“The Square” («El cuadrado»): Un arte sin mundo real

Hay un intelectualismo elitista en las formas actuales de la creación plástica que la segregan del contexto humano en general, y el cual transforman a la producción simbólica en poco menos que una idolatría. Este tema sirve de excusa argumental para el filme del realizador sueco Ruben Östlund —ganador de la Palma de Oro en Cannes 2017—, en un rosario de situaciones dramáticas que se despliegan entre graciosas y ridículas, y tensiones simples pero exactas, con el objetivo de transmitir el mensaje buscado: ¿cuál es el límite de la comunicación?

Por Horacio Ramírez

Publicado el 17.7.2020

«Huyan de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca pierdan contacto con el suelo; porque sólo así tendrán una idea aproximada de su estatura”.
Antonio Machado

Todos, alguna vez en alguna infancia, habremos molestado a una araña guarecida en su cueva hundida entre ladrillos viejos. Tomábamos un palito y hacíamos vibrar la tela para que la cazadora creyera que una mosca había caído en su trampa. Veíamos asomar sus patas, quizás hasta la mitad del cuerpo, pero rápida, tras descubrir el engaño, la araña volvía a desaparecer. Pareciera ser una situación elemental donde el animal se entera de que algo está moviendo en la tela y avanza en consecuencia, pero no es vano otro tipo de análisis: el comunicacional… enfoque que no incluye el concepto de “instinto” ni nada que hubiera “dentro” de la araña para que ésta se decida a atacar.

Desde esta perspectiva, no es tan fácil distinguir dónde empieza —o termina— la araña: al mover el palito sobre la tela, la araña ya empieza a moverse por su propia energía. Resulta difícil así encontrar en qué momento termina el animal y comienza su tela. La araña vive y la tela no, pero hay una serie de conexiones entre ambos que funciona a pesar de no ser cosas entrelazadas ni material ni energéticamente (correlación materio–energética que, a la sombra de Aristóteles, sostuvo la Escolástica medieval). Bajo este campo de observación, la araña sigue siendo algo más, más allá de su cuerpo y su energía en su guarida o en su tela. Pero ni la araña ni la tela existirían —significarían— si no fuera por las moscas que caen en la trampa, de modo que no es absurdo —extraño, pero no absurdo— pensar que la araña se continúa en la mosca: la araña no viviría sin la mosca y es araña gracias a ella y es araña en ella.

De esta manera, la mosca y la araña —y su tela y su cueva— se confunden en una unidad más abstracta que se expande en el ecosistema que contiene arañas, moscas, cuevas y telas. Del mismo modo, podemos ir en camino inverso: los intentos de la mosca por liberarse hacen que el insecto se extienda por la red y que se funda con el predador que se alista para devorarlo. Hemos dado un ejemplo sencillo que resume una red de comunicaciones que anima absolutamente a toda la materia viva del planeta: la ballena jorobada que nada libre en el Ártico de algún modo vibra en el pequeño cuerpo de una mariposa austral y el misterioso jaguar que acecha en la oscuridad de la selva se continúa en un gavial que dormita bajo el sol del Ganges.

Y así pasa con todo lo existente, ya que esta red no abarca sólo a lo vivo… aunque es en lo vivo donde la red de conexiones alcanza una mayor expresión… pero no la máxima… Ahí se nos aparece el concepto de “Noósfera” de Teilhard de Chardin. Una de sus definiciones —dada por Siôn Cowell en su libro The Teilhard Lexicon, reza que la Noósfera es el: “sustrato espiritual o mental del mundo (…) totalidad orgánica y específica en proceso de unanimización, distinta de la biósfera y sustrato del mundo no espiritual.”

De modo que el complejo comunicacional natural es trascendido en la Noósfera como complejo comunicacional específicamente humano. Aunque no encaja completamente con las observaciones actuales acerca del paradigma de la Complejidad Organizada —entre los que destacan los nombres de Gregory Bateson, Bradford Keeney y Edgar Morin—, aquel contiene la idea de una especie de infinita telaraña mental que incorporaba a la araña y a la mosca como anécdotas y no como extremos de una línea descriptiva. Y es en esta circularidad que vemos transcurrir las diversas filosofías que tratan de explicarse a sí mismas y a sus contextos… pero junto a ellas brilla con luz propia la esfera artística: la forma que tiene la Noósfera de Teilhard de explicar su situación más extrema en el Cosmos.

