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[Ensayo] «El cuerpo es devil», de Cayo Cæctus: El cambio musical de la materia

El libro del poeta y abogado chileno procesa fraseos, imágenes y pulsos en la fantasía de hacer unos «beats» para un «perreo» inconsciente de los versos, y así poder cambiar las cosas de lugar, y desde otro cosmos poner sus propias normas a fin de contagiar y agitar al esqueleto creativo de su verbo.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 22.4.2020

Ok, las palabras son sonidos. En este lado imaginario de la página. Y en el otro, por donde salen tus ojos en caída libre, como derramándose en una danza, al ritmo de un solo poema que rompe las discotecas del cuerpo. Ok, los sonidos también vienen en las frases. Ellas van elucubrando un camino que no tiene pausas sino cada tres o cuatro minutos —muy pocas veces cada dos— a medida que la lista de reproducción se va desintegrando en los pasos y en el sudor mental de cada pálpito, de cada púlpito que reintenta el drum-beat en tu propio metro cuadrado.

¿Se puede atrapar a los sonidos? Aparentemente, la respuesta a esta pregunta es sí. La grabación y el papel. El cerebro y la memoria. Hablo de soportes y de plataformas que cerquen un bucle de ida y regreso a los sentidos. La chance de ser repetidos y reproducidos. La maravilla que queda en, por ejemplo, un vinilo, un CD, un libro. Aunque también en asociar una serie de frases a un texto, a una canción o a un momento determinado, una construcción que bifurque el sendero de evocar e invocar y que encuentre a ambos verbos en la desembocadura del pensamiento que retroalimenta el sistema nervioso.

La primera grabación de un poema —o parte de el— no fue obra de Walt Whitman, como afirma Agustín Fernández Mallo en su Teoría general de la basura, sino que estuvo en la voz e intento de Robert Browning. La data de esto se remonta al 7 de abril de 1889. En un fonógrafo de Edison se registraron algunos segundos del texto How They Brought the Good News from Ghent to Aix, junto con unas disculpas del poeta por no poder recordar —de corrido y de memoria— su trabajo.

La grabación muestra en sobresaltos el ritmo del poema. Fue reproducida en el primer aniversario de la muerte del poeta, el 12 de diciembre de 1890, ante un grupo reducido de personas. Ese mismo año se verificó la grabación de un fragmento de America, por su autor, Whitman. Al oír las voces de ambos poetas, se retienen: quedan grabadas a fuego y hielo en el cerebro. Y el ritmo de las palabras a medida que se reutilizan en la cabeza, se reconducen a la unidad a que dicen pertenecer y se despercuden de autoría, haciendo posible una serie de conexiones que las distinguen de otras palabras. Cambia su energía y su materia.

El cuerpo es devil (La Calaquita Ediciones, 2019) de Cayo Cæctus (seudónimo del abogado Claudio Castañeda Peñaloza, Santiago de Chill-e, 1984) es un desarreglo de distancias y asociaciones que va desconfigurando una plataforma sónica. Tiene su propia cadencia y no. Observa un ritmo, pone sus vigas en la melodía de una mente, de un pensamiento que va moviéndose en la pista de baile con esa vitalidad que suda el reggaetón. Lo cómico, lo antipoético son recursos que se desenrollan en una cascada de renglones seguidos. El lenguaje del libro pacta con la intensidad de los silencios sobre los blancos en cada página y con la necesidad de ventilación que tiene el musculo y la textura nerviosa. El sonido transpira primero.

Al mensaje legislativo: “(Esto) en realidad fue hecho / para que nadie dejara / la cultura del reggaetón sin historia—(para que nadie) pudiera / dejarla ser extinta / en unos pocos de años”. Observen el tono de lo que se dice. Retengan. La pantalla: una epopeya del reggaetón. Parte en la actual Panamá (ex Reino de Tierra Firme), expandiéndose en la década antepasada —primera del siglo XXI— con una secuencia de chart y ranking y con otra de paradigma kuhniano. Una canción que va superando a la otra, la que se quiere perrear primero. Desde ese DA-DDY YAN-KEE súmale mambo pa que mi gata prenda lo motore en potencia matemática, una canción elevada a otra canción. El reggaetón aún no termina, ¿o sí?: “A esto se le agota pronto la pila / es otra vaina comercial tullida / morirá como el meneaito / como Axé Bahía”, sitúa Cayo. No. Alrededor del 2010 concluía la primera ola —concepto ad hoc— del reggaetón, ¿qué te pasa cuando suena “lo que pasó, pasó”, “noche de sexo”, “ella y yo”? ¿Clásicos? Uf. Lo poético es un vector que se baila.

