[Crítica] «La gata sobre el tejado de zinc caliente»: Santa María, ruega por nosotros

Con la destacable interpretación de su actriz principal, esta versión nacional del clásico de Tennessee Williams, dirigido por Álvaro Viguera y adaptado por Elisa Zulueta, se presenta hasta el próximo domingo 21 de agosto en la sala del Teatro Municipal de Las Condes.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 5.8.2022

Las casi dos horas por las cuales se extiende el montaje de La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Tennessee Williams —que se presenta en el escenario del Teatro Municipal de Las Condes—, se cimentan sobremanera en el desempeño de sus actuaciones principales: los personajes interpretados por la actriz Antonia Santa María (Mía) y por su compañero Guilherme Sepúlveda (Cris), quien tan buenas impresiones nos causara por su participación en Temis, hace algunas semanas en la sala del Nacional Chileno.

En un momento dado, surgen otros roles, los que si bien distan de alcanzar las cotas de desempeño de una Santa María que se exhibe rutilante, sin ir más lejos (su dominio de la escena no tiene comparación frente al resto del elenco), tampoco hacen que el conjunto evidencie una caída drástica en los registros de su calidad artística.

Así, el guion debido a una figura clásica de la dramaturgia del siglo XX como lo fue el autor estadounidense sostiene la intensidad argumental y literaria de una manera constante y permanente, que descansa en las cualidades interpretativas de los actores. De esa forma, también, lo advertía el director Álvaro Viguera en las entrevistas que concedió antes del estreno de este jueves, y según se consigna en el mismo programa de sala.

La versión, en efecto, que ofrece de ese texto canónico La Santa Producciones, aunque comienza algo dubitativo en su dramaturgia a fin de expresar la tensión, el amor, el desprecio y la rabia que se profesan la pareja principal (Mía y Cris); al transcurrir de las escenas se configura satisfactoriamente a ese tipo de relaciones propias de una pasión triste, desbocada, ya extinguida e imposible, en un tópico que tanto entusiasmó a la generación de Williams, quizás influenciado en demasía por la cerca y magnífica presencia creativa de Scott Fitzgerald y del lúgubre Malcolm Lowry.

La gata sobre el tejado de zinc caliente data de 1955, y en ese sentido, la adaptación en esta oportunidad a cargo de Elisa Zulueta muestra una falencia que genera demasiado ruido.

Si Cris acá es un futbolista retirado que se desempeña al estilo de un comentarista deportivo (uno de los principales del país), los detalles que se traslucen de acuerdo a los diálogos entre los diversos personajes, retratan la cotidianidad y las costumbres de un jugador de béisbol, o de fútbol americano, antes que a un profesional dado de baja del soccer, propio de la alta competencia.

Ojo con aquello, pues esas incongruencias hacen que no solo la comprensión del argumento se dificulte y que fluya con naturalidad, sino que modismos o el uso de palabras injertadas como «huevadas», se escuchen totalmente fuera de lugar y de contexto, al modo de un grito o de un crujido en una noche obscura y silenciosa.

 

Una música parecida a Beethoven

Otro punto de inflexión en el desarrollo dramático surge con la irrupción en la escena de Willy Semler (Papi), quien empuja al personaje de Cris a entregar lo mejor de su registro emotivo, luego de la violencia monotemática que despliega hacia su esposa Cris (la casi perfecta Santa María).

Semler aborda a un rol construido con un gran manejo vocal, y donde su impostación tímbrica crea un matiz sonoro que se complementa muy bien con la expresiva riqueza gestual de Antonia Santa María.

Debido al volumen espacial y al tamaño del escenario del Teatro Municipal de Las Condes, los actores debían usar micrófonos que generó en principio un cierto desbalance en el diseño sonoro al interior de la sala, solucionado al poco andar por el elenco y su socorro técnico.

Así, los logros de la configuración del sonido no deben ser desdeñados (por más que los ensayos dicten una pauta, otro asunto es en vivo), pero lo cierto es que esa decisión de Viguera de utilizar la representación de voces que se escuchan desde un fuera de campo (las voces en off de los niños, por ejemplo, cuya corporalidad jamás entra y se vislumbra en escena), está lejos de verse correspondida con las características de la puesta en escena y los movimientos de los actores en esa ambiciosa territorialidad, produciéndose una dicotomía entre lo que se oía y por otra parte lo que se apreciaba como posturas extáticas e ineficientes de los intérpretes, a fin de manifestar los objetivos dramáticos y estéticos de la dirección.

El uso de la música incidental estuvo entre las notas altas del montaje. Sin abusar en el estímulo de su prendamiento, sin caer en la tentación de sojuzgar las emociones de los espectadores con un recurso facilista que se aleja bastante de los alcances de la dramaturgia.

