«Civilizaciones»: El impresionante crisol literario y cultural de Laurent Binet

La nueva novela del escritor francés (Planeta, 2020) hace recordar al filme «Las invasiones bárbaras» (2003) del realizador canadiense Denys Arcand, donde su protagonista, un profesor en estado terminal, recuerda las masacres del pasado histórico, restando dramatismo a las catástrofes ocurridas durante el siglo XX, en comparación a las que sufrió el continente indoamericano, durante su conquista y colonización por parte de las potencias europeas.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 1.11.2020

«Imaginar lo inimaginable es el uso más profundo de la imaginación».
Cynthia Ozick

Dividida en cuatro partes, la última novela de Binet se ancla al género de la “ucronía”, donde se narran acontecimientos históricos desde una perspectiva hipotética, en un afán de reconstrucción que, muchas veces, busca un tipo de justicia que solo satisface a la imaginación.

¿Qué hubiera pasado si…? Esta es una pregunta recurrente y fascinante que suele surgir cuando revisitamos eventos históricos, generalmente catastróficos. Usualmente la “historia alternativa” es vista como un subgénero de la ficción histórica, entrelazada con elementos de ciencia ficción. Cada cual tiene una idea, un sueño alternativo para las historias que nos han acompañado, sean estas grandes transformaciones sociales o simples anécdotas personales.

En un nivel híper literario, la necesidad de imaginar una salvación (irrecuperable) puede vernos en un proyecto de una exquisitez indecible, como el que concibe Cynthia Ozick con la escritura de El mesías de Estocolmo, novela que busca la recuperación de El mesías, la enigmática obra cúlmine del artista judío polaco Bruno Schulz, muy probablemente quemada por los nazis.

Su autor, eso sí lo sabemos, fue baleado por un oficial nazi, celoso de la protección que le brindaba otro nazi, admirador de sus dibujos. La vendetta se resume en la cruel declaración del impune asesino, en el gueto polaco de Drohobycz: “He matado a tu judío”.

En la imaginación de Ozick el manuscrito es disputado por una serie de impostores: ficción. Es una forma de hablar de lo que no podemos recobrar; de lo terrible que fue destruir el legado de un genio literario.

Pero la novela es sobria en su alcance y no se engolosina con ninguna acrobacia megalómana. (Ozick ya se arriesgó y arrepintió por ficcionalizar la debacle inenarrable en un campo de concentración, en su más conocido relato, “El chal”).

En las últimas páginas de El mesías de Estocolmo nos enteramos del trágico destino, envuelto en el olor de cebras siendo quemadas: una metáfora que nos habla de letras negras sobre una hoja blanca extinguiéndose en las chimeneas nazis. La ilusión deviene desilusión.

Cuando la búsqueda de una alternativa es exorbitante, podemos dejarnos llevar hacia la expansión mesiánica, como ocurre, por ejemplo, en el filme de Quentin Tarantino, Bastardos sin gloria, donde la representación de los judíos sufre un vuelco que los transforma en crueles vengadores y los lleva a utilizar métodos cuasi nazis.

En una conocida escena Hitler es acribillado y baleado hasta que su cuerpo queda hecho un trapo. Pero todos sabemos que las cosas no ocurrieron así. Las fantasías de asesinar a Hitler, de torturarlo, etcétera, siguen siendo eso: fantasía. Un ajusticiamiento en la pantalla no es más que un placebo frente a la terrible realidad que nos avasalla y extingue: ilusión inflamada de euforia.

Y, sin embargo, es un motivo de contento vislumbrar una alternativa que surge de la mente creativa. Esas son las reglas de la ficción, su dominio y su autoridad.

En Civilizaciones, Binet se vale de otra catástrofe sin precedentes: la colonización española en modo revertido. En la primera parte, tenemos la gestación de un mito (a partir de la nominación de Groenlandia): “La saga de Freydis Eriksdottir”, donde se plantea la noción de viaje como gusto, así como la barbarie que la acompaña: muertes, matanzas de esclavos, invasiones y comercializaciones.

La segunda parte, constituida por entradas del diario de Cristóbal Colón, comienza en el año 1492, y en él la figura de Dios es omnipresente, necesaria y estratégica: “Gracias a Dios, el aire es tan suave como en abril en Sevilla…”, leemos.

Dios, en su faceta cristiana, cumple más de un objetivo y viene de perilla como argumento monetario: “Aquí, como en todos los lugares que he descubierto y espero descubrir antes de retornar a Castilla, proclamo que toda la Cristiandad hallará gran negocio, especialmente España, a la que todo debe ser sometido”.

