La protección de lo pequeño, la defensa de los cuerpos intermedios, la idea de que hay tareas que corresponden a la comunidad inmediata y otras que requieren el concurso del poder público: nada de esto ha muerto, aunque haya sido sepultado bajo toneladas de ideología.
Por Mauro Salazar Jaque
Publicado el 16.12.2025
Hay un vacío que precede a toda doctrina, una ausencia anterior a cualquier presencia que pretenda colmarla. Antes del texto, antes de la letra que fija y petrifica opera ya una sustracción, un retiro que ninguna filosofía del origen podrá jamás restituir.
El Rerum Novarum, esa «carta magna del orden social» como la llaman quienes administran los archivos de la legitimidad, no inaugura nada: viene a sellar una herida que la modernidad había abierto sin poder suturar. León XIII habla de fronteras, de límites, de asociaciones que anteceden al Estado-nación. Pero, ¿qué significa «anteceder» cuando todo origen se revela diferido, cuando toda presencia llega siempre ya marcada por la huella de lo que falta?
La subsidiariedad, esa palabra que administra nuestro desamparo, no nació como categoría plena sino como huella de algo que nunca estuvo: suplemento de una falta, prótesis conceptual injertada sobre una herida que el siglo XX no supo (no quiso) suturar.
El principio no emerge ex nihilo; aparece precisamente donde la articulación falla, donde el tejido comunitario exhibe su desgarradura constitutiva y alguien —siempre alguien investido del poder de nombrar— decide cómo administrar esa fisura que llamamos sociedad.
Decimos «falla» en el sentido geológico: placa contra placa, tensión subterránea que de pronto irrumpe en la superficie y lo trastoca todo. Pero también falla como fracaso, como incumplimiento de una promesa que la modernidad formuló sin poder honrar.
La comunidad política moderna se fundó sobre el cadáver de las comunidades anteriores —gremios, cofradías, vínculos de sangre y de tierra— prometiendo una nueva forma de estar juntos que nunca llegó a cuajar.
En ese intersticio, en esa zona de indeterminación entre lo que ya no es y lo que todavía no adviene, se instaló la subsidiariedad como dispositivo de gestión del vacío.
Lo que el Estado puede pensar de sí mismo
Vinieron entonces los arquitectos del orden espontáneo, los teólogos del mercado que desde Viena hasta Santiago trazaron la cartografía de nuestra derrota. No con ejércitos sino con definiciones; no con bayonetas sino con artículos constitucionales.
El uno, desde los seminarios de Friburgo y las publicaciones de Mont Pèlerin, tejía la red conceptual que convertiría la libertad en coartada del privilegio. El otro, en los pasillos de una Facultad de Derecho y en las salas de un régimen que no toleraba réplica, inscribía esa red en el cuerpo mismo de la ley fundamental.
Fantasmas que se cruzan sin tocarse, que operan a distancia, que se invocan mutuamente sin nombrarse jamás. Comprendieron, con una lucidez que debemos reconocerles, que el poder verdadero no reside en ocupar el Estado sino en delimitar lo que el Estado puede pensar de sí mismo.
Redactaron constituciones como quien levanta muros: no para albergar sino para excluir, no para fundar comunidad sino para blindar privilegios bajo el ropaje inmaculado de los principios técnicos. La operación fue quirúrgica, precisa, devastadora en su elegancia formal.
Se trataba de inscribir en el texto constitucional —ese texto que se presenta como neutro, como mera arquitectura institucional— una filosofía particular disfrazada de sentido común, una visión de mundo vestida con los ropajes de la necesidad técnica.
El Estado, dijeron, es el intruso en un orden que se autorregula; la comunidad, un estorbo sentimental que entorpece la eficiencia de las transacciones; el bien común, una superstición arcaica —residuo metafísico— que conviene extirpar del vocabulario político.
Y así procedieron: mediante una operación sobre el lenguaje que precede y posibilita todas las demás operaciones, extirparon las palabras que permitían nombrar lo común y las reemplazaron por un léxico de gestión, competencia, subsidiariedad.
Donde había pueblo inscribieron mercado; donde había ciudadanos, consumidores; donde había derechos, servicios sujetos a la capacidad de pago.
La violencia del golpe —esa violencia que dejó cuerpos en las cunetas y nombres en las listas— encontró su complemento perfecto en esta otra violencia: la que reorganiza el campo de lo decible, la que determina qué puede ser pensado y qué queda expulsado al territorio de lo impensable.
En principio de abstención
Pero detengámonos en la operación misma, en su lógica interna, en el pliegue donde el concepto se tuerce sobre sí mismo y revela su doblez constitutiva. ¿Qué significa que un principio se presente como «subsidiario»?
Etimológicamente, lo subsidiario es lo que viene en auxilio, lo que suple una carencia, lo que ocupa el lugar de aquello que debería estar pero falta.
