“El espíritu de la colmena”, de Víctor Erice: El misterio iniciático del crecer

El ambiente de misterio donde se da el crecimiento, en particular el desarrollo de la pequeña Ana (Ana Torrent), acompañada por la transformación de su hermanita Isabel (Isabel Tellería), resultan ser el tema central de este filme que data de 1973: una de las películas más bellas y mágicas que ha producido España en su historia de cine, de acuerdo al habitual análisis multidisciplinario que ofrece nuestro redactor argentino.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 27.11.2018

¿Qué es crecer? Sabemos que no sólo es aumentar de tamaño, aunque sea la primera definición que aparece cuando uno la busca en los textos. De hecho, existen tres procesos que están entrelazados: el crecer, el desarrollarse y el progresar. El ser humano lleva adelante estos tres procesos de manera más o menos simultánea. El crecimiento físico, con el aumento del tamaño, es el más conspicuo de todos, pero siempre se cuelan en algún momento, en alguna anécdota, los otros aspectos relacionados: aparecen funciones y sentires nuevos que sólo se dan gracias al crecimiento del tamaño y que serán su expresión a través del desarrollo. Y estas nuevas funciones y sentires serán socialmente orientados en beneficio de los demás (progreso social) y en beneficio propio (progreso personal). A estas alturas, el crecimiento del cuerpo, de los huesos y demás órganos parece disolverse en cuestiones más abstractas, relacionadas especialmente, con las cuestiones morales que comienzan a invadir el psiquismo de las personas. En efecto: se genera alrededor del crecer una constelación de acontecimientos que modelarán el progreso (si es que lo hay) del individuo, pasando por su desarrollo físico, que incluye el mental.

Hay algo misterioso en el crecer. La palabra misma tiene su misterio en la raíz indoaria ‘ker’, que en griego se conforma de dos letras: Ji y Rho, y que aparecen en infinidad de palabras de muchos idiomas, a veces mediatizadas por la ‘e’ o la ‘o’: crear, creer, crecer, cereal, córneo, corner en inglés, o sea: rincón con forma de cuerno, la diosa Ceres, cerebro y, por supuesto se nos aparece en los personajes de Krishna de la tradición hindú y de Cristo en la judeocristiana. Es en este ambiente de misterio donde se da el crecimiento… en particular, el crecimiento de la pequeña Ana (Ana Torrent), acompañada por el de su hermanita Isabel (Isabel Tellería), como tema central del filme El espíritu de la colmena de Víctor Erice, película de 1973: una de las películas más bellas y mágicas que ha producido España en su historia de cine.

Decía Maurice Maeterlink en su célebre El mundo de las abejas, que en ese cerrado ámbito reinan: “el alma del estío, el reloj de los minutos de abundancia, el ala diligente de los perfumes que vuelan, la inteligencia de los rayos de luz que se ciernen, el murmullo de las claridades que vibran, el canto de la atmósfera que descansa…”. Todo ese enjambre de etéreos decires se resume en su prodigioso concepto de “el espíritu de la colmena”, concepto que Erice toma como título del filme. Se trata del espíritu que anima la maquinaria infalible de vida que es el diminuto universo de una colmena, a la reina y a la lógica interna del conjunto.

Hoyuelos es el pueblo donde crecen Ana e Isabel con su familia. Su presentación como tal en la cinta se da en el mero comienzo, con la entrada del camión que trae ese “espíritu de la realidad” que es el cine: un proyector y la película Frankenstein de 1931, dirigida por James Whale. Allí la conoceremos a Ana y a Isabel. Allí conoceremos el rostro angelical de la niña y, muy especialmente, conoceremos sus ojos… aquellos ojos que no crecerán a lo largo de toda su vida porque los ojos de los niños ya tienen el tamaño que tendrán los ojos de los adultos… aprovechando, de paso, esas veces en que lo simbólico se entromete en el mundo “real” lo que, de paso, muestra la potencia real del símbolo. Pero esta entrada del camión nos introduce en otro nivel escénico: junto al cartel del pueblo “Hoyuelos” está enclavado en un muro el antiguo símbolo del franquismo, resucitado de la combinación del yugo de Ysabel de Castilla y las cinco flechas de Fernando de Aragón, los Reyes Católicos.