Y en lo que va del siglo XXI no lo hace de un modo simple sino que realiza un “loop”, un bucle que parece irse lejos hacia una suerte de todo cultural pero sólo para colapsar sobre sí misma con una energía mental muy potente, aunque con contenidos que despiertan más dudas que certezas. Y este es uno de los temas —aunque no el central— del filme sueco El cuadrado de Ruben Östlund, del 2017 (ganador de la Palma de Oro de Cannes): el arte contemporáneo y sus delirios de actualidad extrema que desarrollan un extremismo inconducente que vuelve inútil la trascendental inutilidad del arte por la que abogara Oscar Wilde. Explica cómo el arte en su corriente actual, que algunos llaman metamodernismo, adscribe a la definición que, en el 2007, diera del movimiento la pintora Alexandra Dumitrescu: “una concurrencia con, una aparición de y una reacción al posmodernismo, abogando por su interconexión y revisión continua de sus propios fenómenos culturales coetáneos”.

El cuadrado hace referencia a esta introspección en el que se desenvuelve el arte actual, en el marco de la alta competencia, sustentado por el dinero y, fundamentalmente, en conflicto con lo total humano… y ese sí es el tema principal del filme: la preocupación del arte y de su esfera intelectual, ridícula y sobredimensionada, por sí mismo y cómo va dejando afuera al ser humano como una totalidad, buscando un hiperintelectualismo que cancela lo espiritual… o sea cómo el arte se niega a la libertad de la conexión absoluta con el mundo real.

 

Elisabeth Moss en «The Square» (2017)

 

Hiperintelectualismo y violencia

El arte, entonces, descansa en la red comunicacional de nuestra Noósfera, que se abarca a sí misma y que significa sólo para su entorno (social y cultural) aunque no para sí misma. Sin embargo, hay un intelectualismo elitista en las formas actuales del arte que lo segregan del contexto humano general, transformando a la creación artística en poco menos que una idolatría. Este tema sirve de excusa argumental para El cuadrado: un rosario de situaciones entre graciosas y ridículas y tensiones argumentales simples pero exactas para transmitir el mensaje buscado: “¿Cuál es el límite de la comunicación?”, pregunta que se plantea uno de los personajes, sin entender el oxímoron que esgrime: si hay alguna clase de límite no puede haber comunicación ya que la comunicación no prevé en su devenir su propia inexistencia en el ámbito del límite… y esa incompatibilidad con el límite —la libertad que implica la interconexión ilimitada de lo existente— lleva a los egotistas de cualquier tipo al ridículo y a la violencia.

Es un hecho que la comunicación en los sistemas culturales no pueda cesar sin que el sistema desaparezca: en un sistema siempre pasa algo y lo humano es una telaraña comunicacional omniabarcante, abierta a sí misma y a su entorno relacional. Aún sin araña y sin mosca, la telaraña nos comunicaría, aunque más no sea, la idea de araña, tal como comunica el árbol de Berkeley cuando cae en un bosque aunque nadie lo oiga.

Es imposible que en un sistema no pase algo, del mismo modo, el arte y sus pretensiones crípticas del lenguaje y aparatos conceptuales metamodernos expresan antes bien una limitación expresiva en vez de proyectar una mayor capacidad en tal sentido, traicionando su naturaleza comunicacional: no hay ni araña, ni tela ni mosca. Si un Museo o una Galería de Arte remedan a la primitiva caverna donde se pintaba lo que el fiel de la tribu sentía como una carencia personal y social, el artista contemporáneo se presenta a sí mismo como un guardián de esa caverna, con una autoridad nacida de su egocentrismo que bloquea la entrada para todos, dejando pasar sólo al que comparte un código secreto… código que, como ya insinuamos, está sujeto a las variables económicas de galeristas, curadores y —no siempre— artistas…

Un par de hombres espían y apenas si ven una serie de pequeñas montañas de ceniza que conforman una “instalación” con el título de “No tienes nada”. En su “miopía” intelectual, esta pareja de hombres así como ven las montañitas se van sin que haya habido tiempo de sentar alguna clase de “feeling” artístico entre el espectador y la obra… y aún es una molestia absurda para el empleado de limpieza que maniobra trabajosamente con su tractorcito entre los montones de ceniza.

Entre la multitud de la ciudad todos caminan atentos a sus celulares, incluyendo a Christian (Claes Bang), el curador principal del nuevo Museo de Arte Moderno y personaje central del filme. De repente, un grito femenino de “¡Ayuda!” apenas audible se acerca desde la multitud hacia donde está Christian. Una joven se detiene entre el curador y otro hombre, pidiendo ayuda a los gritos y llorando histérica. Entre la gente se acerca el muchacho que la persigue, lleno de ira y prepotencia. La chica desaparece, el joven se aleja resignando sus objetivos mientras Christian, y su eventual y desconocido camarada de aventura quedan regocijándose por el momento de acción vivido.

