Icono del sitio Cine y Literatura

[Crónica] Viaje al Chile más artístico

El surrealismo internacional de Roberto Matta anticipó la creatividad provocadora de otros chilenos expatriados, como los escritores y cineastas Raúl Ruiz, tan experimental como excéntrico, y Alejandro Jodorowsky, tan psicomágico y a la vez histriónico.

Por Claudio Rodríguez Fer

Publicado el 25.8.2025

Además de visitar el Museo Chileno de Arte Precolombino en Santiago de Chile y el Museo Nacional de la Escultura en Talca, museos a los que ya me he referido, acudí también a los santiaguinos Museo Nacional de Bellas Artes, Museo de Arte Contemporáneo (gestionado por la Universidad de Chile) y Museo de Artes Visuales, donde pude ver muy posmodernas exposiciones de interdisciplinares artes contemporáneas.

Los museos de Bellas Artes y de Arte Contemporáneo comparten un gran edificio junto al Parque Forestal, custodiado por la voluminosa escultura «El caballo» del artista colombiano Fernando Botero. Muy próximo, en la calle Lastarria donde me alojaba, se encuentra el Museo de Artes Visuales.

El histórico Museo Nacional de Bellas Artes posee importantes colecciones de pintura y de escultura chilenas, pero también de pintura española, holandesa e italiana, así como de escultura africana.

Con todo, el edificio del Museo Nacional de Bellas Artes, que fue el primero de su género fundado en América Latina ya en el siglo XIX, ocupa desde comienzos del siglo XX un magnífico palacio neoclásico con aspecto Beaux Arts en la fachada y Art Nouveau en el interior, que parece imitar al Petit Palais de París, en el que tantas exposiciones disfruté residiendo o de visita en la capital de Francia.

La gran sala de recepción central parece un invernadero que permite la entrada cenital de luz natural, pues está coronada por una enorme cúpula de cristal sostenida mediante una imponente estructura de metal.

En la balconada del corredor ovalado del primer piso hay dos grandes cariátides esculpidas por el artista catalán Antonio Coll y Pi, autor de numerosos monumentos en Chile, incluidas las cariátides del gran edificio del Palacio de los Tribunales de Justicia de Santiago de Chile.

Cúpula y cariátides me parecieron escenario ideal para una ficción de Borges, pero también para una luminosa escena de amor armónico.

Del mismo modo me interesó otro de los grandes edificios históricos de Santiago de Chile: la también neoclásica sede de la Biblioteca Nacional de Chile situada en la Alameda de las Delicias de la Avenida Libertador General Bernardo O’Higgins, construida con el entonces pionero hormigón armado en las primeras décadas del siglo XX.

Escaleras, corredores y salas componen un conjunto laberíntico sin dejar de ser acogedor y funcional, que también parece la biblioteca de un cuento de Borges o el luminoso escenario de un amor ideal. La fachada tiene columnas de doble altura, el techo cuenta con circulares cúpulas metálicas acristaladas y el interior tiene abundantes vidrieras, mármoles, bronces y maderas talladas.

Me fascinaron sus cupulares vidrieras florales y geométricas, muy estimables por su hermosura ornamental, pero también por la agradable iluminación que propician mediante su relajante diseño y su hermoso colorido. Para producirlas, se utilizó la también pionera en aquel entonces pintura al fuego.

El tercer gran espacio arquitectónico en el que me sentí feliz en Santiago de Chile fue el de la sencilla Casa Central de la Universidad de Chile, también situada en la larga Alameda de las Delicias de la Avenida Libertador General Bernardo O’Higgins, pues esta cuenta nada menos que con un trazado de casi ocho kilómetros que parece ser la columna vertebral de la capital del país.

Se trata asimismo de un gran palacio neoclásico construido en el siglo XIX que dispone de dos patios columnados presididos por estatuas y numerosos salones trazados de manera muy rectilínea.

Pero de lo acontecido en estos tres amplios espacios respectivamente museísticos, bibliotecarios y universitarios ya hablé en crónicas anteriores.

 

Un tótem rodeado de danzantes humanos

La obra que más y mejor conocí de un artista chileno fue sin duda la de Roberto Matta, uno de los últimos representantes del surrealismo histórico, por haberla visto en museos de Europa (incluida en la colección permanente de la Fundación Eugenio Granell de Santiago de Compostela, de la que soy miembro) y en el Museum of Modern Art de Nueva York (ciudad esta en la que su autor vivió un tiempo decisivo, como también yo).

En efecto, en París perteneció al círculo de André Breton y colaboró en su revista Minotaure, además de tratar personalmente a casi toda la vanguardia de los años 1930 en Francia. Enamorado de la poeta Gabriela Mistral en Portugal y amigo de la pintora gallega Maruja Mallo en España, tuvo cinco esposas y seis hijos.