 

Una escena de la cinta «El espíritu de la colmena»

 

Con la llegada de ese camión se nos informa que la acción transcurre en “En un lugar de la meseta castellana hacia 1.940…”, es decir a comienzos de la dictadura franquista tras la Guerra Civil. Es este contexto el que nos informa acerca de la detención del crecimiento, y del desarrollo y progreso de la sociedad española. “La negra España” de la “Leyenda negra española” que el escritor madrileño Julián Juderías definiera como: “…el ambiente creado por (…) las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y colectividad, la negación o por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte (así como) de que nuestra Patria constituye, desde el punto de vista de la tolerancia, de la cultura y del progreso político, una excepción lamentable dentro del grupo de las naciones europeas”. Aunque desde América, su par argentino Rómulo Carbia tuvo una visión más asertiva de las leyendas acerca de “La negra España”: “…abarca la Leyenda en su más cabal amplitud, es decir, en sus formas típicas de juicios sobre la crueldad, el obscurantismo y la tiranía política. A la crueldad se le ha querido ver en los procedimientos de que se echara mano para implantar la Fe en América o defenderla en Flandes; al obscurantismo, en la presunta obstrucción opuesta por España a todo progreso espiritual y a cualquiera actividad de la inteligencia; y a la tiranía, en las restricciones con que se habría ahogado la vida libre de los españoles nacidos en el Nuevo Mundo…”. Jorge L. Borges la definió más sintética y sabiamente como “La dura España”… dureza de piedra, de aridez estólida de piedra frente a la dinámica cultural que la mantuvo aislada de cualquier avanzada renacentista, junto al “rigor mortis” de la brutal imposición religiosa. Es en ese ambiente seco, estéril, en el que los españoles adultos del filme se exhiben como secos y polvorientos fantasmas detenidos en el tiempo y en el espacio. Tristeza y amargura acompañan a los sombríos personajes de Fernando, interpretado por el gran Fernando Fernán Gómez y de Teresa -Teresa Gimpera- que sobrevuelan el crecimiento de las niñas. El encuentro con la muerte y el sentido que la muerte le da a la vida es, quizás, la primera frontera que el crecimiento de las hermanas deberá atravesar, y esta evidencia de la muerte y la vida como valores -o secos ladrillos- con los que empezarán a construir sus almas, termina siendo una historia del crecimiento como un proceso iniciático.

 

Las actrices Ana Torrent e Isabel Tellería en «El espíritu de la colmena» (1973)

 

La iniciación

Una iniciación es siempre un camino a recorrer… pero un camino sin contexto. Por eso, el recipiendario de los misterios masónicos, por ejemplo, debe realizar su viaje iniciático con los ojos vendados. Por eso el parto es, en sí mismo, también un camino iniciático sin contexto, desde la tenebra uterina hacia la luz del “afuera” (el “ser dado a luz”), pero donde se sale en completa soledad, sin posibilidad de diálogo: por el canal de parto se nace siempre solo… y los que nacen son in faris: infantes… esto es: los que no hablan, los que no dialogan. Estos procesos de iniciación concebidos como caminos, pueden darse en todas las direcciones del espacio y del tiempo. Y del otro lado, cuando los in faris comienzan a hablar a ser dueños de su consciencia, saben que los espera la muerte: todo recién nacido, diría Nietzsche, es así un condenado a muerte… una muerte vieja vivida por todos los adultos de esa dura España de guerras, tiranías y sequía mental y moral. A ese mundo yermo, desértico, se le ofrece la húmeda ternura de los rostros -y almas- de las niñas Ana e Isabel. Al óseo candor del ambiente externo, un excelente trabajo de laboratorio lleva la calidez de la luz solar -una luz dorada de miel de un barroquismo delicioso- en el interior de la casona, con sus ventanas de vidriados hexagonales, dorados, donde Fernando y Teresa pasan sus vidas: el uno, como silencioso y metódico apicultor, que lee revistas y busca señales de onda corta en su radio, y la otra, extrañando un viejo amor que la guerra se llevó: viviendo ambos sumidos en sus tristes rutinas de abejas. Y está el tren que siempre pasa de largo llevando más soldados al olvido. Y las vías del tren y la posibilidad de que la enorme y negra locomotora traiga consigo la muerte. También, de la mano del padre, las hermanas van buscando hongos y descubren dos verdades contrapuestas: el hongo más venenoso y la lejana -e inalcanzable- montaña donde se dan las mejores setas… En fin: que todo lo bueno siempre parece quedar más allá de los Pirineos.

