Cine trascendental: «La terminal», de Steven Spielberg: Ante el mundo del control y las normas absurdas

El popular y exitoso director estadounidense nos ofrece este filme basado en hechos reales en torno a un hombre atrapado en un aeropuerto a causa de un vacío legal. La obra invita a reflexionar sobre la complejidad y a menudo absurda estructura de las reglamentaciones, y a pensar sobre la creciente rigidez en el control de las personas y la no libertad de nuestro mundo falsamente libre.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 5.5.2020

 

«La manera de lidiar con un mundo sin libertad es llegar a ser tan absolutamente libre que tu misma existencia sea un acto de rebelión».
Albert Camus

 

Preliminar

Para aquellos lectores que no hayan visto este filme y quieran hacerlo: quizás sea mejor leer este artículo tras su visionado dado que en él se explican detalles esenciales de su argumento (incluido el final).

 

Atrapado en el absurdo

La acción se desarrolla en el aeropuerto Jhon F. Kennedy de Nueva York, se nos muestra el ajetreo de gentes y especialmente el estricto control de entrada para los ciudadanos extranjeros. Un control a cuyo mando está Dixon (Stanley Tucci) el astuto y estricto director de aduanas de la terminal a quien nada ni nadie se le escapa. Un control el suyo que se sustenta en las complejas normas legales que rigen en su país —y desafortunadamente en casi todo nuestro mundo—, y las cuales él conoce al dedillo y aplica con sumo rigor.

Viktor (Tom Hanks) es un ciudadano de un país del este a quien le confiscan su pasaporte y el billete de regreso. Lo vemos en el despacho de Dixon, allí el director —con su colección de peces como decoración, un guiño de Spielberg a su gran dedicación a la pesca de personas y enseres— le informa que mientras volaba hubo un golpe de Estado en su país y su pasaporte ya no es válido, asegurando que necesitaría que el gobierno de EE.UU. reconociera a ese nuevo gobierno: “usted es inaceptable”, concluye Dixon sonriendo en actitud indiferente y cínica. Nula empatía la suya.

En esa conversación que tanto marcará a Viktor está también presente Mulroy el jefe de policía (Chil McBride), los dos funcionarios saben que ese hombre no los entiende al comprobar que desconoce el idioma inglés, y comentan que no ha llegado el intérprete —sabremos que nunca llega, no hay voluntad de entender— pero no tienen reparo en proseguir sin esa necesaria colaboración. O la desafortunada y común prepotencia del poder, en este caso del país poderoso que exige —no de forma directa y clara— el conocimiento de su idioma, triste.

Dixon —ese funcionario que encarna la prepotencia del poder— acompaña a Viktor a la sala de tránsito internacional informándole que allí reside su “libertad”. En el supuesto país de la libertad, en la ciudad que alberga la Estatua de la Libertad, un director de aduanas tiene el cinismo de vender una cárcel como libertad. En esa sala sólo hay libertad para comprar, patética “libertad” esa que Spielberg parece mostrarnos como reflejo de nuestro mundo consumista, un mundo que tiende a enarbolar la libertad de compra como si fuera libertad de ser.

Viktor entiende que tiene que esperar y confía —así es él— en que Dixon buscará una solución a su situación. Pronto toma conciencia de la nueva realidad de su país al ver las noticias en los múltiples monitores de esa sala. Lo vemos desesperado intentando llamar por teléfono a los suyos sin que nadie le ayude, la gente pasa de él, la gente está tan de paso como la sala. El pasar, esa triste realidad de la sociedad de las prisas y los asuntos propios.

Y pronto también Viktor toma conciencia de que Dixon no está por la labor de solucionar su situación, más bien todo lo contrario, parece disfrutar con su encierro. Al director le incomoda ese hombre de corazón que es su antítesis y hace todo lo posible para hacerle la vida difícil, incluso pretende engañarle para que lo detengan fuera de sus dominios (él no puede hacerlo según las omnipresentes normas que rigen su estricto hacer y vivir). Pero Viktor se mantiene en su autenticidad —no se vende— y sobrevive a todo. Poco a poco nuestro protagonista va haciendo amigos entre el personal de la terminal e incluso consigue trabajo como operario de reformas con un buen salario, hecho que irrita aún más a Dixon, quien siempre está observándolo, y controlándolo desde su sala de monitores.

Hasta que un día el manipulador necesita al controlado, Dixon se rebaja a pedirle ayuda como traductor; la grandiosa terminal del control y sus pies de barro, su total falta de empatía para todo aquel que no habla el idioma del imperio del consumismo hace que nunca haya un intérprete que facilite las cosas al extranjero. Y Viktor hace de traductor de otro hombre del este atrapado en la sinrazón de las normativas, quieren confiscarle unos medicamentos para su padre enfermo en Canadá y para evitarlo Viktor afirma que no son para el padre sino para una cabra, así el hombre puede salir del país con ellos.

