de su relación con la naturaleza o con su religión. A la primera, la presenta como mera compaña vital, y no profundiza en este elemento, cuando se trató de un aspecto fundamental en su formación literaria. Visualmente, el resultado es hermoso, pero se echa en falta un sentido más profundo en el flujo dramático y argumental.

En cuanto a la experiencia religiosa, la cinta apenas la dibuja y la relega a mera anécdota, señalando la existencia de su madre (Laura Donnelly) como artefacto introductor en los cuentos de hadas, pero no como formadora del espíritu. Algo similar sucede con el padre Francis Morgan (Colm Meaney), el cual se presenta únicamente como su tutor legal, olvidando la importancia capital que este hombre tuvo también en su formación intelectual. La sustancia misma que hizo a Tolkien quién realmente fue, queda constreñida a una imaginación prodigiosa, pero no a una inteligencia y sensibilidad privilegiadas.

Ahí, la película, lamentablemente, resulta unidimensional y corta. En lugar de ofrecer una biografía coherente y sustanciosa, le da al espectador un relato a ratos caprichoso que, pese a su maravilloso impresionismo, falla. Muestra a un Tolkien como un mártir y un mito viviente, aunque paradójicamente sin la savia que impulsarían su vida y destino en el mundo real. El filme solo presenta la cáscara de la leyenda, pero no a la leyenda misma. La decisión aunque válida, limita enormemente el resultado final.

Pese a todo, no se puede negar que la experiencia de verla en el cine es muy disfrutable y vale el precio de una entrada; la factura es impecable y captura esa atmósfera monástica que otros filmes de raigambre literaria ya han propuesto anteriormente, como la injustamente olvidada Tierra de sombras (Richard Attenborough, 1993). Quizá esa nunca la pueda ver; no se pierda a esta otra.

 

Felipe Stark Bittencourt (1993) es licenciado en literatura por la Universidad de los Andes (Chile) y magíster en estudios de cine por el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Actualmente se dedica al fomento de la lectura en escolares y a la adaptación de guiones para teatro juvenil. Es, además, editor freelance. Sus áreas de interés son las aproximaciones interdisciplinarias entre la literatura y el cine, el guionismo y la ciencia ficción.

 

El actor Nicholas Hoult en «Tolkien» (2019), del realizador Dome Karukoski

 

 

 

 

Felipe Stark Bittencourt

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: El actor Nicholas Hoult y Lily Collins en Tolkien (2019), del realizador Dome Karukoski.

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