Su constante y solidario compromiso izquierdista a lo largo del siglo XX motivó que fuera estigmatizado y cancelado en Chile por el gobierno pinochetista.

Pero, restaurada la democracia en Chile, fue rehabilitado en su país e incluso dio nombre a la Sala Matta del Museo de Bellas Artes de Santiago de Chile y al Centro Cultural Espacio Matta de la comuna santiaguina de La Granja.

En este centro se encuentra restaurado el mural «El primer gol del pueblo chileno», realizado conjuntamente por el pintor y el colectivo comunista Brigada Ramona Parra durante el gobierno de la Unidad Popular, que fue cubierto con varias capas de pintura durante la era militar.

Además, en Santiago de Chile se custodia la obra de Matta en el Museo de Arte Contemporáneo, en el Museo Nacional de Bellas Artes, en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende y en la Universidad de Chile, aparte de que también se conserva en colecciones privadas.

En la fachada del Museo de Artes Visuales puede verse permanentemente expuesto al aire libre el mágico mural cerámico de Matta «La debutante», en el que presentó, sobre un intenso color azul y en alto y bajorrelieve, un tótem rodeado de danzantes humanos y animales con órganos masculinos y femeninos.

Por estar muy cerca de mi hotel, disfruté de este sugerente microcosmos surrealista todos los días que pasé en Santiago de Chile.

En cierta medida, el surrealismo internacional de Matta anticipó la creatividad provocadora de otros chilenos expatriados, como los escritores y cineastas Raúl Ruiz, tan experimental como excéntrico, y Alejandro Jodorowsky, tan psicomágico como histriónico.

Muy lejos, pues, de la tranquilidad espiritual y de la meditación trascendente buscadas, por ejemplo, por los constructores del idílico y circular Templo Bahaí de Chile, situado en un impresionante paraje natural de Peñalolén y que está abierto a todos los credos siguiendo las pautas del bahaísmo y su creencia en la ecuménica unidad de la humanidad y de sus religiones.

 

Embarcaciones dotadas de vegetación

Del arte surrealista actual conozco únicamente el de Magdalena Benavente, cuya exposición de collages mágicos y eróticos «Venus en el despeñadero» tuve el gusto de ver en 2018 en la Fundación Eugenio Granell de Santiago de Compostela, justo cuando yo estaba exponiendo la muestra de poesía visual y objetual «Corpoética».

Magdalena Benavente formó parte de la asociación Mujeres en las Artes Visuales y del Grupo Surrealista Derrame de Santiago de Chile, precisamente seguidor de Matta. Además promovió las revistas surrealistas Cuarto de hora y Honidi Magazine, esta editada en Algarrobo en colaboración con la artista peruana Verónica Cabanillas.

Fue un placer encontrarme con las dos artistas asistiendo al recital poético que ofrecí en Santiago de Chile en 2025, como también lo fue colaborar en 2022 en su revista Honidi Magazine con el poema erótico, remitente a obras surrealistas de Joan Miró, «Constelacións (Espertar á alba)», así como con la foto de una anatómica performance surrealista mía tomada por Adina Ioana Vladu.

Otro artista con quien me encontré personalmente en Santiago de Chile fue Guillermo Martínez Wilson, formado como grabador en la Suecia de su exilio durante el régimen pinochestista, quien me obsequió el folleto de su exposición de xilografías y dibujos neocostumbristas sobre oficios e imaginarios autóctonos realizada en la casa-museo de Neruda, La Sebastiana, en Valparaíso, acompañados de versos del poeta.

Pocas personas saben que el polifacético Pablo Neruda quiso estudiar arquitectura en su juventud universitaria y que llegó a asistir a alguna clase, pero muchas más saben que en la madurez ejerció como verdadero arquitecto aficionado, caprichoso, alternativo, poético y antiburgués en la construcción de sus tres casas póstumamente musealizadas en Chile.

En Madrid había vivido en el edificio racionalista y florido que llamó Casa de las Flores y que le había buscado su amigo Rafael Alberti («Mi casa era llamada / la casa de las flores, porque por todas partes / estallaban geranios», escribió en España en el corazón), poniendo en temprana evidencia su gusto por las viviendas de vanguardia de tipo ciudad-jardín.

Pero cuando abandonó la España asolada por el ejército franquista y se estableció con su compañera, la artista argentina Delia del Carril, en Santiago de Chile, intervino considerablemente en la finca de su nueva vivienda, a la que llamó Michoacán de los Guindos (Michoacán por haber vivido la pareja en este estado de México y de los Guindos por el nombre del barrio santiaguino en el cual se encuentra).