Con todo, el subsidium romano era la reserva, la tropa de retaguardia que entraba en combate cuando la línea principal cedía. Hay en la noción misma una confesión involuntaria: algo ha cedido, algo ha fallado, y el Estado subsidiario viene a ocupar —precariamente, provisionalmente— el lugar de esa falla.
La inversión neoliberal del concepto opera una torsión decisiva, un giro de 180 grados que conserva el nombre mientras invierte radicalmente el sentido.
Ya no se trata de que el Estado auxilie a la sociedad civil cuando esta no puede bastarse a sí misma, sino de que el Estado debe abstenerse para que la sociedad civil —léase: el mercado, esa abstracción que se presenta como naturaleza— despliegue su potencia autorreguladora.
La subsidiariedad se convierte así en principio de abstención, en mandato de repliegue, en coartada filosófica para el desmantelamiento sistemático de lo público. El suplemento deviene sustracción; el auxilio, abandono; la reserva, deserción.
Aquí opera lo que podríamos llamar, siguiendo una tradición de pensamiento que los arquitectos del orden espontáneo despreciaban sin comprender, la diferencia constitutiva del concepto. La subsidiariedad difiere de sí misma, se desplaza incesantemente entre el auxilio y la abstención, entre la presencia del Estado que socorre y la ausencia del Estado que se retira.
Los teólogos del mercado captaron esta indeterminación y la explotaron: donde el concepto vacilaba, ellos fijaron; donde el sentido oscilaba, ellos clausuraron. Pero toda clausura es violenta, toda fijación deja restos, todo cierre produce un excedente que retorna para desestabilizar la construcción.
Protección de lo pequeño frente a lo grande
Olvidaron —o fingieron olvidar, que es peor— que, desde el estagirita hasta el Doctor Angélico, desde la philía hasta la eudaimonía, el hombre era zỗon politikón precisamente porque solo hallaba su télos en la polis, en el rostro del otro, en la trama de lo común.
No se trataba de una opción entre lo individual y lo colectivo, entre la libertad y la pertenencia, sino de comprender que lo humano mismo se constituye en ese entre, en ese espacio intermedio donde la palabra circula y el reconocimiento acontece.
El individuo aislado —ese átomo social que los economistas vieneses postulaban como dato originario— es una ficción retrospectiva, una abstracción que solo puede pensarse desde una comunidad ya constituida.
Que Tocqueville defendió las afiliaciones ciudadanas no para atomizar sino para vertebrar, no para fragmentar el cuerpo político sino para dotarlo de articulaciones que lo hicieran flexible y resistente. Que León XIII y Pío XI, ante el laissez faire que devoraba a los trabajadores y los totalitarismos que devoraban a los pueblos, invocaron la justicia distributiva como dique contra la deshumanización galopante.
La subsidiariedad originaria —aquella que brotó de las encíclicas sociales— era un principio de protección de lo pequeño frente a lo grande, de lo local frente a lo central, de la comunidad viva frente al aparato burocrático.
Nada que ver con la subsidiariedad invertida que hoy padecemos, donde lo pequeño queda librado a su suerte y lo grande —el capital, las corporaciones, los flujos financieros que no reconocen fronteras— recibe todos los auxilios.
Los fantasmas que redactaron nuestra constitución económica sabían esto, por supuesto. No eran ingenuos ni ignorantes. Pero precisamente porque lo sabían, procedieron a la inversión deliberada, a la torsión consciente del concepto.
Tomaron una palabra cargada de resonancias comunitarias —subsidiariedad, solidaridad, bien común— y la vaciaron de su contenido original para rellenarla con otro.
Operación de bricolage ideológico que utiliza los materiales disponibles —las palabras heredadas, los conceptos consagrados— para construir algo completamente distinto.
El resultado es una criatura híbrida: subsidiariedad que no subsidia, solidaridad que no une, bien común que solo beneficia a algunos.
La violencia hermenéutica que precede
Y así fuimos derrotados —no por las armas sino por las definiciones, no por la fuerza sino por el sentido—. Nos despojaron del lenguaje antes que, del pan, de las categorías antes que, de los recursos, de la capacidad de nombrar nuestra experiencia antes que de la experiencia misma.
Hay una violencia específica en esta operación: la violencia hermenéutica que precede y posibilita todas las demás violencias. Cuando te arrebatan las palabras para decir tu dolor, el dolor no desaparece, pero se vuelve mudo, incomunicable, políticamente inexistente.
Los cuerpos siguen sufriendo, pero el sufrimiento no encuentra cauce, no cristaliza en demanda, no se articula en movimiento.
