[Crítica] «Más abajo hay un país»: Antes que el dolor se hiciera carne y sangre

Con este libro el poeta linarense Antonio Lagos ha reconstruido una desaparecida nación, chilena, y la ha resituado al nivel de nuestros ojos mustios como si emergiera desde las montañas hacia el océano en una danza terrible que no alcanza a consumarse, y donde el destino humano sobrepasa la angustia y renace a cada instante.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 18.8.2023

El país que Antonio Lagos (Linares, 1962) describe, vive, sueña y llora no es el país que desaparece en los requiebres de la imaginación, no es el territorio que se ha desviado de su destino y se mimetiza en los fulgores de una frivolidad mentirosa, opaca y gris, que nos hace creer que la vida humana es solo un juego de artificio, sin sangre, sin arterias, sin memoria.

No. El país que en estas páginas se redescubre es el canto vital de un poeta que ha nacido desde la carencia, que ha crecido con las ausencias y cuyo dolor es el engranaje oculto que reaparece a cada instante, porque se ha pretendido obviar el sentido de una verdad que no permite olvidos.

Desde su visión sufrida y lúcida emerge el verbo contenido desafiando la hipocresía de un mundo que se ha escudado en una indiferencia cómplice, en la conformidad pusilánime, que esconde la cabeza cual avestruz avergonzada de su historia y cuya herencia le pesa demasiado para ser sencillamente arrojada como el lastre de una negación imposible.

Antonio Lagos se bifurca en la ciudad adormecida y cruza sus calles como un transeúnte invisible que apunta con el dedo sentenciador a quienes se dispersan ajenos al pasado, que deambulan como zombis de su cronología, las propias y las ajenas, las de una ancestralidad que desapareció en los recovecos tenebrosos de lo oculto, de la miseria humana, de los designios autoritarios que descompaginó para siempre las hojas impolutas que se llenaron de letras enrojecidas, de aullidos, de gritos destemplados, de ilusiones rotas, de gargantas enronquecidas, de manoteos a un cielo que huía por entre las ventanas enrejadas.

Los amigos y hermanos se perdían en las calles desiertas. Los horizontes bailotearon ante los ojos de un poeta estupefacto que creció con un peso excesivo sobre sus espaldas.

El padre le advirtió: Pero qué importa si hemos de perecer/ dejando todo al final/ dijo mi padre poco antes de su sagrada muerte.

 

En la voz de las piedras

La madre le enseñó los atajos de un silencio religioso. La figura de un salvador quedó impresa en su pecho infantil y le dio fuerzas para no desfallecer en el intento:

No hay otra provincia a quien amar/ sino una tierra curtida por la carencia/ —me dijo, mi madre mientras abotonaba mi camisa del Liceo/ Que, yo debía ir por la vida desnudo como un desierto/, y que, por nada del mundo, debía abandonar a Dios/, me dijo/ clavándome a Jesucristo de un martillazo en el pecho/ sonriendo y ordenando mi cabello/ con sus dedos humedecidos.

Su intento era entender el mundo en que se hallaba inserto. Su intento se hizo palabra y verbo. Descifró los días del sinsentido, pero los descifró a medias. Las verdades no suelen ser mostradas a ojos vista. Se eluden. Se desperdigan al interior de puertas cerradas, de golpes que desnudaron los nudillos y el poeta clama, llora, grita y llama.

Exige que tras el siniestro escudo mortuorio que envuelve al mundo surjan, al fin, esas crueldades que muestren en huesos desenterrados la existencia que se perdió una mañana en la esquina de su casa. Por allí se extravió un ser humano. Una mano en alto que le advirtió del miedo, del horror que entrecerró unos ojos juveniles e impidió ver el sol venidero. La ceguera se hizo común y común la duda e indiferencia.

Pero el verbo persistió. Y persiste. Porfiado e intransigente. No puede vivirse siempre a medias como si el trayecto fuera la réplica fantasmal de un verdugo que ha cercenado el cerebro individual y colectivo. El poeta se resiste a la dominación per se. No aceptará en estas páginas ser el publicano que se golpea el pecho después de confesar que el olvido no es pecado.

