[Aniversario de «Cine y Literatura»] «La noche»: Nace la leyenda de Michelangelo Antonioni

Con este ensayo interpretativo en torno a las claves artísticas, estéticas y audiovisuales del segundo largometraje de los filmes que componen la trilogía de la incomunicación debida al inmortal maestro de Ferrara, damos comienzo a las celebraciones por el cuarto cumpleaños de esta plataforma periodística.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 13.8.2021

«Amo la noche sublime que hace aflorar el pensamiento íntimo, abriendo los cielos a los secretos del alma que olvidamos durante el día».
Camille Flammarion

A la pregunta “¿Existe la noche?” que formulara Paul Verlaine, nuestra respuesta podría ser otra pregunta: ¿Hasta qué punto existe en verdad el día? Aunque nuestro psiquismo esté más alerta y nuestros sentidos abocados a atender múltiples sensaciones mientras dura la luz diurna, cierto es que el solitario aroma que asciende al abrir un libro viejo nos conmueve con una intensidad diferente y mayor en la hondonada de la noche. Todo se vuelve más sincero en las horas nocturnas.

Las sombras que de día sólo matizan la luz del sol y sus múltiples reflejos, adquieren peso y sentido propios. De noche, el Universo se muestra en su triste, fría y verdadera altura. Y cuando las campanadas del reloj ya son escasas, se descubre el verdadero tamaño de nuestra sombra, vencida y sincerada por la inmensidad del cielo.

Una prisión de estrellas retendrá esa cerrazón del alma y veremos que, en verdad, estamos hechos de oscuridad nocturna. Nuestros jardines serán flores incoloras en la permanente tenebra de nuestra carne, sangre y huesos que no verán la luz si no es a través de la herida…

El sol, desde su amanecer, es una esfera que rueda hacia el pozo inevitable de la noche donde todo se desnuda… aún nuestras almas. Y especialmente nuestras almas. Y donde nuestros ojos buscarán el magro consuelo de un candil, de la farsesca luz de la calle o —si tenemos suerte— del frío e inmóvil mensaje de las estrellas.

Como el sol, así rueda el guión de La notte, filme de Michelangelo Antonioni, de 1961. El drama pequeño burgués del escritor Giovanni Pontano (Marcello Mastroianni) y su mujer Lidia (Jeanne Moreau) viene rodando desde la luz del día rumbo al abierto cuenco nocturno.

 

Una puesta en escena magistral

La notte es la segunda película de la recordada producción de Antonioni llamada “trilogía de la incomunicación”, iniciada en 1959 con La aventura (L’avventura) y culminada en 1962 con El eclipse (L’eclisse). La película sigue el camino simbolista del Bergman previo al tiempo en que éste se topara con La infancia de Iván —también del 62— de Andrei Tarkovski y su León de Oro en el Festival de Venecia.

El tema de esta trilogía es la “incomunicación” en las relaciones de pareja: ese hastío nacido de la soledad y la amenaza del desamor y el aburrimiento burgueses que emergieron tras la Segunda Guerra Mundial, especialmente sentida en aquellas naciones que se vieron demolidas por los bombardeos.

El de Antonioni es un cine plúmbeo al que hay que extraerle la dinamicidad como parte del trabajo del espectador. Por su lado, la puesta en escena de La notte es verdaderamente magistral, oscilando entre lo envolvente y lo liberador de aquellas criaturas que la actúan, en un preciso y obsesivo manejo arquitectónico de la imagen, con el apoyo de la fotografía en blanco y negro de Gianni di Venanzo y su aprovechamiento al máximo de los contrastes.

En la historia se describe el alejamiento amoroso de una pareja de esposos de clase media (Moreau y Mastroianni), quienes se presentan al inicio del metraje visitando al mutuo amigo Tommaso Garani (Bernhard Wicki), enfermo de cáncer y ya moribundo.

Imperceptiblemente, la muerte se había instalado junto a la cama del enfermo, como una gran noche a plena luz del día y que Lidia ya no puede soportar. Yéndose, ella inicia la segunda parte que anima el filme: la del paseo.

De hecho, el preciso armazón de la cinta (introducción, paseo, noche y fiesta y desenlace) encastra con ese escenario que para Antonioni permanecía oculto dentro de la presentación clásica del cine de los 50: el espacio mental del propio ambiente urbano: muerte, violencia, empatía, sorpresa se hacen presentes en la arquitectura de la ciudad.

Arquitectura desolada que, para Antonioni, termina siendo más un síntoma de la mente del Hombre que un producto de ella. El manejo de lo arquitectónico es la presentación como metáfora de aquella “incomunicación” desganada y desabrida que cunde entre los personajes.

