[Crítica] «Acariciando el aire»: La tragedia en la cual estamos sumidos

Si en el poemario anterior de Cristián Brito Villalobos —titulado «Todo es sobre la muerte»—, se está de lleno en el dolor que genera la presencia de una pérdida ineludible, en este libro que ahora nos convoca, el autor chileno quiere dar vuelta la página, mostrando, como en una confesión implacable, que si no es imposible al menos es muy difícil hacerlo.

Por Cristián Vila Riquelme

Publicado el 13.2.2023

La poesía de Cristián Brito Villalobos forma parte de esas cosas que nos remecen definitivamente, porque son fulgores, destellos, intuiciones que nos acechan a la vuelta de un gesto o de una palabra, inesperada pero necesariamente, y que son esto que somos.

En otras palabras, existe aquello que llamamos la condición humana y de la que ineludiblemente y fatalmente formamos parte.

Así, el gran escritor francés del siglo XIX, Victor Hugo, en su bellísima novela Notre Dame de París, nos informa de una palabra tallada en uno de los muros de las torres de dicha catedral: la palabra, escrita en griego antiguo, Ananké. Narra Victor Hugo:

Cuando hace algunos años el autor de este libro visitaba o, mejor aún, cuando rebuscaba por la catedral de Notre Dame, encontró en un rincón oscuro de una de sus torres, y grabada a mano en la pared, esta palabra: ‘ANAΓKH.

Aquellas mayúsculas griegas, ennegrecidas por el tiempo y profundamente marcadas en la piedra, atrajeron vivamente su atención. La clara influencia gótica de su caligrafía y de sus formas, como queriendo expresar que habían sido escritas por una mano de la Edad Media, y sobre todo el sentido lúgubre y fatal que encierran, sedujeron, repito, vivamente al autor.

Se interrogó, trató de adivinar cuál podía haber sido el alma atormentada que no había querido abandonar este mundo sin antes dejar allí marcado (en la frente de la vetusta iglesia) aquel estigma de crimen o de condenación. Más tarde los muros fueron encalados o raspados (ignoro cuál de estas dos cosas) y la inscripción desapareció. […].

Así pues, fuera del frágil recuerdo dedicado por el autor de este libro, hoy no queda ya ningún rastro de aquella palabra misteriosa grabada en la torre sombría de la catedral de Notre Dame; ningún rastro del destino desconocido que ella resumía tan melancólicamente.

El hombre que grabó aquella palabra en aquella pared hace siglos que se ha desvanecido, así como la palabra ha sido borrada del muro de la iglesia y como quizás la iglesia misma desaparezca pronto de la faz de la tierra.

Esa palabra, en griego antiguo, quiere decir: fatalidad/necesidad. Es parte de la tragedia en la que estamos sumidos y que se entronca también con el postulado heracliteano: el carácter es el destino, tanto como fatalidad que como necesidad.

Carácter, que viene de ethos, es decir, del habitar y del temperamento, nos define, de alguna manera, como esto que somos. Esa condición humana de la que hablábamos recién y que podemos, perfectamente, definirla como una ananké.

El mismo Victor Hugo, en su novela Les travailleurs de la mer, nos aclara aún más ese concepto:

Religión, sociedad, naturaleza; Estas son las tres luchas del hombre. Estos tres conflictos son, al mismo tiempo, sus tres necesidades: es necesario que crea, de ahí el templo; es necesario que él cree, de ahí la ciudad; es necesario que él viva, de ahí el arado y la nave.

Pero estas tres soluciones contienen tres conflictos. La misteriosa dificultad de la vida surge de los tres. El hombre tiene que lidiar con obstáculos bajo la forma de superstición, bajo la forma de prejuicio y bajo la forma de los elementos.

Una triple «ananké» pesa sobre nosotros, la «ananké» de los dogmas, la «ananke» de las leyes, y la «ananke» de las cosas. En Notre Dame de Paris el autor ha denunciado la primera; en Les miserables ha señalado la segunda; en este libro (Los trabajadores del mar) señala la tercera.

Con estas tres muertes que envuelven al hombre se mezcla la fatalidad interior, ese anarquismo supremo, el corazón humano.

