Resulta evidente que el país andino es una cartografía geográficamente bañada —pero también biológica, social, económica y culturalmente impregnada— por el océano, pues tiene más de 4.300 kilómetros de costa en el Pacífico y aún accede al Atlántico a través de la Tierra del Fuego, donde se unen estos dos grandes piélagos.
Por Claudio Rodríguez Fer
Publicado el 12.8.2025
Criado tierra adentro en Galicia, mi primera aproximación a los océanos fue literaria, cuando descubrí fascinado en la infancia las novelas de viajes y aventuras del escocés Robert Louis Stevenson, del neoyorquino Herman Melville y del bretón Jules Verne, los dos últimos literariamente vinculados a Chile.
Respectivamente, en Moby Dick se menciona la isla chilena Mocha, famosa por el cetáceo blanco que inspiró la novela, y Les Naufragés du Jonathan transcurre en las chilenas Tierra del Fuego e isla Hornos, cuyo Cabo de Hornos es el punto más austral de América.
Pero en la adolescencia empecé a aproximarme a los océanos de forma más lírica con la poesía de los chilenos Gabriela Mistral y Pablo Neruda y, ya en la juventud universitaria, con odiseas tan épicas como Os Lusíadas, del portugués Luís de Camões.
Leyendo a Jorge Luis Borges supe también entonces de las novelas marinas del navegante polaco-británico Joseph Conrad y del viajero indo-inglés Rudyard Kipling. Y más tarde me interesé por la oceanografía a través de los famosos y ecológicos documentales del biólogo marino francés Jacques Cousteau.
Resulta evidente que Chile es un país geográficamente bañado pero también biológica, social, económica y culturalmente impregnado por el océano, pues tiene más de 4.300 kilómetros de costa en el Océano Pacífico y aún accede al Océano Atlántico en Tierra del Fuego, donde se unen estos dos grandes piélagos.
Además, cuenta con una costa muy variada, en la que abundan las playas, las bahías, los fiordos y las rías, lo que determina la importancia de su pesca, de su tráfico marítimo, de su investigación oceanográfica y hasta del turismo acuático que atrae.
Yo disfruté del espectáculo del Océano Pacífico por primera vez en la playa y el roquedal de Isla Negra, sobre los que tanto había leído en la poesía (Canto general, Memorial de Isla Negra) y en la prosa (Una casa en la arena, Confieso que he vivido) de Pablo Neruda y, a pesar de las altas expectativas con las que me acerqué a esa costa, desde luego no me decepcionó el «compañero océano», como lo llama en verso el poeta, en efecto «tan grande, desordenado y azul» como lo califica en sus memorias.
Y tampoco me decepcionaron la bahía y la ciudad de Valparaíso, gran anfiteatro marítimo de cuyos cerros cuelgan miles de casas mirando al Océano Pacífico.
Su decimonónico y portuario centro histórico, construido mayoritariamente por los españoles, fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, distinción que comparte en Chile con el parque nacional Rapa Nui y con las iglesias de madera de los bosques de Chiloé.
Las vistas de Valparaíso, que pude disfrutar desde el fabuloso mirador de 360 grados de la casa-museo La Sebastiana de Pablo Neruda, y desde otros miradores aún más altos, me resultaron absolutamente fascinantes, como también sus espectaculares ascensores funiculares.
Aparte de esto y de los abundantes y vibrantes murales pintados, me sorprendieron las inesperadas citas de Federico García Lorca esparcidas en placas cerámicas en el entorno de La Sebastiana.
No es de extrañar, pues, que quien vivió en medio de los océanos, como Pablo Neruda, tuviese pasión por ellos, pero tampoco que la tuviese también por la malacología, dada la cantidad y la espectacularidad de los moluscos que habitan en sus mares.
Además, no es de extrañar, pues, que el propio poeta escribiese en Confieso que he vivido esta afirmación: «lo mejor que coleccioné en mi vida fueron mis caracolas».
La poesía de caracolas
Yo mismo disfruté ya de niño de las conchas que recogía en la playa de Riazor de A Coruña y de las caracolas usadas como instrumento sonoro que me regalaban familiares que habían visitado otras playas y que aún conservo. Y, ya mayor, seguí acumulando modestamente conchas y caracolas que encontraba con Carmen Blanco y con nuestra hija Mariña cuando era niña en playas y mercados portuarios por las costas gallegas y por otros litorales.
En dicha colección abundan las recogidas personales (como los caracoles blancos que encontré en Jaruco y que traje a Galicia desde Cuba) y los regalos amistosos (como las conchas de vieira entregadas personalmente en Galicia por María Kodama, ya entonces viuda de Borges).
La viguesa María Lopo, siempre amante del mar y compañera de incursiones marítimas, me regaló un precioso y documentado libro sobre conquiliología que me permitió identificar y clasificar nuestros especímenes, coleccionados tan solo por su atractivo estético.
En 1945, Neruda donó a la Universidad de Chile miles de conchas y caracolas procedentes de los más diversos lugares del mundo, que encontró, que compró o que le regalaron.