Conclusión: a Christian le habían robado la billetera y su teléfono celular. Ahora era el curador el que había quedado “afuera” de la instalación. Él era ahora el que vio las montañitas de ceniza y no compartió el código secreto del artista. Ahora es él quien debe mendigar un celular en la calle así como el que busca el goce estético debe mendigar el código de acceso al arte metamoderno, cerrado sobre sí mismo tanto como pregunta o en forma de respuesta.

A la búsqueda de expresiones cada vez más inaugurales de arte —buscando fondos para el Museo—, se le van sumando un rosario de situaciones cada vez más complejas, tristes y disparatadas pero que se ajustan a esta búsqueda interior de significado que le da la espalda al mundo real y al cual, encima, pretenden explicar… mientras el exterior sigue atacando y sorprendiendo a Christian, por ejemplo, con un niño sin nombre ni origen (un excelente Elijandro Edouard) que lo reta como adulto y que pide ayuda y al que, al final, pierde de vista; con una periodista (una magistral Elisabeth Moss) que le pide una explicación acerca de una afirmación expresada anteriormente por él mismo y que ni él mismo entiende.

¿Y qué es el público? Una jauría hambrienta que demuestra asistir a una inauguración por el “lunch” y que enfurece y saca de quicio al cocinero que estaba describiendo los platos a servir… de hecho, cualquiera que haya asistido a una exposición donde se sirven copas y bocadillos, habrá visto lo poco que dura la contemplación de las obras: el camino al arte pasa por el estómago y muchas veces se queda en él.

Una conferencia descompuesta por un paciente psiquiátrico, así como un actor que interpreta la conducta de un gorila durante una cena formal, pero que se descontrola hasta llegar a la violencia física y directa (en una larga escena de perturbadora tensión in crescendo), también son fragmentos inexplicados e inexplicables de la realidad que van invadiendo la prolija, acerada y vidriada —lustrosa y aséptica— vida de los intelectuales del Museo. Fuera del edificio, la prolijidad minimalista del cuadrado contrasta vívidamente con las múltiples interconexiones que tienen en el ejemplo que dimos, las telarañas consigo mismas —como mortales laberintos—, con sus víctimas y con las arañas que las tejen.

La escena previa a los créditos iniciales, por su parte, resume en gran medida una de las razones de la desconexión del Hombre con el Hombre: la remoción y destrucción de una antigua y pesada escultura metálica que tenía un pedestal cuadrangular y cuya cicatriz es cubierta por un cuadrado de luz que se llama, precisamente, El cuadrado —obra de una supuesta artista argentina— resume la búsqueda del ideólogo del arte del presunto centro del arte, del centro del saber y por ende, conseguir el centro del poder. El cuadrado sintetiza la violencia de aquel que detenta un poder hiriente, recibiendo, como símbolo, al visitante que habrá de transitar por ella para entrar al Museo y que se espera no lo comprenda. La hiperintelectualización del hecho artístico es el golpe al espectador para menospreciarlo.

Ese cuadrado y esa concepción, así como el arte metamoderno mismo, baja y rompe aquella estatua que el tiempo no había podido tirar abajo, y busca su naturaleza en sí misma a través del gesto violento de negarle realidad al mundo exterior… o transformar su realidad en una búsqueda de ser “trending topic” en las redes, caiga quien cayera en el camino. Pero en El cuadrado, la realidad devuelve esa violencia.

Por eso, El cuadrado se resume en una serie de episodios que llevan de la risa a la incomodidad y que contraataca desde una verdad que tanto golpea como hace reír y reflexionar. El cuadrado está de nuestro lado como película, pero busca desvelar su presencia violenta en la brutalidad del lado del “culto” intraducible, exponiendo la conexión entre ambos mundos y explicando de un modo magnífico que si la segregación de una porción de la realidad se hace por la vía violenta —bloqueando con códigos absurdamente secretos la entrada a la caverna de arte—, la matriz comunicacional por sí misma —y también de un modo traumático— pondrá las cosas en su orden debido… y esto es así porque cada vez que la tela tiemble, la araña de la verdad hará, infalible, su implacable trabajo.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: The Square (2017), del realizador sueco Ruben Östlund.