Isabel -la mayor- manipula a su favor los temores de Ana, apelando, precisamente a los temores y preguntas que el Frankenstein había despertado en la pequeña. Una clase de anatomía con una lámina en el aula de la escuela, enseña armando -como en el caso del monstruo- las diferentes partes del cuerpo y recrea en Ana la mirada determinante y dominante del adulto que todo lo domina y determina pero desde una vida que ella misma está creando: su crecimiento va alcanzando los territorios ajenos. Pero en la siguiente escena, las hermanas descubren una taina (construcción arquitectónica típica de la España central) abandonada en medio del campo con el espacio del correr insustancial y sin frenos: el mundo de la relativa libertad en la inconsciencia infantil. Construida hace mucho tiempo para almacenar el pienso de los animales que pastoreaban a su vera, la taina en ruinas les ofrece el misterio y la transgresión propios del crecimiento y la llegada a un mundo prohibido como condición inicial tácita del ambiente de los mayores. El pozo seco y profundo y la oscuridad interna frente al desleído sol de la meseta, calan hondo en la mente de Ana. De hecho, su regreso al lugar le reparará el encuentro con un perseguido de Franco (Juan Margallo) que, habiéndose tirado del tren, buscará esconderse en la taina con un pie lastimado tras rodar terraplén abajo. Ahora, esa vida diferente, surgida de la nada, mueve a la nena a darle una manzana en un gesto de ancestralidad absoluta para nuestra tradición occidental, como una Eva que hubiese ingresado al mundo donde el pecado -la muerte- era ya una especie de realidad tangible y llena de amor y de vida… Al volver a visitarlo, le lleva un saco del padre en el que inadvertidamente iría también su reloj de bolsillo. El prófugo y Ana intercambian una sonrisa cuando descubre el reloj en el abrigo. Esa misma noche lo descubren y matan los policías y al día siguiente llaman a Fernando por lo del reloj que apareció en el cadáver que ahora yacía en el ayuntamiento, bajo la misma pantalla donde la muerte se volviera una vida aberrante en la imagen del monstruo.

 

Ana Torrent en un fotograma de «El espíritu de la colmena»

 

La relación con la muerte y la vida, en el proceso de crecimiento de ambas hermanas, las va adentrando en la vida, en su carne y en su larvada promesa de muerte. Así, Isabel, en un momento de soledad, experimenta con la muerte estrangulando con lentitud a su gato, mientras -antes los primeros rezongos del animal- le pregunta con malévolo tono: “¿Qué te pasa?”. Cuando el gato se desembaraza de sus manos, le deja una herida a modo de pequeño relicario de muerte con el que experimentará una hermosa síntesis cinematográfica: alucinando con su propia imagen en el espejo, Isabel se pinta los labios, como una mujer adulta y de esa forma, con su propia vida que se convierte en preanuncio de muerte, experimenta el dolor y la promesa del placer que surge -aún como hipótesis vital e insustancial para una niña- en el desarrollo y el placer sexual prometidos. Luego, simulará un accidente y se hará la muerta para asustar a Ana quien va inútilmente en busca de ayuda y que cuando regresa descubre que el cuerpo ya no está: nuevamente, la muerte se ha hecho sinónimo de vida. Se acerca a la ventana con sus vidrios hexagonales en una actitud casi de búsqueda religiosa de su hermana, presuntamente muerta, y ésta, disfrazada con el traje protector de apicultor del padre, la asusta. Ana está a punto de llorar, Isabel ríe de su travesura. En otro episodio, las amigas de Isabel y ella misma juegan a saltar sobre una fogata, pero Ana no participa: sólo se queda aislada contemplando los restos de la fogata sacrificial. Estos detalles muestran dos acercamientos a la vida a través de la muerte: el exterior, el de Isabel, con bromas, risas y  desafíos insensibles, y el profundo, el de Ana, el indagatorio, que la llevará hasta el hombre que huye, prófugo de la mentira institucionalizada, hasta el ser humano verdadero, hasta el sangrante y dolorido: no el estaqueado en la inmovilidad de una cruz y muerto (el Cristo que no crece, el limitado por los maderos y clavos de la cruz), sino al igual, al de la carne tibia y de la sonrisa… amarga, pero sonrisa al fin. Una sonrisa que promete vida desde la certeza de la muerte.