El travelling vertical de la introducción nos lleva al entramado de muros, vigas y cristales que arman al Milán moderno… aquel Milán moderno del que diera cuenta el analista de cine español Domènec Font Blanch: “Prototipo de ciudad moderna de cemento, metal y vidrio. Un desierto de líneas geométricas, casi abstracto…”.

Esta ambientación visual acompaña más los caminos interiores, y por ello más abstractos, de Lidia. Su búsqueda sin dirección ni objeto se refleja en su sonrisa a un empleado que come en la vía pública o a un par de amigos que pasan junto a ella riendo; su interés por unos muchachos que juegan con cohetes, su miedo ante una pelea callejera o la multitud que no la percibe, van signando ese misterio vacío de significado que es el mundo urbano: es un hombre cualquiera el que come; son muchachos sin nombre los que encienden los cohetes, los que se pelean y los que caminan.

Lidia pasea en la nada, a pesar de que todo está lleno de imágenes y sonidos definidos por la luz del día. De algún modo —siempre simbólico e impreciso— la oscuridad de la noche está siempre presente e invisibiliza y colma de secretos todo aquello que rodea a la mujer.

Y esto de un modo directo, como en el mismo paseo, o indirecto cuando surge la historia del incidente sexual del comienzo, cuando una paciente psiquiátrica del hospital —ninfómana— logra atraer a su habitación a Giovanni… y aunque él lo confiesa abiertamente a su mujer, desde ese momento nacen los celos y la perspectiva de perderlo en esa red de bohemios e intelectuales a la que pertenece y que lo reclama.

La crisis de su matrimonio ya no tiene la tangibilidad de un hecho sino, más bien, la hechura imperceptible e impalpable de una conjetura… máxime, si se enfrentan el estado anímico interior ante la vista de un entorno aplastante por hueco: los personajes, en el cine de Antonioni, caen en el tiempo muerto y en el vacío del espacio y se hunden en lo incierto.

Y es entonces así que también caen en la nocturnidad de la noche… en la oscuridad de lo oscuro… aunque todavía quede algo de luz en el cielo.

 

«La noche» (1961)

 

El aislamiento abrumador

El mundo omnipresente y no visible (¿la noche?) sigue con su trabajo de indiferencias controladas: desde la ventana del hospital que cobija al moribundo, un helicóptero distrae a todos hacia la vastedad de una ciudad muda, y apenas si se lo ve por la ventana.

Y cuando Lidia ya está en pleno paseo, aviones a reacción le dejan la curiosidad, como otra ventana del conocimiento abierta hacia la falta de significado, hacia lo insignificante: sólo es sonido que la atrapa en la enorme jaula en la que nos creemos libres… metáfora que recuerda, con significado análogo, a los aviones preapocalípticos que se oyen invisibles en El sacrificio de A. Tarkovski (1986).

Lidia trabaja para sí su visión de todo a través del deterioro de las estructuras y el abandono del mundo. Para muchos analistas, cuando ella se detiene ante una niña solitaria que llora y luego ante lo que fuera un presuntuoso reloj que yace ahora roto y sucio —y en el infierno de los relojes, que es el olvido— y su mano arranca trozos sueltos de una chapa oxidada, estamos en un punto central del relato: enfrenta la piel de lo real.

La búsqueda de Lidia ya no sólo es una búsqueda de completud sexual, sino también una confirmación de clase, porque ella, que era de la clase alta, descendió a la clase media por amor a Giovanni, a quien mantiene, y que ahora descubre que caerá hacia la noche social de la clase baja, si termina perdiendo a su esposo.

Rodeada de la luminosa visión de lo popular, quiere entrever la posibilidad de una salida y hasta de cierta rebeldía, sonriéndole a los desconocidos o enfrentando pasiones violentas. En su paseo el mundo se le torna fálico, en una rebeldía a la cual termina renunciando.

Mientras, en el otro extremo del montaje y en paralelo, Giovanni deambula como prisionero en su propio departamento… prisionero del departamento y de su aislamiento abrumador, vigilado a la distancia por otros enjaulados como él.

 

El refugio uterino de lo infinito

Están invitados a una fiesta en la villa Gherardini, pero antes pasan por un cabaret. Una pareja de negros lleva adelante un número de danza y desnudo. Un erotismo refinado con algo de cirquero donde la mujer realiza proezas con su cuerpo y una copa de vino: a veces parece que la nada necesitara de alguna oquedad de sentido para encontrar refugio al frío nocturno que le es propio.

La noche ha dicho presente y la pareja llega al palacio Gherardini.