Del suelo al celo, vamos perreando, de abajo para arriba, moviendo el cuerpo hasta que nos apropiamos de las palabras colocando nombre al deseo, no sé si la pareja de baile —necesariamente— sino esos ruidos que se van paladeando en la lengua y fundiéndose en los “circuitos de recompensa” del cerebro. Vas avanzando en el texto y te encuentras con la música a buen volumen, Mistral y Bad Bunny en el comienzo de una página. Ironía que, si se sigue permitiendo el name-dropping, es tributaria de una línea en la poesía chilena que contiene, sí, a Lihn y Parra, pero ante todo a Uribe y sus gárgaras en verso + rima. No solo eso, porque su tono no resulta pasado a naftalina. Ni la obsolescencia del reggaetón ni del efecto cómico, una escritura que va uniendo lugares comunes en este rizoma de apropiación ética y estética. Nos queda que, si son todos los lugares comunes, entonces ya ninguno lo es.

Hay una distinción de Walter Benjamin que quiero invitar a perrear. Huella y aura: “La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás. El aura es la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca. En la huella nos hacemos con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros” (Libros de los pasajes. Akal, 2005, p. 450). Huella y aura en la obra en comento. El aura es la canción que podemos retener con facilidad, ¿se han dado cuenta que en la pista de baile es poca la gente que no se sabe la letra? Cuando creemos que hemos poseído a la letra, es ella y el ritmo del reggaetón los que poseen al cuerpo. El aura en la pista. En el más allá, la huella porque vamos dándole relieve y espacio al reggaetón, dedicándolo y estimulando los neurotransmisores con la promesa de fiesta y éxtasis.

El cuerpo es devil nos ofrece el contorno de la experiencia. Una experiencia, digamos, afterpop. Más allá de lo apropiacionista que nos pueda parecer, en una frontera del reggaetón y su pensamiento, malabarea con palabras que remezclan los ritmos, poniendo a orbitar logos y mythos en la voz de un poeta que desaparece y aparece, entre una página y otra, como collagista, montajista, como un autor de dudosa procedencia. Con lo último quiero decir, rearmar un baile, una lista de reproducción, con el reverso de un lenguaje que no reescribe, sino que implota en su reverso deductivo generando —con celeridad— una descarga eléctrica adicional en el cerebro.

¿Pascal Quignard habría odiado o bailado un reggaetón? Creo que no lo deja morir, si esta extracción de El odio a la música es funcional a la lectura de Cayo Cæctus. Cita y comentario: “Toda vibración cercana al latido del corazón y al ritmo del aliento induce una misma contracción, tan involuntaria, tan irresistible, tan pánica” (Ed. Andrés Bello, 1998: p. 39). El drum-beat del reggaetón, ¿cuánto hay de primitivo? ¿O de simple? Desde esa perspectiva, un blanco fácil cuyos sonidos, palabras y ritmos se retienen a partir de la avanzada sofisticación que posee la música al poder —hoy en día— (conexión a Internet mediante) reproducirse en cualquier instante y lugar. La autoría del reggaetón se reconoce, aunque este libro la desmonta hasta llegar a un pastiche donde la ironía demuestra una verdad inconfesable que tienen las letras que se ocultan tras esa capa gruesa de música. Cuál verdad, quizás con Jorge González: “marchamos con los jefes de nuestra fábrica / de la cultura de la basura”. Este libro es uno del siglo XXI. Se oye en los karaokes de la poesía latinoamericana y en los afters de la propiedad intelectual.

Cayo Cæctus, procesa fraseos, imágenes y pulsos como un homo sampler —el ruido, de Eloy Fernández Porta— en la fantasía de hacer unos beats para un perreo inconsciente en el poema, cambia las cosas de lugar, desde otro cosmos pone sus propias normas para contagiar al esqueleto. Y agitarlo.

 

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Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) es poeta y abogado de la Universidad de Chile. Codirige la microeditorial & revista Litost, administra la mediateca de poesía “La comparecencia infinita” y sus últimas publicaciones son Coca-Cola Blues (Ciudad de México: Vuelva Pronto Ediciones, 2019) y Escombrario (Santiago: Contraeditorial Astronómica, 2019).

 

«El cuerpo es devil», de Claudio Castañeda (La Calaquita Ediciones, 2019)

 

 

Nicolás López-Pérez

 

 

Crédito de la imagen destacada: Claudio Castañeda Peñaloza.

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