Por fortuna, pude disfrutar de una maravillosa selección de ellas expuesta en la Sala Museo Gabriela Mistral de dicha casa de estudios titulada «Mollusca. Poesía de caracolas», aunque ya había podido ver otra muestra menor de la misma colección en el Instituto Cervantes de Madrid bajo el título de «Amor al mar. Las caracolas de Neruda».
La intención de la exposición, además de obviamente poética, estética, científica y didáctica, es la de reivindicar una cada vez más necesaria conciencia ecológica con interactiva colaboración del público, de la cual por cierto también se exponen significativas muestras de sensibilidad ecologista con el entorno natural.
En Confieso que he vivido, el poeta asegura que exageró su «caracolismo» hasta «visitar mares remotos»: «Tuve las especies más raras de los mares de China y Filipinas, del Japón y del Báltico; caracoles antárticos y polymitas cubanas». En efecto y con razón, adoraba la «prodigiosa estructura», la «pureza lunar» y la «porcelana misteriosa» de las caracolas, además de «la multiplicidad de las formas, táctiles, góticas, funcionales».
Según el poeta, su coleccionismo comenzó cuando el eminente malacólogo cubano Carlos de la Torre le entregó una valiosa polymita, el vistoso caracol pintado de vivos colores cuya extraordinaria belleza también pude admirar allí.
Neruda cuenta además que sus amigos comenzaron a «encaracolarse» y a buscar conchas marinas para él, como fue el caso del poeta español Rafael Alberti, quien lo obsequió con una gran caracola Charonia tritonis firmada, tritón que también se exhibe en la muestra en cuestión.
Y relata asimismo el poeta que en la China de Mao le entregaron, extrayéndolo de un museo, un valioso ejemplar de la exquisita especie de espiral en escalera Thatcheria mirabilis, de la familia Turridae, que también pude ver en la propia caja original en la que se la dieron.
Se trata de la llamada caracola maravillosa japonesa, que fue modelo de palacios y pagodas de Asia y de la que suele decirse que inspiró al arquitecto Frank Lloyd Wright para diseñar el Guggenheim Museum de Nueva York, acogedora espiral habitable que por cierto tanto frecuenté yo cuando residía en dicha urbe.
En espiral constante y vital
Ahora bien, o Neruda no entregó todas sus conchas a la Universidad de Chile o siguió coleccionando otras después (o ambas cosas), porque en su casa-museo de Isla Negra se encuentra toda una sala con preciosas caracolas marinas. Inicia la galería el impresionante, larguísimo y helicoidal colmillo de marfil de un narval, enigmático cetáceo al que el poeta llamó «unicornio marino» en Confieso que he vivido.
Fuera de las vitrinas se exhiben las valvas de un molusco gigante, de tamaño similar a otra concha enorme que se muestra en la exposición «Mollusca», perteneciente a una Tridacna gigas de 14 kilos de peso y 51 centímetros de ancho.
Aun así, quizá ninguna de ellas es tan grande como la concha también Tridacna gigas del Océano Pacífico, de 65,5 centímetros de ancho y 23 centímetros de alto, que el almirante gallego Casto Méndez Núñez donó a la Iglesia de la Virgen Peregrina de Pontevedra, capilla que por cierto tiene planta en forma de vieira, donde tal almeja gigante se utiliza como pila de agua bendita.
En consonancia con semejante sentido de la utilidad, ante una puerta de la vivienda de Isla Negra perduran incrustadas pequeñas conchas, en uno de los suelos de entrada, que supuestamente servían para procurar reconfortantes masajes en los pies de los visitantes.
Con todo, en las exposiciones conquiliológicas nerudianas en Chile pude comprobar personalmente que en mi modesta colección figuran algunas de las más bellas especies poseídas por el poeta, como la Turritella terebra linnaeus, que tiene perfecta forma helicoidal, parecida a un sacacorchos, procedente del Océano Pacífico.
Asimismo, aprecié a la Cypraea tigris linnaeus, conocida como caurí o porcelana tigre por sus preciosas manchas atigradas, procedente del Océano Índico-Pacífico, o la Conus eburneus (Hwass in Bruguière), uno de los elegantes especímenes cónidos de manchas giratorias también procedente del mismo ponto Índico-Pacífico.
Pero son muchas las bellas piezas repetidas en ambas colecciones, como el tritón, el nautilus, los conos nacarados, y, dado el volumen de la recopilación nerudiana, probablemente también la nacarada Turbo sarmaticus que poseo, conocida por su forma como turbante sudafricano.
Adina Ioana Vladu y yo nos sumergimos tanto en la poética oceánica de la conquiliología nerudiana en Chile, que repetimos y seguiríamos repitiendo hasta el infinito la misma experiencia vital en espiral constante, no exenta de homología estructural con la acaso ya prefigurada por el joven Neruda cuando la encarnó en el verso: «Se parecen tus senos a los caracoles blancos».
***
Claudio Rodríguez Fer (Lugo, Galicia, España, 1956) es un poeta, narrador, autor teatral y ensayista en lengua gallega e hispanista en lengua castellana.

Claudio Rodríguez Fer
Imagen destacada: Claudio Rodríguez Fer en la Sala Museo Gabriela Mistral de la U. de Chile.