El vínculo pecuniario transita, asimismo, paralelo al acercamiento a ese exótico “otro”, representado por el universo indígena en el que Colón se adentra. Su sorpresa es máxima al interactuar con una jerarquía que le resulta altamente desconcertante: “… fui recibido por un indio al que los otros llamaban cacique y a quien tengo por el gobernador de esta provincia, después de ver el respeto que los suyos le muestran, pese a que todos van enteramente desnudos”.

Colón manifiesta su deseo de permanecer en esta tierra, a través de sus escritos, un legado que reputa inapreciable. Él le pide al señor que proteja sus escritos, ya que ellos servirán como testimonio de su invaluable misión. Su honor está en juego; sus bienes y su linaje. Su labor como enviado no puede ser ignorada.

Aunque manifiesta fe, clama por un tipo de misericordia, pues se halla entre gente mala, “mala gente que, para mi desgracia, me rodea y me ha llevado a perderme con ella en estas tierras abandonadas por Dios”. Colón no queda bien parado en esta representación. Al contrario, se le muestra distante, advenedizo, oportunista.

La tercera parte, que es la más extensa, se titula “Las crónicas de Atahualpa”, y en ella Binet se sumerge en las posibilidades de la ucronía: el rey inca Atahualpa, en un vuelco alucinante, consigue rescatar las carabelas y viajar al viejo continente con un grupo de fieles. Entonces, el proselitismo que conocemos y del que somos víctimas (el cristianismo latinoamericano) se transforma en una expansión sin precedentes: el soleado legado inca es el que se propaga por Europa, con Inti como deidad.

“El cuerpo de Atahualpa fue embalsamado y llevado a Andalucía. Sus funerales duraron un año, según la costumbre de los incas”, leemos al finalizar esta sección de la novela. El epílogo carga una ironía: “Su momia tiene desde entonces un lugar destacado en la catedral de Sevilla, al lado de su viejo rival, Carlos, y de su esposa, Isabel”.

La cuarta parte es un juego que se inicia con la figura de Miguel de Cervantes: “En un barrio de Madrid de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía, no hace mucho tiempo, un albañil, de esos que son hijos de labrador, tienen la dote de una joven esposa tan bella como robusta y la suficiente fortuna como para tener al alguacil, al sargento y al alcalde en el bolsillo”.

Este albañil, se nos explica, tiene una discusión con un joven del barrio, “que respondía al buen nombre de Miguel de Cervantes Saavedra”. La descripción que se hace de la mítica figura es una forma de enarbolar su misterio, su encanto:

“El joven, que no tenía veinticinco años, era de bella estampa, buena educación, estaba prendado de la poesía, con la cabeza un tanto atiborrada de las obras de Lope de Rueda y, según la opinión de cuantos lo conocieron, aunque fuese un poco tartaja, encantaba infaliblemente a cualquiera que se le acercaba”.

Un estrambótico escenario se gesta aquí y, en él, se cruzan los nombres de El Greco y de Michel de Montaigne.

Cervantes y El Greco son, después de giros inesperados, enviados a América, donde se necesitan ejemplos como el de ellos, en las áreas de literatura y pintura. En los párrafos finales vemos a Cervantes cruzando “la mar océana”, rumbo a Cuba, maravillado con el exótico paisaje, donde conviven lagartos y zopilotes. Allí, Cervantes: “creyó que todas aquellas criaturas eran fantasmas de esa isla encantada, y que sin ninguna duda él mismo también lo era”.

Leyendo esta novela recordé la impresionante película del canadiense Denys Arcand, Las invasiones bárbaras (2003), donde su protagonista, un profesor en estado terminal, recuerda las masacres del pasado histórico, restando dramatismo a las catástrofes ocurridas durante el siglo XX.

Argumenta que en el siglo XVI españoles y portugueses se las arreglaron para aniquilar, sin cámaras de gas ni bombas, 150 millones de indios en Latinoamérica. ¡Con hachas! Y con el apoyo de la Iglesia. Y agrega que este ejemplo fue emulado por holandeses, ingleses y franceses, luego americanos, consiguiendo carnear otros 50 millones. O sea, 200 millones de muertos.

Rémy, el profesor, enfatiza: “La gran masacre histórica ocurrió aquí mismo. Y ni el más mínimo museo holocaustico. La historia de la humanidad es una historia de horrores”.

 

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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).

Ha publicado las novelas Dos cuerposRéplicasNuestros desechosNo me ignoresCardumenSi ellos vieranConcepcionesSinestesia, y Dame pan y llámame perro; y los volúmenes de cuentos Frivolidades y Espectro familiar, y la novela bilingüe En la isla/On the Island. Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

«Civilizaciones», de Laurent Binet (Editorial Planeta, 2020)

 

 

Laurent Binet

 

 

Nicolás Poblete Pardo

 

 

Imagen destacada: Grupo Planeta.