Entonces Antonio Lagos sueña: Sueño con una pelota en las manos/ Entonces me hago azul en mis hermanos viejos/ dueño de ese reojo que dejaron sobre mí/ cuando los subían terribles al camión.

A veces son pesadillas que cobran vida en formas difusas, que pretenden ser estilizadas, pero que se difuminan como percibidas a través de un vidrio empañado. En esa superficie translucida hace figuritas, de animales, de juegos infantiles, de imaginerías que se disuelven tras cada pestañeo.

Pero su obstinación podría catalogarse de enfermiza poesía: la palabra, sí, la palabra que lo convierte en un hacedor de mundos, que convierte a la ventana en un espejo que refracta el pasado como una eternidad no resuelta:

Más abajo/ y aun sobre el eco que resuena en la voz de las piedras/ hay un país arrojándose todavía/ le dije.

¿Dónde quedaron sus frases deshilvanadas, en qué espacio se perdió un día el camino que nunca alcanzó a recorrer, el itinerario de sus pasos trémulos, de sus gateos sobre un suelo ensangrentado, de sus primeras sílabas aprendidas en un abecedario siempre inconcluso?

Sin embargo, hay luz en el desierto: sobre las álgidas páginas de la desolación primitiva el poeta se yergue desde la sombra reclinada como un ebrio que recobra la marcha premunido de una fe inquebrantable en el motor de la creación: amor y dolor reunidos como eslabones de una cadena no resuelta:

Y si en el grito el crimen estalla/ yo levanto el amor a gritos/ como quien levanta un mar de montañas/ de piedra sobre piedra.

No es posible llorar. Las lágrimas se disecaron antes que el dolor se hiciera carne y sangre. Se convirtieron en llagas interiores que se irían con cada ser humano derrotado, pero no muerto, entre los pliegues de la perversión:

Ni lloren: ni renieguen entonces/. Que nadie vendrá a reclamar su cuerpo en la morgue/ Que nadie hablará de ustedes cuando muertos/ Restos y despojos relegados a la fosa común/ Vayan a parir estos hijos sin patria/ Vayan a parirlos a otro a lado entonces/ Nos dijeron con la bala pasada.

 

Apretar el corazón de un lector

Y con esa curvatura de una espalda que pretendía subir al cielo como una invisible enredadera, la figura viva de la femineidad doliente y dolida cual una contracción fatal resumida desde cada vientre. El presente y el pasado convertidos al ojo del poeta como una resurrección que resulta del todo insuperable. No es posible amar desligado de la muerte. No es posible tocar y aspirar la piel latente sin tocar desde el alma la piel endurecida de la muerte.

Por eso se ama con dolor, pero se ama. Y es allí donde Antonio Lagos aprieta el corazón de un lector que no puede eludir su tiempo ni su espacio. La existencia es mucho más que la huida miserable de una realidad que acobarda y que restringe. Por eso el beso cálido se emparenta con los labios yertos:

Yo te amaba a solas apretando mi silencio/ /Afuera otras mujeres iban enlutadas con la muerte.

Antonio Lagos ha reconstruido un país. Lo ha resituado al nivel de nuestros ojos mustios como si emergiera desde las montañas hacia el océano en una danza terrible que no alcanza a consumarse: el destino humano sobrepasa la angustia y renace a cada instante.

No se puede resurgir sin haber comprendido que la tragedia está hecha del absurdo, de una depravación que pretende ser eterna y que termina enredándose en su propia trama. La crueldad no puede ser para siempre.

Hay un destinatario: el individuo. El ser perspicaz y sufriente que se hermana con los que sufrieron antes y que hace del dolor su semilla fraterna para comprender que no es posible sucumbir bajo una égida desalmada para siempre.

Entre muchos otros, ese es uno de los mensajes de este libro conmovedor e imprescindible.

Fundida en el soplo de dios/ una mezcla de aire y sal/ Aproximándonos sobre la noche/ y las horas que esperan.

 

 

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.

Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

 

«Más abajo hay un país», de Antonio Lagos (Impresora Gráfica Linares, 2023)

 

 

 

Juan Mihovilovich Hernández

 

 

Imagen destacada: Antonio Lagos.