[Crítica] «El holandés errante»: Una velada opaca pero inolvidable

La dirección del maestro argentino Alejo Pérez profundizó en la estética romántica de la hermosa partitura de Richard Wagner, en una conducción que exigió al máximo las capacidades instrumentales de la Orquesta Filarmónica, y la cual por largos pasajes desplazó a un segundo plano el insuficiente desempeño vocal y actoral de los cantantes, que con excepción del bajo armenio Vazgen Gazaryan, marcaron el estreno del cierre de la temporada lírica 2024 del Teatro Municipal de Santiago.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 18.11.2024

Desde hace años que no se programaba una función de la temporada regular de ópera, en el Teatro Municipal de Santiago, durante las horas de la tarde de un día domingo, hasta que El holandés errante (1943) de Richard Wagner, que dirigió el maestro argentino Alejo Pérez (1974), lo hizo en la radiante jornada de este 17 de noviembre.

En efecto, la puesta en escena ideada por los también trasandinos Marcelo Lombardero y Noelia González Svoboda, en una recreación de los montajes que pueden apreciarse en otros coliseos del género en el mundo, centró sus aspiraciones artísticas en el aporte de las proyecciones digitales que dibujaban en el fondo del proscenio un rugiente mar en semejanza a las opacas y turbulentas aguas del norte europeo.

Olas más, tempestades menos, se echó de menos un contraste en la iluminación, que tal vez la experticia de Ricardo Castro pudo haber matizado ante esos chubascos que el bonaerense José Luis Fiorruccio manejó con escasa ponderación de las graduaciones que separan al día de la noche, sin ir más lejos.

Es cierto, el halo filmográfico que cruzó la platea del Municipal de Santiago fue de una gran plasticidad y virtuosismo en su diseño, de eso no quedan dudas, pero la verdad es que el cielo a veces también está libre de nubes o de chubascos, ya sea en Noruega, Suecia, como en nuestra austral Punta Arenas.

Se extrañó la presencia de Castro, y su conocimiento de las potencialidades lumínicas y diegéticas que los focos del coliseo de la calle Agustinas pueden extender con la calidad y el convencimiento ilusorio que tiene cualquier escenario lírico del llamado «primer mundo».

No es que subvaloremos el trabajo siempre efectista de Lombardero, ¿pero es necesario condenar al género lírico sudamericano a una reiteración de esas estructuras de madera multiuso y sensoriales que pretenden abarcar la eternidad y perspectiva de una realidad en esencia diversa y casi infinita en sus posibilidades?

Después de haber apreciado el talento renovador de Francisco Krebs en la reciente Tosca de esta misma temporada, la verdad es que nada debemos envidiarle a un escenógrafo que ya hizo una valiosa contribución a nuestras artes escénicas, pero resulta necesario e imperativo mirar hacia el futuro, aunque este sea un paso difícil de conceder, ante un público conservador que se rinde sin prevenciones críticas ante el establishment que lidera el régisseur argentino.

Marcelo Lombardero se repite una y otra vez, como si proyectar un holograma fuera un descubrimiento que realza al quehacer operático, cuando el genio de un estratega escénico se encuentra precisamente en recrear la utilería que parece añeja y gastada, inútil e inservible, a fin de observar el entorno cotidiano con otros ojos.

Con todo, y para mirar hasta el hartazgo un sinfín de olas en perpetuo movimiento, durante dos largas horas (y sin intermedio), prefiero una tela de Carlos Pedraza o una acuarela de Israel Roa.

Así, cuando digo que Lombardero se reitera en su ideario de representación teatral, quizás sea necesario evocar a la sobrevalorada Patagonia del compositor chileno Sebastián Errázuriz, cuyo estreno en octubre de 2022 (en el Municipal de Las Condes), confirma un parecido innegable —en el diseño modular de ese montaje (a cargo del mismo régisseur argentino)—, con las características escénicas de esta nueva producción mayor de Richard Wagner, cuyo estreno contó con un Municipal repleto, el domingo 17 de noviembre.