Habiendo descubierto Fernando a Ana como la cual, que había violado la ley, ella vuelve a la taina abandonada y encuentra las manchas de sangre: mientras Isabel manipula su propia sangre, Ana descubre la sangre vertida del otro. El padre se hace presente en el lugar y Ana se escapa, presa de la ley, del pecado y de la libertad: había entendido, o mejor, intuido, que estaba atrapada en la pegajosa miel del panal de su casa y de toda España, bajo el yugo y las flechas de la guerra, de los viejos fantasmas de Isabel de Castilla, de Fernando de Aragón y de Francisco Franco… bajo el yugo y las flechas de las miradas de los adultos dominantes por dominados: miradas que ella misma había sido obligada a construir para perpetuar la quietud y el orden de cementerio que reina bajo el yugo y las flechas.

 

El actor Fernando Fernán Gómez en «El espíritu de la colmena»

 

Sola en el bosque, descubre el hongo diabólico: esa muerte que mató a la niña de la película de Frankenstein era el terreno que ella quería encontrar en su crecimiento. Su paseo solitario por el bosque nocturno era su personal camino inciático. No sabe qué es lo que entiende, pero entiende que ella es ella y también el monstruo del filme: la vida y la muerte unidas en el reflejo de un estanque… y ella, el monstruo, es en la trampa de su libertad, la promesa de evasión de esa realidad agostante… ya sabemos de sobra que Isabel seguirá los pasos de todos los pobladores de la comarca, los pasos que la llevan a ver al monstruo de la vida/muerte intercambiables, como un espíritu que lo rodea todo. Pero en Ana, ocupando en el bosque el rol de la nena que es inocentemente asesinada por la nueva vida del monstruo, se abre la esperanza de un camino de luz dorada fuera de la colmena, como un engranaje que girará libre de todo mecanismo coercitivo exterior a su voluntad y mismidad.

Buscan a Ana, la encuentran y ella ha quedado sin habla: ha sido parida tras su iniciación como ser libre y todavía no tiene qué decir. El médico les asegura que no es nada de importancia sino consecuencia de la experiencia vivida. Separan a las hermanas en dormitorios diferentes. Isabel la espía mientras duerme. Ya no la entiende. Se acerca a ella, profundamente dormida, y la ve dormir bajo las mantas: se la ve perpleja viendo en qué ser se ha convertido su hermana de diálogos nocturnos. Fernando murmura tras la luz color miel lo que escribe acerca de la vida de las abejas; Teresa -que sabe que su amante perdido no regresará jamás- lo descubre dormido sobre su escritorio: lo abriga, le quita los lentes y apaga la lámpara: la trampa no se abrirá jamás. Isabel, sola en su cuarto, ve las luces y las sombras de la luna y los árboles sobre la pared y se asusta escondiéndose bajo las sábanas. Ana, por su parte, abre las ventanas de sus ojos al exterior de la noche. Recuerda los consejos de Isabel y los pone en práctica. Ahora sí es capaz de decir: “Si eres amiga del espíritu, puedes llamarlo cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas: Soy Ana… soy Ana…”, mientras se oye, en un toque casi tarkovskiano, el lejano paso del tren. Ana ha crecido: ha superado la frontera de la vida y de la muerte en conflicto para hacerse toda ella de vida, aunque la muerte siempre la acose en su inocencia. Ana es la promesa de la evasión dramática del guión: la frágil y tierna niña le ha ganado a Franco y al espíritu de la colmena, eternamente moribundo, de la familia y del pueblo… clavados, sin paz ni esperanza, a la seca cruz de la mentira.

 

La actriz Teresa Gimpera en «El espíritu de la colmena»

 

 

 

 

Tráiler 1:

 

 

Tráiler 2:

 

 

 

El poeta y ensayista argentino Horacio Ramírez, redactor permanente del Diario «Cine y Literatura»

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban. La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”

Actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.