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[Crítica] «La traviata»: Un sobrio y logrado naturalismo teatral

El estreno del segundo título de la temporada de ópera 2025 del Municipal de Santiago, exhibió a tres grandes cantantes como lo son la soprano Elisa Verzier, el tenor Jonas Hacker y al barítono Alfredo Daza, reunidos en una sólida y ordenada puesta en escena, a cargo del régisseur chileno Francisco Krebs.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 24.8.2025

Después de la contradictoria Madama Butterfly que inauguró el año escénico del coliseo de calle Agustinas, la puesta en escena de La traviata de Giuseppe Verdi apuntaló sin duda a la serie lírica de este año, la cual apostó por títulos del canon con el propósito de agotar entradas y despertar la efervescencia de las audiencias.

En los nuevos tiempos de presupuestos ajustados, uno de los aciertos de la actual administración del Municipal de Santiago parece ser el descubrimiento del director teatral Francisco Krebs Brahm, reconvertido en un competente régisseur de ópera.

Krebs tiene un gran sentido tanto de las posibilidades espaciales del escenario, así como del manejo de la iluminación sobre el mismo. En esta oportunidad apostó por una llamativa sobriedad conceptual, la que sin embargo contó con la amable complicidad de una de las grandes estrellas de esta rueda de presentaciones, la soprano italiana Elisa Verzier, quien además de ser una actriz dramática de primera línea, tiene una voz hermosa y potente.

El realizador nacional apostó —junto al escenógrafo Pablo Núñez—, por una ambientación de época del montaje de Verdi (la Francia de mediados del siglo XIX), la cual fue abordada con pulcros detalles tanto en el mobiliario de los salones o habitaciones como en la recreación de un suntuoso jardín, que hizo recordar a los maestros pictóricos del género (Pablo Burchard y Ernesto Barreda para nosotros, los chilenos), y donde el trabajo de Ricardo Castro en la graduación de la iluminación regaló sus mejores destrezas.

Pero tampoco fue una escenificación que involucró a un derroche de elementos. Sin embargo, fue una régie que se preocupó de sentar las bases territoriales para que los intérpretes y el coro, se expresaran correctamente, en especial el trío conformado por la ya mencionada Elisa Verzier (en el rol de Violetta Valéry), por el contenido tenor estadounidense Jonas Hacke y por el sobresaliente barítono mexicano Alfredo Daza.

Con todo, el secreto de esta régie se encuentra en su sobriedad, en su sobrio naturalismo teatral, pero también en su versatilidad. Nada de símbolos difíciles de comprender, y donde la alegría es furor, la pasión no rehúye el erotismo, y la muerte del final nos sumerge en la desolación y la conclusión sin vuelta atrás.

En efecto, resulta evidente que su encargado es antes que nada un director teatral, donde a la profunda conducción de los intérpretes en su faceta actoral (lo cual se echó de menos en Butterfly), dispuso a un coro con mayor sentido dramático de la escena, en una variante que se ha perdido últimamente en el recinto de calle Agustinas, tal vez por el debido alejamiento natural (por su avanzada edad), de Jorge Klastornick.

Tenemos un coro en excelente e inobjetable forma vocal, pero el «desorden» se ha ensañado con la disposición de éste en diversas presentaciones líricas de los días recientes.

Con Krebs a cargo de la escena, el coro del Municipal recuperó en parte las formalidades propias de un conjunto de intérpretes, que también canta, sin soslayar lo primero en procura de la segunda de estas mencionadas e importantes cualidades.

 

Intensidad sin melodrama

En los cuatro cuadros que conforman a los tres actos del montaje, prevaleció la sobriedad de la régie por disponer de un concepto dramático ordenado y coherente, que permitiera una interpretación elaborada y pulcra en su gestualidad y disposición corporal de los motivos estéticos involucrados, por parte del trío vocal protagonista.

Tal búsqueda de un impecable naturalismo quedó meridianamente plasmada en los encuadres ocurridos justo antes de la caída del telón durante el transcurso de la puesta en escena (cuatro veces, en total). Entonces, cada intérprete se inmortalizaba en una posición determinada que no era casual (designada por el realizador chileno) y bajo el encantamiento de una emoción psicológica reconocible por la audiencia en su magnitud cercana y cotidiana para cada cual.