La iluminación a cargo de Fiorruccio fue tan deficitaria y poco generosa con su público, que ya desde la mitad de la platea costaba distinguir la figura y las diferencias de vestimenta (y sus detalles más elementales) entre los distintos cantantes, lo que por otra parte dejaba entrever una dicotomía espacial evidente entre lo que significaba la tierra firme y la mitad del escenario que simbolizada a las aguas del océano, en un esperpento cartográfico que solo pudo aplacarse gracias a la belleza sonora de la música que emanaba desde el foso de la orquesta.

Insisto en que la concepción refractaria de la escena en Marcelo Lombardero es tal, que con su idea de El holandés errante, por pasajes recordamos ciertos actos que se repetían en el Municipal de Santiago a comienzos de la década de 2000, cuando las proyecciones videográficas, como dicen los españoles (en esta serie pensada por Gisele Hauscarriaga), eran la perdición de esos años y su utilización ocupaban el 90 % de un montaje operático.

Bajo ese prisma de memorabilia, anoto en especial una versión de Dialogo de carmelitas, de Francis Poulenc (creo que de 2005, si las imágenes no me fallan), y cuando las guillotinas parecían volar por encima del público de la temerosa platea de entonces, en una verdadera apoteosis virtual de ajusticiamiento revolucionario y jacobino.

La saturación escénica de los dispositivos digitales abrumó más todavía, si consideramos que la dirección de coordinación artística y producción del Teatro Municipal, omitió sin mayor fundamento que en esta fecha de cinco funciones de El holandés errante, se prescindiera de los necesarios intermedios.

Un absurdo programático sin explicación, que inclusive atenta contra al adecuado prendamiento estético de un espectáculo costoso y difícil de presenciar en vivo, el cual las audiencias nacionales podemos disfrutar con suerte cada veinte años, y a un elevado precio económico, en el principal escenario del país.

Por último, la sombría luminosidad hizo que los movimientos de los cantantes y su disposición en la territorialidad del escenario —constreñida por la mencionada plataforma de madera y un eterno mar de fondo— fuesen indistinguibles, por largos pasajes, los unos de los otros.

 

La terrorífica luminosidad a cargo de José Luis Fiorruccio hizo que los movimientos de los cantantes y su disposición en el escenario fuesen por momentos inapreciables

 

La arriesgada batuta de Alejo Pérez

La presencia en el reparto del bajo barítono estadounidense Ryan McKinny (el «holandés»), provocó expectación antes de su debut, pues se trata de un cantante reconocido en la actualidad lírica internacional, y quien inclusive se ha presentado en el wagneriano Festival de Bayreuth (2019).

Con un elemento vocal disminuido por la fuerza de la orquesta (situación que reafirmaremos o descartaremos en las funciones venideras del presente montaje), la oscuridad de la escena, y la terrorífica iluminación de Fiorruccio —insistimos que propia de un castillo lacustre inspirado en una estética gótica, antes que romántica—.

Fue en ese contexto, que McKinny se apreció fuera de tono y evidentemente desacomodado sobre el escenario, en un registro por debajo de las exigencias de un timbre wagneriano, lo cual significó una verdadera decepción para quienes esperábamos oír y ver: «a uno de los mejores cantantes de su generación», según la plataforma especializada Opera News.

Un tanto mejor, sin embargo, estuvo la soprano, también norteamericana, Wendy Bryn Harmer (Senta). Más afiatada en su rol y volumen con las notas de la orquesta que su colega en el rol principal, compensó su irregular cometido (en su desacomodo esencial con la velocidad de la agrupación filarmónica), con una arrojada interpretación dramática, en un final espectacular, el cual rememoró en su salto al vació acuático, el vuelo de la trágica actriz Tosca por los cielos romanos.