En esa noche se desbordan las risas, los negociados, las pequeñas tragedias. Para diversos observadores y estudiosos de Antonioni, se encuentra en la fiesta, en su enjambre variopinto de ridiculeces por excesos y por defectos, un argumento para redimirse de aquellos que acusaban al ferrarense de poco comprometido con las cuestiones contrarias al capitalismo extremo.

Pero también podemos ver en la noche que los incumbe, en el corte de la electricidad, en la lluvia y en la piscina, la emanación del Hombre frente al refugio uterino de lo infinito.

Si para Borges la oscuridad era la sangre de las cosas, en la mujer que sobreactúa su excitación ante una estatua del fauno o en las conversaciones de los potentados, lo que vemos es una verdadera hemorragia de lo que el Hombre guarda para sí mientras el sol lo vigila.

Pero la noche abre los armarios, los cofres y los ataúdes de los sentimientos. Los fantasmas levantan vuelo y Giovanni, en alas de uno de ellos, busca la aventura con Valentina, la bellísima Mónica Vitti, hija de los dueños de casa. Sus juegos de luces y sombras, de mosaicos blancos y negros, de días y de noches, resumen la futilidad de su propia vida anclada a la marcha del tiempo.

En tanto, Lidia insinúa por otro camino su búsqueda amorosa con un extraño y un viaje espectral en auto, bajo una lluvia que, como la aventura que protagoniza, es totalmente estéril… Y de pronto, nos encontramos con Valentina, y tras ella, la luz del amanecer que entra por un ventanal y que nos sorprende. La danza macabra ha llegado a su fin.

Valentina con un breve gesto apaga la luz de la habitación y vuelve a ser una silueta negra recortada sobre la claridad matinal. Ella se queda con toda la noche para sí. Dueña de los sortilegios misteriosos de lo nocturno, libera a Giovanni y a Lidia para que inicien su viaje de retorno a la ficción solar de la que partieron y a la que pertenecen.

 

«La noche» (1961)

 

Un sol demasiado masculino

La muerte de Tomasso en el hospital ocurrida durante la fiesta; haberlo visto a Giovanni besar a Valentina; mirar desde las alturas los restos de la bacanal en las migajas de la corte italiana, es la señal de que bajo la luz, todo está acabando…

Acaba esa orgía litúrgica, liberada de la vigilancia implacable del sol por la noche y de la que hubo de querer formar parte y partido la pareja. Una luz que los muestra, ahora, tal cual son: Giovanni como la muerte del amor y Lidia como la víctima de aquella “incomunicación” a la que hace referencia la tríada de Antonioni.

Bien sabemos que tal “incomunicación” es una patología: lo que duele de la presunta incomunicación es la imposibilidad de dejar de comunicarse: he ahí la tragedia de La notte: estar presentes siempre uno ante el otro, el pájaro enjaulado frente al pájaro suelto que busca algo en su paseo… algo… lo que sea… hasta le ofrecen en la calle un sitio para potenciales amantes, confundiéndola con una buscona.

Estar presentes entre sí, más comunicados que nunca, sabiendo del desamor que los enlaza: tal la angustia que aturde. El varón como un ser sin profundidad, puro intelectualismo, incapaz de entender el sentimiento, y la mujer siempre más sensible.

El propio Antonioni lo declara: “Encuentro que la sensibilidad femenina es siempre el mejor filtro para lo que quiero expresar; mientras que el hombre es incapaz de sentir la existencia de lo real”. Y en efecto, Lidia lo entiende todo mejor que Giovanni.

En la lasitud de un campo de golf, Lidia lee una carta que guardaba en su bolso. Giovanni le pregunta de quién es… pero no reconoce que se trata de sus propias palabras: ya todo es inútil. A esta altura, nos damos cuenta que es muy probable que la mujer sea más perceptiva porque sólo en ella es posible que nazca la noche humana.

La mujer, bajo el útero cósmico de la nocturnidad, encuentra su equivalencia simbólica en el útero de su propio cuerpo. Es la única que puede negarse a sí misma para entregar en sagrada ofrenda, a otro ser humano a los pies del sol. Y es así que da a luz para que el nuevo ser encuentre por sí mismo su camino hacia las sombras, que es también el camino de la muerte.

El varón, en cambio —y como Anaxágoras— llega al mundo sólo para ver el sol… La mujer, por su lado, sólo es mujer en su sombra… Ella es la noche.

Por fin, quedan besándose tirados en el suelo, en un abrazo forzoso y negándose mutuamente. La metáfora se cierra como una trampa de luz y oscuridad: la pareja va quedando de lado, abatida, y la cámara barre suavemente en una panorámica lateral, para dejarnos, otra vez más, la mentira de un sol demasiado masculino para entender la cedente entrega que desde sí nos brinda la noche.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: La noche (1961).