En efecto, Neruda construyó en ella un jardín, un bar y un anfiteatro, este en honor de su amigo Federico García Lorca, poeta y dramaturgo asesinado poco antes tras estallar la Guerra Civil en España. Su exmujer continuó residiendo en dicha morada hasta su muerte, después de la cual la finca pasó a convertirse en la Casa Museo Delia del Carril.

Pero aquella triple fidelidad al jardín, al bar y a la amistad, unida a la fidelidad al mar, Neruda la mantendría en todas las casas en las que vivió, pues siempre las concibió como embarcaciones dotadas de vegetación, cantina y recordatorio de seres queridos y admirados.

 

Heráldica amorosa sublimada en arte

Siempre me interesaron la arquitectura y el interiorismo de Neruda por tratarse de propuestas absolutamente personales ajenas a cualquier convención constructiva y social establecida y, por tanto, de alternativas concebidas libremente en función solo del deseo.

Arte de la vida y vida para el arte, como la ensayada, en Inglaterra, por el escritor utopista, pero también arquitecto, diseñador y maestro textil, William Morris en el siglo XIX y por el grupo de Bloomsbury con la pintora Vanessa Bell y otros artistas en el siglo XX; en Francia por André Breton en su casa Atelier surrealista de Montmartre o en México por Frida Kahlo en su Casa Azul de Coyoacán.

Para lograrlo, Neruda se valió de su desbordante imaginación, pero también de amistades artísticas y artesanas que ejecutaran sus ideas, aparte, por supuesto, de contar con la contribución inicial de Delia del Carril en Isla Negra y la posterior de Matilde Urrutia en sus tres últimas viviendas.

Una de sus colaboraciones artísticas más notorias fue la que estableció con la muralista, escultora y vitralista chilena María Martner, alumna de Lily Garafulic y artista experimental, descubierta y promocionada por él, que utilizó piedra, cobre y gemas laminadas en sus obras.

Así, por encargo de Neruda, realizó el «Mural azul» que decora espectacularmente la gran chimenea de Isla Negra, compuesto por piedras en disposición dinámica escogidas por ambos, con destacada presencia de lapislázuli en bruto e incrustaciones fósiles y semipreciosas, conjunto que tanto me gustó.

También vi los murales marineros en piedra policromada titulados «Los peces del frío», en un patio al aire libre de La Chascona, y «Maremoto», en una sala de estar de La Sebastiana. Asimismo, en esta casa de Valparaíso y por encargo del poeta, realizó un cartográfico mosaico de piedras a partir del original de un antiguo mapa de la Patagonia y de la Antártida que aquel poseía.

En homenaje a tal labor, Neruda incluyó en su libro Las piedras de Chile el poema «Piedras para María» y en la prosa titulada «Mi casa allá en las rocas» escribió: «María Martner, piedrecista, artista del granito redondo y las rocas litorales…».

De esta forma, el logotipo de la Fundación Neruda, inscrito en la bandera azul que ondea sobre la casa en Isla Negra, y que aparece en muchos de sus libros desde la edición príncipe de su Canto general, es la imagen de un pez atravesando una mandorla vertical en medio de un círculo, formando un doble anillo similar al de las esferas armilares y rodeada por las letras que componen circunferencialmente el apellido NERUDA.

«Mi bandera es azul y tiene un pez horizontal que encierran o desencierran dos círculos armilares», escribió al respecto el poeta en Una casa en la arena.

Parece que el dibujo fue hecho por el diseñador español, exiliado en México, Miguel Prieto, y desde entonces ha motivado muchas especulaciones simbólicas, aunque resulta evidente su doble carácter marítimo y erótico tan del gusto de Neruda, quien lo mandó esculpir en metal para exponerlo ante la casa mencionada.

Referencias evidentes hay también en las letras P de Pablo (entre ondas marinas) y M de Matilde (como picos montañosos) que pueden verse en la decoración de la casa La Chascona en Santiago de Chile, cuyo emblema visible en los rótulos que la flanquean es un sol con rutilante cara antropomórfica y radiantes rayos capilares que representan a Matilde Urrutia.

La imagen identificativa de la casa La Sebastiana de Valparaíso suele ser la de su edificio azul y rosa con forma de barco. En resumen, heráldica amorosa sublimada en arte: pez y barco eróticos sobre campo de mujer y mar solares.

 

 

 

 

 

***

Claudio Rodríguez Fer (Lugo, Galicia, España, 1956) es un poeta, narrador, autor teatral y ensayista en lengua gallega e hispanista en lengua castellana.

 

Claudio Rodríguez Fer

 

 

Imagen destacada: Claudio Rodríguez Fer ante el mural de Matta en el Museo de las Artes Visuales de Chile.

Salir de la versión móvil