La mayor virtud de este libro debido al autor nacional Bernardo González Koppmann es su capacidad para decir lo difícil sin grandilocuencia en tiempos de ruido, bajo un estilo donde el poeta elige la voz baja, la palabra justa, la imagen precisa, y desde esa sencillez construye una obra en la cual la contemplación se vuelve resistencia, la memoria se torna acto político, y el lenguaje —lastimado, pero insistente— vuelve a levantar el techo de la casa común.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 29.11.2025
Leer El hablante. Biografía de un pájaro (Lagar Editores, 2025) es ingresar a una poesía donde lo vital y lo perecedero se confunden en un mismo gesto. Desde los primeros textos se percibe una voz madura, consciente del deterioro del mundo y de su propio desgaste, pero también del poder restaurador que conserva aún la palabra: una palabra que no se declama, sino que se habita.
El hablante del libro conoce la fractura espiritual de la modernidad y entiende que el lenguaje se encuentra hoy en peligro, acosado por la banalidad y el olvido. Esa conciencia traza una línea que remite a la tradición sureña: la visión telúrica y arbórea de Juvencio Valle, la melancolía de Teillier hecha pequeña y gran patria del lar remoto, la persistencia de un mundo rural que resiste al extravío contemporáneo.
Pero aquí no hay simple continuidad; hay una reinscripción crítica de esa herencia, un intento por interrogarla desde el ocaso, sin otra esperanza abierta que la propia voz clamando por lo perdido.
El libro se sitúa en un territorio moral y físico: la provincia, el campo, la casa familiar, la capilla, el humedal, la cocina, la vieja radio, la bicicleta, el fogón. Todos ellos son lugares donde la experiencia humana se cifra y se vuelve símbolo; representación esencial, sin duda.
Con todo, en ese espacio, el poeta observa el derrumbe de las certezas modernas y la reducción de lo comunitario a mero trámite. Pero no se rinde; se aferra a la capacidad del lenguaje para reunir lo disperso.
En ese sentido, el gesto de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957) recuerda el impulso restitutivo que animaba a la generación lárica, tan prolífica de voces resonantes en nuestro país, pero alcanza aquí un espesor distinto: no es la nostalgia por una Arcadia perdida, sino la constatación de que el habla periférica conserva todavía un poder crítico frente al modelo civilizatorio dominante.
La auténtica poesía jamás pierde
El aporte lingüístico del libro es claro: el poeta trabaja con un vocabulario del sur, pero lo despliega con sobriedad y precisión, sin folclorismo ni énfasis pintoresco. Palabras como «pirca», «pellón», «cauces», «coirones», «galpones», «huaches», «chucaos», «alacranes», «piños» o «maté», aparecen, no como ornato, sino como parte de un cuerpo verbal vivo y necesario, que ancla la experiencia en una sensibilidad rural profunda (Gabriela Mistral, dixit).
Sin embargo, ese léxico no es cerrado ni complaciente: se mezcla con referencias a Cavafis, Rilke, Pessoa, Catulo, Homero, Roque Dalton.
La convivencia entre ambas zonas genera un contrapunto fértil: lo local no se encierra en su aldea, y lo universal desciende a la tierra para ser tocado como un objeto cotidiano (Tolstoi, consulat).
Hay además un aporte estructural: el libro organiza una autobiografía poética que se revela por fragmentos, desplazándose entre escenas de infancia, trabajo manual, ritos domésticos, episodios de dolor histórico y contemplación de la naturaleza.
Esta biografía no es lineal; es una golondrina becqueriana que picotea en distintos tiempos y vuelve siempre al mismo suelo: la precariedad humana, el paso del tiempo y la fragilidad de la memoria son, a la vez, móviles y respuestas.
Así, en varios poemas, el hablante reconoce que se está haciendo viejo, que la vida ha quedado atrás y que ya no tiene fuerzas para librar ciertas batallas. Sin embargo, en esa honestidad surge una paradoja: su palabra madura logra iluminar lo que el lenguaje joven a veces esquiva.
Cuando González Koppmann afirma: «uno se va poniendo leso, humilde, te enterneces por cualquier motivo», el poema transforma ese «leso» en una nueva forma de claridad, nacida del candor poético, esa mirada curiosa e infantil que el auténtico poeta jamás pierde.
El libro se sostiene en un sentido de comunidad que hoy resulta casi subversivo. Los amigos, los vecinos, los desaparecidos, los trabajadores, los animales, las mujeres mayores, los niños del campo, los muertos recientes y los muertos antiguos aparecen como figuras de un mismo relato.
Con todo, el poeta asume que la poesía es una forma de compañía para quienes quedaron fuera de la historia oficial: campesinos, pescadores, maestros rurales, poetas anónimos, creyentes silenciosos. Esta dimensión solidaria se manifiesta con particular fuerza en poemas como «Plegaria al poeta desaparecido», donde la voz alcanza un registro elegíaco que devuelve dignidad a los cuerpos borrados por la violencia política.
La tierra, por su parte, no es sólo paisaje; es la matriz de un modo de estar en el mundo. El autor la mira con respeto casi litúrgico: el pan, la leña, la lluvia, las cebollas en las vigas, la marea, las semillas, los árboles viejos, son parte de un orden sagrado que el poeta intenta preservar.
Esta poética de la tierra no idealiza el campo, sino que lo reconoce como un espacio donde lo humano se articula con los ritmos de la naturaleza, sin pretensión de dominio ni expectativa de riqueza. Es un canto a la tierra, pero también un canto al hombre que la habita, con su fragilidad, su miedo, su deseo de belleza y su necesidad de sentido.
La mayor virtud del libro es su capacidad para decir lo difícil sin grandilocuencia. En tiempos de ruido, el poeta elige la voz baja, la palabra justa, la imagen precisa. Y desde esa sencillez construye una obra donde la contemplación se vuelve resistencia, la memoria se torna acto político, y el lenguaje —lastimado, pero insistente— vuelve a levantar el techo de la casa común.
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Edmundo Moure Rojas (1941), escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Uno de sus últimos títulos puestos en circulación corresponde al volumen de crónicas biográficas Memorias transeúntes.
Exdirector titular del Diario Cine y Literatura (2020 – 2024), en la actualidad ejerce como la cabeza visible y responsable de la prestigiosa casa impresora Unión del Sur Editores.

«El hablante» (Lagar Editores, 2025)

Edmundo Moure Rojas
Imagen destacada: Bernardo González Koppmann.