Convirtieron la prudencia en abstención, la justicia en eficiencia, la solidaridad en emprendimiento individual. La subsidiariedad invertida dicta: que el débil se auxilie a sí mismo, que el caído busque en su interior las fuerzas para levantarse, que el excluido empréndase hacia la inclusión.
El mercado —ese dios ciego que no reconoce rostros sino solvencias— distribuye las migajas entre los vencidos mientras acumula los panes en las arcas de los vencedores. Y todo esto revestido de neutralidad técnica, de inevitabilidad histórica, de naturaleza de las cosas.
«No hay alternativa», decían los evangelistas del nuevo orden, y la frase funcionaba no como descripción sino como prescripción, no como constatación sino como conjuro.
Pero, ¿qué es lo natural? Para Aristóteles, la naturaleza de algo es su télos, su fin, aquello hacia lo cual tiende, lo que esa cosa es una vez cumplida su desarrollo. La naturaleza de la semilla es el árbol; la naturaleza de la cría humana es el ciudadano capaz de deliberar y juzgar; la naturaleza de la casa es el habitar.
La polis no era entonces un artificio superpuesto a individuos presociales sino el despliegue mismo de lo humano hacia su completud. Quien vive fuera de ella por naturaleza y no por azar es, decía el estagirita, o bien menos que hombre —bestia—, o bien más, un dios.
El mercado no es natural sino cultural
Los arquitectos del orden espontáneo invirtieron esta lógica con la precisión del cirujano y la frialdad del técnico. Para ellos, lo natural es el mercado y lo artificial es el Estado; lo espontáneo son las transacciones entre individuos maximizadores y lo coercitivo es cualquier regulación que pretenda orientarlas hacia fines comunes.
Pero esta naturaleza que invocan es ella misma una construcción, un efecto de poder que se presenta como dato originario, una institución que se disfraza de instinto.
No hay mercado sin Estado que garantice contratos, sin policía que custodie propiedades, sin escuelas que produzcan sujetos calculadores, sin todo un aparato disciplinario que forme las subjetividades apropiadas para el intercambio.
El orden espontáneo es el más laboriosamente construido de todos los órdenes; su espontaneidad es el resultado de siglos de disciplinamiento.
Con todo, el fantasma vienés —aquel que desde sus seminarios de los años 30 elaboraba la teoría del orden extendido— comprendía perfectamente que el mercado no es natural sino cultural, no es dado sino producido. Sus textos lo dicen con claridad meridiana para quien quiera leerlos sin las anteojeras de la ideología.
Pero esa claridad teórica se convertía en oscuridad práctica cuando se trataba de implementar el programa. Entonces aparecía la retórica de la naturaleza, del orden espontáneo, de las leyes que rigen el intercambio como rigen la gravedad los cuerpos.
La operación era doble: por un lado, construir activamente las condiciones del mercado; por otro, presentar esa construcción como descubrimiento de algo que siempre estuvo ahí.
El fantasma jurista añadía su propio suplemento. La constitución debía ser, en sus palabras, un «dique» contra las mayorías, un dispositivo antimayoritario que impidiera a los pueblos decidir sobre su propio destino económico.
La democracia era peligrosa porque podía elegir mal, porque podía votar redistribución, porque podía —horror de los horrores— cuestionar la naturalidad del orden establecido.
Había que proteger la libertad económica de la libertad política, blindar el mercado de la democracia, separar con murallas constitucionales lo que la voluntad popular pretendiera unir.
El malestar no desaparece porque se lo silencie
Hoy habitamos el vacío que ellos administran. La falla sigue abierta bajo nuestros pies y de vez en cuando —un estallido, una revuelta, una pandemia— nos recuerda su presencia.
Vivimos sobre una costra frágil que los administradores del consenso llaman estabilidad pero que no es sino la acumulación de tensiones no resueltas, de fracturas apenas disimuladas, de deudas —sociales, ecológicas, existenciales— que algún día habrá que saldar.
El malestar no desaparece porque se lo silencie; fermenta, se acumula, busca grietas por donde emerger.
La subsidiariedad neoliberal prometía eficiencia y entregó precariedad; prometía libertad y entregó desamparo; prometía orden espontáneo y entregó fragmentación. Los individuos «liberados» de los vínculos comunitarios no encontraron la autonomía prometida sino la soledad administrada, la competencia perpetua, la angustia de tener que producirse a sí mismos cada día en un mercado que no perdona debilidades.
El yo emprendedor es un yo agotado, un yo que ha introyectado al patrón y se autoexplota con una eficacia que ninguna dominación externa podría alcanzar. Rendimiento, optimización, resiliencia: las palabras del nuevo léxico describen un sujeto que debe rehacerse permanentemente porque ningún suelo firme lo sostiene.