El dúo que cierra el segundo acto, fue otra de las promesas incumplidas de dos voces que en su descolorido volumen pocas veces alcanzaron la vitalidad, la potencia y el tempo exigido a este torrente romántico de esperanzas truncas, propias de una atemporalidad ajena y distante para el público, en su diégesis argumental.

Si el Daslan del bajo barítono armenio Vazgen Gazaryan (presente en la Don Pasquale de 2023, en el Municipal de Santiago), gustó más en el aplauso del público, fue por su ya demostrada capacidad en el fraseo, su poderosa voz de bajo, pero suavizada y controlada, en una lograda combinación de exactitud técnica y compenetración escénica y dramática, que además exhibió una presencia actoral imponente y llena de prestancia, en sus movimientos sobre la espacialidad del proscenio capitalino.

Gazaryan fue el único rol del elenco que mostró una expresión wagneriana, por lo menos en la manera que se le tiene en el imaginario cultural y lírico de las audiencias: con personalidad, porte y atuendos inequívocamente germánicos.

El Erik del tenor estadounidense Alec Carlson, en tanto, hizo de su seguridad y corrección vocal una prenda de garantía a fin de evitar la tentación de extraviarse en el dinamismo que imponía la sonoridad inédita que alcanzó en esta oportunidad la orquesta, dirigida por la audaz batuta de Alejo Pérez.

La Mary de la mezzosoprano chilena Evelyn Ramírez mostró su consabida solvencia cuando le corresponden papeles adecuados a la exposición de un registro que ha evolucionado con el paso inevitable de los años. Con todo, la cantante nacional manifestó experiencia, y un volumen acertado, aunque sin corresponder en su plenitud, al ímpetu que exige el estilo wagneriano.

Pese a su cortedad en el número de integrantes requerido para esta oportunidad (especialmente en el tercer acto), el Coro del Municipal de Santiago salió airoso frente a una partitura que tanta importancia le otorga a su desplante vocal, a lo largo de su desarrollo, aun dispuesto fuera de escena, como estuvo por largos pasajes de la obra.

Finalmente, la rica interpretación que efectuó de Wagner el maestro argentino Alejo Pérez (con errores y desajustes como cualquier audacia artística que se precie de tal), con una batuta persecutora de detalles y de maneras personalísimas en su lectura del canon romántico, propició que la música del compositor alemán relumbrara con una singular dosis de espontánea creatividad, pese a una puesta en escena donde la errada estrategia lumínica, hicieron ensombrecer la humanidad de los cantantes en un lamento geográfico depresivo y surreal, bastante lejano a la apuesta por la promesa de un amor inmortal, concebida por el genio de Leipzig.

Por largos pasajes del montaje, la sensibilidad y la pasión musical de Pérez, y sus consecuencias de deslumbrante belleza sonora, fueron los verdaderos protagonistas de un montaje que lejos de saludar al futuro, como se ufana la distinguida membresía de la Conferencia Anual de Ópera Latinoamericana, solo saludó a una desorientación de conceptos escénicos que ni siquiera una tecnología propia de un estudio cinematográfico de Hollywood, pudo salvar de ese naufragio lumínico, estético y teatral.

Las funciones de El holandés errante se extenderán hasta el próximo sábado 30 de noviembre, con el detalle de que las últimas tres funciones estarán a cargo, en su dirección musical, del maestro chileno Pedro-Pablo Prudencio, director residente de la Orquesta Filarmónica de Santiago.

 

 

Tráiler:

 

 

 

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La disposición del módulo de madera a cargo de Marcelo Lombardero y de Noelia González Svoboda, producía el efecto de que el ficticio borde costero, se encontraba por debajo del nivel del mar

 

 

Y la noche se apoderó del Municipal de Santiago: de principio a fin, el concepto de la iluminación naufragó en esta puesta en escena de «El holandés errante».

 

 

Crédito de las imágenes utilizadas: Patricio Cortés.