 

El dolor y la ausencia se nos pegan en el cuerpo

En el decir acariciando el aire (y que da título a este poemario, pero que sobre todo es un verso solitario en forma de pregunta, en la página 88) están contenidos, también, esos tres conflictos de los que habla Víctor Hugo, porque acariciar el aire sabemos que no alcanza a ser ni siquiera efímero (es más bien al contrario, el aire nos acaricia a nosotros, casi como un consuelo), como tampoco es algo sustantivo que podría afirmarnos.

Por eso, se podría decir que acariciar el aire es una imagen de aquello que se nos va, que se nos está yendo, de un cuerpo que está y no está, como el aire: Ella está viva/ pero no está viva, nos dice el poeta hablando de su amada (p. 57).

En su poemario anterior, Todo es sobre la muerte, se está de lleno en el dolor de la presencia de una muerte ineludible, en este poemario que ahora nos convoca, el poeta quiere dar vuelta la página, mostrando, como una confesión implacable, que si no es imposible al menos es muy difícil.

Así, el dolor y la ausencia se nos pegan en el cuerpo, en nuestros pasos y gestos, hasta en la respiración, pero forman parte de esa contradicción en la que nos hemos transformado: el mundo es hermoso pero nos duele, la vida es hermosa pero está llena de dolor, o como nos dice Brito en el breve poema, «Amor»: la soledad/ no abandona (p. 34).

Entonces nos rebelamos, blasfemamos, aborrecemos, pero teniendo siempre en cuenta el amor fati nietzscheano —hay que afirmar incluso la tragedia— porque de los tres conflictos de los que nos habla Víctor Hugo, aquel del creer o de la superstición, es el que tenemos más a mano para rebelarnos: amanece/ y Dios/ nunca existió (p. 75), nos dice Brito al final de un poema en que le pide a Dios que lo ayude a él y a su amada en este trance de muerte y sufrimiento.

Y ese conflicto se nos rebela, también, en toda su extensión en el poema «Declaración de principios y fines»: nací/ para morir (p. 36).

 

Un deseo que se lleva el olvido

Decía que este poemario, Acariciando el aire, es para dar vuelta la página de un período vital doloroso que, a mi juicio, se inicia absolutamente con Todo es sobre la muerte. El poeta que, entre todas las cosas, duda de su propia poesía y más aún cuando se ve inmerso en esa ananké de la que se habló antes.

Porque la tentación de no escribir más es muy grande —incluso se constata la impotencia de escribir—, ha plasmado una confesión descarnada de lo que esa ananké nos causa en nuestras vidas pasajeras y, por eso, este poemario nos remece, porque es la prueba tangible de nuestra condición humana, donde lo inexplicable, lo indecible, lo inabarcable, la lucidez y la impotencia, son esto que habitamos, ese carácter del que nos habla el viejo Heráclito, y que el poeta nos lo reafirma en el poema «Mientras el niño duerme» (p. 40) con los versos siguientes: la felicidad es privilegio de la inocencia/ la esperanza un deseo que se lleva el olvido.

Quisiera terminar con un poema que, para mí, es una verdadera joyita, y donde, se podría decir, está contenida esa ananké, el dolor por la pérdida de la amada y por la huerfanía en la que siempre terminamos, y, por supuesto, en el que está contenido este poemario en su totalidad:

El colibrí
deambulaba por calles oscuras
los árboles eran gigantes
con miles de brazos
esperando cobrar venganza

en la vereda hay algo verde
es un colibrí
su cuerpo yace en el suelo
lo miro
sus ojos abiertos
profundamente negros
apuntaban al vacío

la oscuridad de esa mañana
el preticor
y el cadáver

retomo el paso
voy al trabajo
llegaré tarde
y diré: Lo siento, vi un colibrí muerto.

 

 

 

***

Cristián Vila Riquelme es un escritor chileno, que en 1975 se exilió en París, Francia, donde ejerció los más diversos oficios y obtuvo un doctorado en filosofía política por la Universidad de Paris-Sorbonne. Regresó a Chile en julio de 1991 y se estableció en la ciudad de La Serena.

 

«Acariciando el aire», de Cristián Brito Villalobos (Editorial Cuarto Propio, 2023)

 

 

 

Cristián Vila Riquelme

 

 

Imagen destacada: Cristián Brito Villalobos.