Los fantasmas siguen operando, aunque sus cuerpos hayan desaparecido. Sus textos circulan, sus discípulos ocupan cátedras y ministerios, sus conceptos estructuran lo pensable. La subsidiariedad invertida se ha convertido en sentido común, en obviedad que no requiere justificación, en el agua en que nadamos sin percibir que nos ahogamos.
Cuestionar sus premisas equivale a situarse fuera del campo de lo razonable, a pronunciar palabras que suenan anacrónicas, a invocar categorías que parecen superadas.
Pero, ¿superadas por qué, exactamente? ¿Por la historia, por el progreso, por la marcha inexorable de la modernización? ¿O apenas por la fuerza de quienes lograron imponer su vocabulario?
Toda derrota contiene la gramática de su reversión
¿Cómo entonces salir de la derrota? No hay respuesta simple, no hay programa que pueda enunciarse en diez puntos ni receta que garantice resultados. Pero quizás el primer paso sea precisamente nombrar lo que nos pasa, arrancar las palabras del léxico que nos fue impuesto y reinscribirlas en otra gramática.
Porque la subsidiariedad tiene una historia anterior a su captura neoliberal, y esa historia guarda potencias que pueden ser reactivadas.
La protección de lo pequeño, la defensa de los cuerpos intermedios, la idea de que hay tareas que corresponden a la comunidad inmediata y otras que requieren el concurso del poder público: nada de esto ha muerto, aunque haya sido sepultado bajo toneladas de ideología.
Nombrar la herida es ya comenzar a sanarla. No porque el lenguaje sea mágico sino porque sin lenguaje no hay política, no hay capacidad de articular demandas, no hay posibilidad de construir un nosotros que exceda la suma de soledades.
Los derrotados somos muchos; los que administran nuestra derrota son pocos. Pero mientras no encontremos las palabras para decir lo que tenemos en común, seguiremos siendo multitud dispersa, agregado estadístico, masa disponible para el mercado de trabajo y el mercado electoral.
Así, la tarea es, entonces, de traducción: recuperar los conceptos secuestrados, devolverles su densidad histórica, ponerlos a trabajar en una dirección distinta.
Los fantasmas que redactaron nuestra derrota creían en la eternidad de su obra. Pensaban haber encontrado, finalmente, el orden definitivo, la constitución que pondría fin a la historia de los conflictos sociales.
Pero ningún principio es eterno, ninguna constitución sagrada, ningún orden natural. Lo que fue instituido puede ser destituido; lo que fue construido puede ser reconstruido de otro modo.
Toda derrota contiene —cifrada, latente, esperando— la gramática de su reversión. No como teleología optimista ni como promesa mesiánica, sino como apertura estructural de toda configuración histórica. El presente no agota las posibilidades; lo que es no es todo lo que puede ser.
La posibilidad de un porvenir distinto
Nosotros, habitantes de esta falla, ni bestias ni dioses: apenas hombres y mujeres buscando recobrar el télos que nos fue arrebatado.
La comunidad por venir no será restauración de ningún pasado idealizado —las comunidades tradicionales tenían sus propias violencias, sus propias exclusiones— sino invención de formas nuevas de estar juntos que aún no podemos nombrar porque no existen.
Pero el deseo de comunidad, la memoria de lo común, la herida abierta de la desposesión: todo eso trabaja silenciosamente en el subsuelo de lo social, esperando su momento de irrupción.
Los fantasmas nos miran desde sus textos, desde sus constituciones, desde los muros que levantaron. Pero los fantasmas son, precisamente, fantasmas: presencias espectrales que solo tienen el poder que les concedemos.
Podemos leerlos de otro modo, contra ellos mismos, arrancando de sus textos lo que ellos mismos no vieron o no quisieron ver. Podemos habitar la subsidiariedad de otro modo, reinscribiendo en el concepto su potencia originaria de auxilio, de solidaridad, de protección de lo pequeño. Podemos —y es inmenso, y es difícil, y es necesario— retomar la palabra.
La subsidiariedad que hoy nos derrota puede ser mañana la subsidiariedad que nos emancipe. Basta invertir la inversión, devolver el concepto a su suelo originario, recordar que el auxilio debe ir hacia los que lo necesitan y no hacia los que ya tienen todo.
Basta —y es inmenso— retomar la palabra que nos fue arrebatada, devolverle su peso, su densidad, su capacidad de nombrar lo común.
Porque en esa palabra habitan, todavía, las potencias de otra configuración posible. Los fantasmas no lo saben, o prefieren olvidarlo. Pero nosotros lo recordamos, y en ese recuerdo se cifra la posibilidad de un porvenir distinto.
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Mauro Salazar Jaque es sociólogo (2002) y doctor en comunicación por la Universidad de la Frontera-Universidad de Roma-La Sapienza, Roma (Dual PhD, 2024).

Mauro Salazar Jaque
Imagen destacada: Jaime Guzmán Errázuriz.
