[Ensayo] «Columbus»: La arquitectura como aliento de la armonía humana

Una bella y calma mirada nos ofrece el realizador norteamericano de origen surcoreano Kogonada, en su primer largometraje de ficción, y el cual adopta simbólicamente el nombre de la ciudad capital de Ohio en los Estados Unidos, debido a los edificios de estilo modernista que en gran cantidad, esa urbe cobija.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 18.6.2021

«La armonía es creadora y a la vez ha de ser creada».
Raimon Panikkar

Una bella y calma mirada nos ofrece el realizador norteamericano de origen surcoreano en su primer —y hasta la fecha único— largometraje de ficción. Columbus (2017) toma el nombre de la capital de Ohio: allí se desarrolla esta historia de relaciones paterno filiales que tiene como telón de fondo a la arquitectura.

Porque esta ciudad de la América profunda alberga numerosas obras arquitectónicas relevantes pertenecientes a la denominada corriente modernista. Todas ellas construidas gracias al empuje del magnate local J. Irwin Miller en las décadas de los 40, 50 y 60 del siglo pasado. Edificaciones de arquitectos prestigiosos como Eero Saarinen, I.M. Pei, Richard Meier, Roberto Venturi o James Polshek.

Kogonada sublima con su arte fotográfico la belleza de esas construcciones. Son magníficos los planos tanto interiores como exteriores en los que se nos sumerge en las sensaciones que esos arquitectos quisieron provocar con sus obras.

Construcciones que en su mayoría buscan aprovechar al máximo la luz solar y dar protagonismo al espacio natural exterior —el jardín, ese nexo entre la naturaleza humana y la naturaleza toda—  mediante el uso generalizado de superficies acristaladas.

La acción transcurre a menudo en esos espacios: la casa del magnate que es ahora museo, la biblioteca Bartholomew, la iglesia North Cristian, la que fuera una innovadora oficina bancaria, el hospital de salud mental, el puente Robert Stewart…

Y esas construcciones humanas con vocación armónica actúan de alguna manera como catalizadoras de las emociones de la pareja protagonista: dos hijos mayores de edad que soportan de forma muy distinta la pesada carga paterna y materna vivenciada desde niños.

Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

Encuentro, interés

Jin (John Cho) regresa a EEUU al saber que su padre —el arquitecto Jae Yong— ha sufrido un ataque de corazón estando en Columbus a donde había acudido para dar una charla magistral. Vuelve el hijo tras muchos años de voluntario exilio en Seúl por su necesidad de alejarse de ese hombre. Y se aloja en la habitación hotelera que el padre reservó con la idea de cumplir pronto con el trámite para regresar cuanto antes a Corea del Sur.

Jin es traductor y debe entregar pronto su último trabajo a la editorial que lo contrató. Con ellos habla por el teléfono móvil en el bello jardín del hostal que linda con el de la biblioteca pública en la que trabaja la joven Casey Haley (Lu Richardson).

Ella está fumando —fuma mucho, sabremos que en su tensión entre la responsabilidad asumida y la libertad deseada— y lo oye en esa conversación incómoda. Jin le pide un cigarrillo y en ese acto minio se inicia una relación muy especial pese a —o quizás precisamente gracias a— la diferencia de edad entre ambos.

Están en jardines contiguos separados por una verja artística, Casey le comenta que lo vio en el hospital y le pregunta si es pariente del profesor porque ella iba a asistir a su conferencia. Jin confiesa que es su hijo, y ante su interés le comenta que el anciano permanece inconsciente.

Y en la puerta abierta que conecta ambos espacios exteriores hablan de arquitectura —la arquitectura que tanto atrae a ella y tanto desprecia él por el oficio paterno—, es Jin quien accede al jardín “de” ella y a su interés por la arquitectura. Así, Casey le habla con pasión del edificio de la biblioteca que es obra del modernista Eero Saarinen.

La arquitectura pues como inicio o cimiento de una relación que les llevará del conocer el alma de los edificios al conocer las heridas del alma que ambos acarrean desde la infancia. El peso que soporta ella por su madre perdida y el peso que soporta él —pese a la distancia física que no emocional— por su padre egocéntrico.

La desnudez anímica de ambos se produce lentamente, al bello ritmo de la película y en entornos armoniosos que invitan a la sinceridad y a la amable complicidad.

En una de las más bellas escenas del filme los vemos hablando —cómo no— sobre arquitectura, Casey que se extraña del interés de él por una disciplina que afirma despreciar. Y Jin que finalmente le confiesa que en realidad su interés es ella.

El silencio que sigue a esa confesión de interés real es el que hace bellísima la escena, un silencio que se siente como regalo al espectador; Kogonada enmudece el sonido por unos instantes con la intención de que prestemos atención al lenguaje del cuerpo —especialmente el de ella—: los labios, las expresiones faciales, las manos, las inflexiones corporales… Sublime.

Y siguen hablando de arquitectura y alma. Observan el hospital mental que creó el arquitecto Polshek, Casey comenta que este: “tenía la idea de que la arquitectura fuera un arte curativo. Que tuviera el poder de restaurar. Entendía que la arquitectura debería ser responsable. Así, todos los detalles del edificio son conscientes de esa responsabilidad”.

Edificación curativa en un entorno natural curativo, arquitectura consciente junto y sobre —gracias a un simbólico puente— un plácido río rodeada de vegetación. Y para abrazar a ese paisaje sanador, el uso de grandes superficies acristaladas que como se ha dicho son señales de identidad de la corriente arquitectónica modernista.

