«Don Ramón del Valle-Inclán»: Ese otro manco genial de las letras hispánicas

Junto a Miguel de Cervantes -quien también tenía inutilizada su mano izquierda, luego de ser herido en la famosa batalla de Lepanto- el escritor de la iberia gallega conforma el famoso dueto de los narradores que, al redactar su obra en castellano, exhibían esa peculiar característica anatómica en su integridad física.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 16.1.2020

En nuestra casa de la infancia y la primera juventud, conocimos esas tres facetas del excelso escritor de la generación del 98, don Ramón María del Valle-Inclán Peña y Montenegro, alter ego del Marqués de Bradomín, manco del brazo izquierdo en una célebre y dramática reyerta con el escritor Manuel Bueno, ocurrida el 24 de julio de 1899, en el Café de La Montaña, Madrid.

Desde aquel suceso, cuando el joven de las barbas de chivo tenía treinta y dos años, se tejieron numerosas leyendas respecto de la manquedad de don Ramón. Algunas de ellas las contaba padre Cándido, con gracejo parecido al de su admirado paisano. Las historias de aquella agresión física, perpetrada por Manuel Bueno en respuesta a las filosas descalificaciones verbales que le infligiera Valle-Inclán, crecían alentadas por la curiosidad morbosa de reporteros (esto no ha cambiado en siglo y medio) que ejercían su oficio en los cafés, y de los propios contertulios, pues en los albores del siglo XX, las mejores conversaciones intelectuales y de corrillos literarios, tenían lugar en los cafés, bares y tabernas del bullente y cosmopolita Madrid de comienzos del siglo XX.

Manuel Bueno era un hombre corpulento, de elevada estatura y genio explosivo. Entró esa noche fatídica al café, profiriendo insultos contra don Ramón, para lanzarle luego un tremendo mandoble con su pesado bastón. Valle-Inclán se cubrió con el brazo izquierdo, el que sufrió inmediata fractura; lo peor para el gallego fue que el golpe incrustó uno de sus gemelos en la muñeca, provocando la gangrena. Don Ramón exigió al médico que la amputación fuera sin anestesia, solo coñac. Mientras le operaban, dio cuenta de la botella.

Ante una de tantas preguntas sobre el veraz origen de su manquedad, don Ramón contó la siguiente historia:

“Durante mi viaje al sur de México, en la zona de Yucatán, me adentré una mañana en la selva; no llevaba yo más armas que mi pipa de Kif y mi bastón de cedro. Cuando me acercaba a un claro, iluminado por los implacables rayos del sol tropical, escuché el quejumbroso llanto de una fémina. Aceleré mi paso viril y hube de apelar a todo mi coraje para superar los temblores de aquella visión trágica: una bella mujer nativa yacía sobre la hojarasca, amarrada a un poste, mientras un enorme jaguar se aprestaba a devorarla… Corrí en su auxilio, me interpuse ante la fiera, con mi bastón alzado. El jaguar saltó sobre mí, cercenándome el brazo, para huir luego con aquel despojo del miembro siniestro. Supe luego que aquella hermosa mujer era una princesa maya… No padecí entonces otro dolor que la imposibilidad de consumar un amor idílico”.

Hay muchas otras versiones. Quizá la más rotunda fuera la respondida a un impertinente reportero santiagués, en las últimas horas de vida de don Ramón:

-“¿Quiere saber la verdad de mi condición de manco? Pues bien, el brazo que me falta fue obra de la voracidad de un periodista como usted”.

Las sonatas del marqués de Bradomín fueron una de esas lecturas predilectas que constituían el pan de los libros, en la Casa, que enriquecían la atmósfera familiar desde la dicción clara de mi madre. Después, había que coger el libro de la biblioteca del salón, y devorarlo a solas, como corresponde al rito de todo lector amante, pues la temprana lectura posee parecido morbo al del amor furtivo.

Viva mi dueño, Gerifaltes de antaño, Cara de plata, Águilas de blasón, Divinas palabras, Luces de Bohemia… Pero el libro que más me impresionó, de su prolífica obra, fue, y sigue siendo, Tirano Banderas, la genial novela que inaugura la saga narrativa acerca de los sátrapas, caudillos y tiranuelos que han parido nuestras turbulentas repúblicas latinoamericanas, romance del que son tributarias, sin duda, El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias; Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos; El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, por señalar las más representativas del género.