Ausente de melodrama, la dirección escénica de Krebs apeló a la intensidad propia de una tragedia, que como raras veces sucede con los libretos operáticos, se encuentra provista en esta oportunidad de una mayor armazón literaria y argumental, en su desarrollo narrativo.

Siempre los movimientos traslucieron una intencionalidad dramática y emotiva, la cual fue reforzada por la interpretación vocal y la conducción del joven y notable director musical italiano Leonardo Sini (1990), un maestro cuya especialidad es el repertorio y género operático; al revés, por ejemplo, del chileno Paolo Bortolameolli, de errático desempeño en la Butterfly de Puccini que inauguró este año lírico durante el mes de julio.

Ahora quedó demostrado que el problema no era un asunto de centímetros en la profundidad o altura del foso, sino que de la batuta a cargo de la agrupación filarmónica.

Bajo ese prisma, la pérdida del maestro Roberto Rizzi-Brignoli ha sido una ausencia sensible para esta nueva temporada de ópera, que en parte la presencia del talentoso Sini soslayó de alguna breve y esperanzadora manera.

Y si a formalidades debemos referirnos, la gran estrella del elenco que se presentó durante las funciones del jueves 21 de agosto y el sábado 22 de agosto fue la soprano italiana Elisa Verzier.

 

El tenor estadounidense Jonas Hacker y la soprano italiana Elisa Verzier en la «La traviata» de Verdi en el Municipal de Santiago

 

Un tempo operático con maestría

Verzier es una Violetta cautivante, y tan solo apreciar su comprometida actuación, justifica un momento de deleite estético y de felicidad lírica. Su voz es hermosa y con cada presentación un tanto más potente, y su timbre sugiere la fuerza emocional, la belleza femenina y la fragilidad de su fatal personaje.

La soprano italiana posee una bella y trabajada coloratura, la cual le permitió desenvolverse con llamativa soltura en los tres actos del montaje, y su técnica en el fraseo la hicieron abordar con desplante vocal, tanto escenas de intensidad profunda, así como los pasajes que requerían de una interpretación sedosa y elegante.

Asimismo, Verzier se complementó de excelente forma en sus dúos con el tenor Hacker y con el barítono Daza, en especial cómoda y brillante en la primera escena del segundo acto, acompañada del cantante mexicano.

Hacker es un tenor de indudable talento vocal, y su técnica depurada no le hacen perder la calidez ni menos la claridad a su potente voz —con una impostación propia de los héroes verdianos— cuando esta es exigida en los momentos de mayor tensión, aunque contenido en comparación a la desbordante actuación de Verzier.

A raíz de esto último, debemos precisar que no obstante en este montaje se respetan las temporalidades originales del libreto en italiano de Francesco Maria Piave —basado en la novela de Alejandro Dumas (hijo) La dama de las camelias (1848)—, quizás los gestos de los intérpretes escapan a esas costumbres de uso epocal, pero aún mantienen la naturalidad inculcada por la régie, y la cual pese a diferencias obvias con las formalidades de la primera mitad del siglo XIX, se adecúan con credibilidad a la contemporaneidad de dos personajes víctimas de una pasión trunca e irreprochable.

Donde la mirada y el movimiento de una ceja, pueden construir un amor eterno, a no dudarlo.

Lo del barítono Alfredo Daza fue recibir a un cantante experto y ya formado en su trayectoria artística y vital (un equivalente a nuestra Evelyn Ramírez en su correcto papel de Flora). Pero el mexicano conserva todavía intacta su fuerza vocal, y sus oscuros agudos se escuchan con la misma expresividad de antaño.

Insistimos que su intervención en la segunda escena del segundo acto, junto a Verzier (Violetta) reflejan los dos contrastes vocales de esta velada: la virilidad y el esplendor de la experticia verdiana, frente a la fragilidad y dulzura de una delicada cortesana («Pura siccome un angelo» / «Dite alla giovine»).

En suma, esta Traviata corresponde a un espectáculo lírico y dramático de primer nivel, y cuya dirección musical condujo un tempo operático con maestría, donde la batuta coordinaba el pulso de la orquesta en sincronía con la respiración, las voces y las actuaciones de unos cantantes en estado de naturalidad máxima.

 

 

 

 

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Uno de los momentos estelares de la noche: el dúo en el segundo acto entre la soprano Verzier y el barítono Daza

 

 

 

El maestro italiano Leonardo Sini

 

 

Crédito de las imágenes: Marcela Reyes y María Pía Merani.

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