 

«Columbus» (2017)

 

Luz, transparencia, ser

Hasta los inicios del siglo XX los espacios así como las actividades y las dinámicas humanas tendían a ser escondidas tras los muros —físicos y mentales— de la protección extrema, la vergüenza y el miedo. Las construcciones abiertas al exterior y con interiores diáfanos que empezaron a aflorar en esos tiempos de posguerra mundial con corrientes como el modernismo, reflejaban un cambio de mentalidad que anunciaba nuevos tiempos.

Así lo entendió Eero Saarinen cuando creó su innovadora oficina bancaria en Columbus, Casey le comenta a Jin cómo el genial arquitecto rompió esquemas al diseñar una sucursal bursátil totalmente acristalada en los años 50, en sus palabras: “fue uno de los primeros bancos modernista de EE. UU., entrar en un banco de cristal, algo casi radical, porque en esa época los bancos debían ser como fortalezas”.

Fortalezas son —hoy en día en otras formas— los bancos que preservan los dineros y los bienes que a menudo crean miedo y distancia. Fortalezas son las mansiones de los pocos que mucho tienen. Fortalezas son los corazones de los que optan por no sentir para gozar entre los desconsuelos…

Y fortalezas son los corazones, almas, niños interiores o como se quiera denominar de las personas que han sufrido demasiado y no saben cómo sanar sus heridas.

Fortalezas, armaduras, máscaras… nombres que pretenden describir un recurso muy extendido entre nosotros los humanos en la evitación del afrontar el dolor vivenciado y poner luz a las inevitables sombras que son inherentes a nuestra condición.

Ahí —en mayor o menor medida— estamos todos, y ahí están Casey y Jin quienes se van ayudando mutuamente en el lento proceso de conocerse que les lleva a desnudarse dejando atrás sus muros defensivos.

Y en esa desnudez libre y liberadora que se expresa gracias a la empatía y el respeto del otro, nace el verdadero abrazo que sana.

La luz de la mirada amorosa de Casey y Jin que hace innecesarias las estructuras defensivas físicas y mentales que ellos han creado.

Lo traslúcido, lo diáfano, lo luminoso en su mutuo observarse y en los espacios que ellos observan.

El espacio entendido como reflejo —Coco Chanel postuló que un espacio interior es la proyección natural del alma— y como ayuda —el espacio como estructura armónica que ayuda a ordenar y sanar el alma—.

Eso es lo que le ocurrió a Casey cuando siendo adolescente encontró alivio en la contemplación de una de esas edificaciones modernistas. Le explica a Jin cómo en esa época su madre consumía drogas y encadenaba relaciones con maltratadores, y a menudo no acudía a dormir a casa lo que le preocupaba enormemente.

Ella entiende que la arquitectura puede ser —como decía Polshek— un arte curativo. Lo entiende así porque siguió yendo a ese lugar “me parecía extrañamente reconfortante”. Se lo dice a Jin mientras que con el pitillo en mano resigue el contorno rectangular de ese edificio casi como si de un mandala se tratase: “de repente el lugar en el que había vivido toda mi vida parecía distinto como si me hubiera transportado a otro sitio”.

Ahí nació su interés por la arquitectura que creció cuando conoció a una reputada arquitecta que visitó Columbus  y la cual la alentó a estudiar y le ofreció un puesto de becaria. Pero ella antepuso su autoimpuesta responsabilidad por la madre y renunció a una vida propia e independiente.

Kogonada nos muestra cómo es su vida en el hogar de la madre quien ya dejó atrás el caos en el que se encontraba, a pesar de esa mejoría casi no le habla a su hija en su —entiendo— vergüenza e incapacidad.

Es gracias a Jin que Casey va entendiendo y asumiendo el error de ese sacrificio. Es bella la escena de su liberación, la joven baila su rabia y ansias de independencia a la luz de los faros del coche. Lo hace observada por Jin y frente al que fuera su colegio. Y esa noche acaban acostándose juntos.

Ya decidida se despide de su madre, hablan más que nunca y la mujer expresa su dependencia emocional preguntándole: “¿qué haré sin tus cenas?”. Y con sinceridad acepta sus carencias históricas reconociendo llorosa que le debió ser duro crecer con una madre como ella por lo que le pide perdón.

Y la hija generosa —¡qué gran corazón el suyo!— afirma que no le fue tan duro. Casey llora al dejarla, le duele romper ese cordón umbilical antinatural.

Por su parte Jin por influencia de Casey y de la secretaria de su padre decide quedarse una temporada cerca del anciano. Ella que estaba anclada por ese cordón malsano, se va. Y él que huía inútilmente del padre que anida en sí mismo, se queda.

Dos caminos de carácter inverso que voltean en Columbus. Dos almas que parecen haber aprovechado ese encuentro en la ciudad de la arquitectura modernista. Dos personas que tienen la oportunidad gracias a ello de reiniciar su vida sin tanta carga heredada.

Y la simbólica imagen del bello puente Robert Stewart que concluye el filme, Casey cruza hacia la inmensidad exterior desde la asunción de su libertad. Y Jin quien cruzó previamente ese puente en su regreso a EE. UU. y que ahora valerosamente decide permanecer en la inmensidad interior que le liga al padre.

 

*A Joan, amigo y arquitecto del alma.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Columbus (2017).