No me canso de recomendar a mis amigos escritores, a los discípulos de mi taller literario y a todo lector sagaz que se me cruce en el camino, la lectura de Tirano Banderas, a través de cuyas páginas podemos apreciar también aspectos estéticos y características estructurales de un auténtico “realismo mágico”, muy anterior al que se atribuye como “descubrimiento original” a algunos autores de nuestro “boom” de los 60, como Alejo Carpentier, Juan Rulfo o el propio García Márquez, sin olvidar a José Lezama Lima, en su magna novela Paradiso.

En ese aspecto, Valle-Inclán es precursor, desde su principal estro creativo, que fue el modernista, aunque evolucionara también hacia el surrealismo, con la incorporación lúcida y fascinante de sus esperpentos, sobre todo en sus obras teatrales.

Hoy en día se aprecia una notable recuperación en España del teatro de Valle-Inclán, con la puesta en escena de sus obras más conocidas, como las Comedias bárbaras. A propósito, escribe Ernesto Caballero:

«Las Comedias bárbaras narran el esplendor y la decadencia de una estirpe galaica de altivos y despóticos señores feudales encarnados en la figura de Don Juan Manuel Montenegro. Nuestra versión arranca con las primeras escenas de Romance de lobos cuando el Caballero, atormentado por la culpa y funestos presagios de muerte, decide embarcar hacia Flavia Longa, donde acaba de morir su esposa Doña María. Durante la travesía evocará su desenfrenada historia en un recorrido retrospectivo por las más destacadas escenas de Cara de Plata y Águila de Blasón. Escritas bajo los presupuestos de la estética simbolista plantean retos de puesta en escena imposibles para la realidad teatral de su tiempo que aún siguen suscitándose con el controvertido asunto de cómo llevar a las tablas estos textos rebosantes de complejas e irrepresentables acotaciones. Ahora bien, si por un lado don Ramón escribe estas obras fundamentalmente para la ensoñación del lector, en sintonía con las tesis idealistas que consideran como mejor representación aquella que cada cual imagina cuando lee, su condición de hombre de teatro confiere a estos textos una extraordinaria e inspiradora potencialidad escénica que provoca, ¡y de qué modo!, la imaginación creadora de sus eventuales intérpretes».

Esto se hace también patente en la narrativa valleinclanesca, donde nada queda resuelto de manera definitiva, considerando al lector como quien complementa el quehacer del escriba, para cerrar así el ciclo creativo en comunión necesaria e indisoluble entre el artista y su anónimo destinatario. Concepción de suyo moderna y anticipada a su tiempo la de don Ramón, signo de un vanguardismo que va más allá de pretensiones vacuas de originalidad, sin ese arresto vano que suele tornarse dudoso en la literatura, mundo en el que todo –o casi todo- parece haber sido dicho e intentado en materia de novedades estéticas y juegos sorpresivos.

Don Ramón es personaje principal de su profusa leyenda, como tantos escritores lo han sido y lo serán, algunos en desmedro de su obra, transformándose el protagonista existencial en un ser que opaca o desvirtúa su propia escritura. En el caso de Valle-Inclán, sus variados retratos o mitos o caricaturas, no han logrado disminuir la importancia de sus creaciones, a ciento cincuenta años de su pasamento, luego de siete décadas de fructífera vida.

Rubén Darío le dedicó este soneto que es un retrato inolvidable:

«Este gran don Ramón de las barbas de chivo,
cuya sonrisa es la flor de su figura,
parece un viejo dios, altanero y esquivo,
que se animase en la frialdad de su escultura.

El cobre de sus ojos por instantes fulgura
y da una llama roja tras un ramo de olivo.
Tengo la sensación de que siento y que vivo
a su lado una vida más intensa y más dura.

Este gran don Ramón del Valle-Inclán me inquieta,
y a través del zodíaco de mis versos actuales
se me esfuma en radiosas visiones de poeta,

o se me rompe en un fracaso de cristales.
Yo le he visto arrancarse del pecho la saeta
que le lanzan los siete pecados capitales».