La cabra, ese animal de comportamiento alocado; la cabra entiendo como imagen de la locura que supone seguir las complejas normas que rigen ese aeropuerto, que rigen nuestro mundo. En este sentido me viene a la mente la actualidad de España y su embrollada “desescalada” del confinamiento por el Covid-19, los ejemplos de complejidad son desafortunadamente habituales en todas las reglamentaciones.

Pero Dixon sabe que Viktor le engaña y lo bloquea contra una fotocopiadora amenazándole, Spielberg nos muestra como la fotocopiadora no para de sacar copias de su mano. La penosa escena la presencia un político amigo de Dixon quien le comenta que es necesario ser tolerante con las normas y estar más por la gente, concluyendo su consejo con un: “la gente, la compasión, en esto se basa este país”. Quizás se base en esto EE.UU. y ojalá fuera así siempre tanto en ese gran país como en todo nuestro mundo: muy distintas serían las cosas si así fuera.

La noticia de lo ocurrido corre, Viktor es considerado un héroe por todo el personal del aeropuerto, su mano preside todas las tiendas. La simbólica mano abierta de Viktor, la mano tendida que él siempre ofrece frente al puño cerrado del enfrentamiento que otros prefieren. La bella cita de Elias Canetti lo expresa claramente:

Mano tendida, mano que hace. La mano alcanzó su perfección allí donde renunció a la violencia y al botín. La verdadera grandeza de las manos está en su paciencia.

Así es Viktor, un hombre auténtico que demuestra una gran paciencia en su larga espera. Viktor sabe sortear las dificultades, sabe ser creativo buscando soluciones a cada impedimento y lo que considero más importante: sabe respetar incluso a quien no hace méritos para ello. Su forma de ser, su actitud hará que pueda salir de ese absurdo encierro.

 

Tom Hanks y Catherine Zeta-Jones en «La terminal» (2004)

 

El poder de la autenticidad

Viktor conoce a Amelia (Catherine Zeta-Jones) una azafata que le atrae. En una escena muy lograda lo vemos “probándose” ropa aprovechando su reflejo en el aparador de una tienda y saliendo ya con su compra. Por esa mujer, lo que sea. Es bella —en humanidad, en amistad y amor—, y surge la secuencia en la cual los operarios amigos conducen —mediante impedimentos propios de sus tareas— a Amelia hasta el reluciente Viktor trajeado.

Los vemos en la noche sin actividad cenando en una mesa improvisada con vistas a las pistas, sus amigos les sirven gustosos. Amelia le confiesa que lleva años esperando que un piloto que le gusta se comprometa con ella. Y él le explica que vive allí y también espera. Los dos pendientes de sus bíper esperando una llamada. Fruto de esa toma de conciencia, deciden lanzar sus controladores —sus bíper— al unísono hacia la simbólica pista de aviones sintiéndose cómplices en su deseada liberación.

Pero desafortunadamente Amelia no tendrá el valor de liberarse de ese hombre que nunca se compromete. En cambio Viktor —aunque desanimado por la cobardía de la azafata— consigue su libertad deseada gracias a la resolución del conflicto en su país y a pesar de la pertinaz actitud de Dixon. El director le entrega su billete y su pasaporte, pero no le permite entrar en EE.UU. Viktor quiere ir a Nueva York por una promesa a su difunto padre, pero se ve obligado a desistir ante el chantaje de Dixon quien asegura que denunciará a sus amigos por distintos motivos.

Y estos no entienden que Viktor renuncie a su promesa y regrese a su país, lo sabrán gracias a un policía que explica la verdad al más dolido de ellos. El hombre sale a pista y detiene el avión de Viktor antes del embarque, lo vemos chillar y gesticular a su amigo que lo observa desde la sala, de inmediato un gran —y absurdo— dispositivo policial lo rodea y por megafonía avisan de la demora del vuelo.

Viktor que lo ha entendido —ha comprendido que ese hombre está dispuesto a ser deportado por él, para que cumpla su promesa— se dirige a la salida escoltado por ese policía cómplice y seguido por sus amigos. Todos los empleados de la terminal se añaden a la comitiva animándole y agasajándole con regalos.

Y llega al control de salida, allí encuentra un cordón policial ordenado por Dixon, pero Mulroy —desafiando a su superior— lo deja pasar deseándole buena suerte. Viktor sale al exterior recibiendo el aire nevado con placer. Y ve a Amelia allí fuera, se miran, se sonríen. Él por fin libre, ella aún presa. Dixon —otro preso, preso de su rigor en el control— que desiste de ordenar su captura, desiste —a mi entender— al verse sólo en su inflexibilidad.

Nuestro protagonista va directo a cumplir su promesa. Su padre coleccionaba autógrafos de músicos de jazz, le faltaba uno y para lograrlo él ha viajado hasta Nueva York. Lo vemos en el local donde ese saxofonista toca, allí lo escucha por su padre, allí llora emocionado. Y de allí sale con el autógrafo que guarda junto a los otros en la caja que tenía el padre y que le ha acompañado en ese absurdo encierro. Sube a un taxi y ante la pregunta del taxista responde con satisfacción “voy a mi casa”, mientras besa la caja, besa al padre.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: La terminal (2004), de Steven Spielberg.