De esa forma, esas pistas que semejaban a la Séptima Sinfonía de Beethoven y las cuales inundaron el espacio de lo diegético, ayudaron a construir una noción sensorial de angustia ante el porvenir y no a imponerla, al modo en que el realizador franco argentino utilizó esta misma partitura en su recordado y controvertido filme Irreversible (2003), dando cuenta del alejamiento sentimental que se suscita entre dos personas, las cuales, pese a todo, aún permanecen juntas, de cara a lo impredecible.

 

Los símbolos de Elia Kazan

El pesimismo de Williams es desolador, y la codicia y el egoísmo de los personajes (una familia que se debatía entre las formas de un nihilismo propio de un montaje Broadway y los códigos sociales chilenos, nuevamente ojo con la adaptación), encuentra una correlación plausible con la escenografía e iluminación diseñadas por Ramón López.

López referencia en sus bocetos a las producciones tanto cinematográficas (por Un tranvía llamado deseo) y teatrales por este mismo guion teatral, del recordado director Elia Kazan.

Donde la marcada contraposición entre los factores lumínicos, y ese poco logrado efecto sonoro del fuera de campo en esta versión (como el paso del tranvía que se siente a los lejos), de alguna manera citan a esa estética que el realizador de origen griego impusiera en el imaginario dramático con su filme de 1951, protagonizado por Marlon Brando y la inmortal Vivien Leigh.

Ramón López pisó seguro, y estamos lejos de culparlo y en última instancia de increparlo con enfado, pues cualquier otra estrategia de recreación escénica le brindaba la posibilidad de una caída sin mesura, y la pregunta obvia de por qué no había partido desde las firmes bases de producción simbólica concebidas por Kazan hace más de 50 años.

Una amplia habitación, la cama en tanto campo de batalla del ominoso conflicto sexual entre los esposos, y los demás elementos de una alcoba: un sofá, un bar, los veladores y un mueble maquillador, en un simple diseño escenográfico, que sin embargo, prescinde de representar las distintas capas emocionales en disputa, a través de los pisos de la mansión o casa de campo que sirve como locación a la obra, y que tan bien percibiera en su versión audiovisual de 1958, el realizador estadounidense Richard Brooks.

Los personajes de Elisa Zulueta (Laura), Catalina Saavedra (Mami) y el de Ricardo Fernández (Thomas) se aprecian correctos y parejos en su desempeño interpretativo. Saavedra es una distinguida comediante, pero aquí las risas sobran y el humor negro está lejos de entenderse como tal, cuando finalmente el cinismo y la muerte, y sus reflexiones y enseñanzas apesadumbradas, resultan más fuertes que cualquier intento por apelar a la trivialidad de las carcajadas instantáneas.

De hecho, los mejores pasajes dramáticos de Saavedra se manifiestan cuando su personaje se «pone serio».

Los resultados que entrega la actuación de Antonia Santa María, comenzando por su precisa, desbordante y a la vez representativa corporalidad de una mujer al borde de un ataque de nervios, facilitan una pauta difícil de alcanzar por el resto del elenco, salvo en momentos, por la cojera alcohólica de Cris. Luego, los matices y la composición que transfiere a los instantes cruciales dentro de los múltiples clímax que guarda la obra en su guion: siempre sorpresiva, sin ningún movimiento o paso en falso.

Si la tesitura de su voz hubiese ofrecido mayores variables durante el transcurso de su caracterización, bueno, estaríamos hablando de otras carteleras y de un circuito inalcanzable para Santiago de Chile.

Asimismo, la aparición en la medianía de esas dos horas por parte de Willy Semler, refresca la escena y reforzó en su convicción interpretativa a las virtudes artísticas de la pareja principal, en cuento a la intensidad y la fuerza dramática se refiere.

La gata sobre el tejado de zinc caliente se exhibe en la confortable sala del Teatro Municipal de Las Condes hasta el próximo domingo 21 de agosto.

 

Ficha artística:

Director: Álvaro Viguera.

Traducción: Rodrigo Olavarría.

Adaptación: Elisa Zulueta.

Producción General: Antonia Santa María.

Diseño escenografía e iluminación: Ramón López.

Diseño de vestuario: Loreto Monsalve.

Diseño sonoro y operación sonido: Marcos Salazar.

Composición y producción musical: Luciano Correa.

 

Elenco:

Mía: Antonia Santa María.

Cris: Guilherme Sepúlveda.

Mami: Catalina Saavedra.

Papi: Willy Semler.

Laura: Elisa Zulueta.

Thomas: Ricardo Fernández.

 

 

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El elenco de «La gata sobre el tejado de zinc caliente» en el Teatro Municipal de Las Condes

 

 

Crédito de las imágenes utilizadas: Teatro Municipal de Las Condes.