 

En julio de 1985, con ocasión del «Congreso Rosalía de Castro e o seu tempo», en Santiago de Compostela, fui testigo de algunas disputas que aún hoy me parecen tan inútiles como estériles. Jóvenes estudiantes de literatura, enxebristas acérrimos, de posturas tan rotundas como agresivas, sostenían a viva voz, en los corrillos del memorable congreso, que Ramón del Valle-Inclán no era un escritor gallego, puesto que toda su obra estaba escrita en la lengua imperial de Castilla, por lo que debiera considerársele, simplemente, como un escritor “castellano”, es decir, español. Y yo, gallego indiano o converso, según se mire, me entreveré en la querella, preguntándoles, a contrapelo:

«Según vuestras conclusiones, nuestros grandes poetas, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, serían escritores “castellanos”, porque de Castilla recibimos esta lengua que la propia Gabriela y el mismo Pablo elogiaran, escribiendo este último, en sus memorias, Confieso que he vivido:  ‘Se llevaron el oro y nos dejaron el oro; se llevaron todo y nos dejaron todo: nos dejaron las palabras»’…

La propiedad identitaria de lo gallego –o de lo chileno-, pues, está más allá de la lengua en que expresemos sus esencias y particularidades, máxime si consideramos los cuatrocientos cincuenta años de diglosia y menosprecio de la lengua vernácula, en proceso de recuperación académica desde la década de los 80 en Galicia… Por otra parte, el castellano de don Ramón está conjugado en gallego, atributo que lo hace incomparable entre sus contemporáneos.

Ese día de julio, de modo providencial quizá, llevaba yo en mi maletín un ejemplar de Divinas palabras, que extraje como un espadachín dialéctico, para leer a aquellos mozalbetes iracundos –que con seguridad habían leído escasamente al genial manco de Vilanova de Arousa-, un pasaje de La adoración de los reyes:

«Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas dispersas, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas. Un pastor guiaba sus carneros hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viajero cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras… Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas a la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y era éste el cantar remoto de las voces:

Camiñade Santos Reyes

por camiños desviados,

que pol’os camiños reales

Herodes mandou soldados».

 

Por obra del artista que esto escribió, Belén de Judá es la Galicia profunda, vuelta universal en el milagro (seamos o no creyentes) de esa epifanía que ha llenado millares y millares de páginas, sean narraciones profanas, exégesis evangélicas o hagiografías mesiánicas.

Una comarca verde y húmeda, con yuntas de vacas marelas paciendo entre el humo que brota desde las casas de piedra y el cantar de una copla campesina… Como Tolstoi, Valle-Inclán vuelve universal la aldea, a través del lenguaje, y en este relato, la superpone con maestría poética y emotiva, a un paraje remoto de los Santos Lugares, otorgándole el paisaje y el rostro social y milenario de Galicia.

Y al concluir la lectura, manifesté a los atolondrados oyentes:

-Si esto no es hondamente gallego, yo no estoy de pie ante ustedes y Santiago de Compostela es un sueño sin sentido…

Y así como amo el gallego, que aprendí a escuchar en la lejana infancia, en el lar de mis abuelos lucenses, al norte de Santiago del Nuevo Extremo, en tierras australes de América, aprendí a querer este hirsuto castellano que hemos dulcificado y enriquecido los hablantes americanos, para reafirmar en sus conjugaciones y renovadas prosodias nuestra identidad, pues cuando nuestros poetas nativos cantan, en sus voces tañen las sílabas del Mío Cid y los ecos renuevan sus matices, incansablemente, en cada uno de los hilos vocálicos de este infinito telar que solo completaremos con la última sílaba creadora.

Cada vez que entro en un café o en un bar (suelo hacerlo a menudo), busco de manera inconsciente la figura quijotesca y esperpéntica de don Ramón María del Valle-Inclán, en algún rincón donde surjan, airosas y certeras, las mejores palabras. Allí, como dijera un poeta sajón: “partiremos el pan con nuestros muertos”, que no es otra cosa el espíritu fraterno de la literatura…

Y si ese encuentro imaginario con el hijo ilustre de Arousa llegase a ocurrir, me sentaré a su lado, en absoluto silencio (contra mi costumbre), solo para escucharle, porque necesitaré de muchas vidas para aquilatar como se debe el renovado tesoro de su genio universal. Por fortuna, hasta ahora, carezco de enemigos literarios que puedan arremeter contra mí a bastonazos.

 

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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).

Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Ramón del Valle-Inclán (1866 – 1936).