«El repostero de Berlín»: El amor y la pasión son ignorantes

Premio Especial del Jurado en el Festival de Karlovy Vary (2017) y nominada a mejor película de habla no inglesa en los Sattellite Awards, el largometraje del realizador hebreo Ofir Raul Graizer tiende un sutil puente entre Alemania e Israel, con un drama en tonos menores, en un tratamiento audiovisual riguroso de la soledad, y una mirada sobre el incómodo -aún- tema de la homosexualidad. Se estrena este jueves 28 de febrero en Chile.

Por Alejandra M. Boero Serra

Publicado el 28.2.2019

 

«El número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable».
John Berger

«Los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene».
Juan Carlos Onetti

Vimos tantas historias de amor y lo que las hace inovildables, una y otra vez, es el cómo, nunca el qué. La ópera prima del israelí Ofir Raul Graizer podría ocupar todos los lugares comunes, pero él apuesta por el riesgo de «cocinar» delicatessen en dos geografías habitadas por las historias más luctuosas y las más esperanzadas. Entre Berlín y Jerusalem, y viceversa, se cuecen galletas de canela y selvas negras y se viaja en busca de íntimas respuestas. Quizás la excusa para el reencuentro con el deseo y la soledad propios.

El repostero de Berlín (The Cakemaker, 2017) narra el (des)encuentro entre Thomas (Tim Kalkhof) y Oren (Roy Miller). Uno, encargado de una exquisita confitería-cafetería en el centro de Berlín, el otro, un ingeniero israelí que viaja todos los meses por cuestiones de trabajo y recala, como habitué, en el Kredenz Cafe. Se enamoran, se encuentran periódicamente. Oren está casado con Anat (Sarah Adler), tiene un hijo y vive en Jerusalem. Algo pasa: Oren desaparece, llamadas reiteradas de Thomas sin respuestas, Thomas investiga y al fin sabe que Oren está muerto. Aquí empieza el verdadero viaje, la verdadera historia: va a conocer a la viuda, tan desolada como él, y dueña de un café, con certificación kosher, en el que empezará como cliente para seguir como lavacopas y descubrirse como el sofisticado repostero que es. Poner en palabras la relación que se entabla entre ambos, necesitaría la sensibilidad e idoneidad del poeta: seres en lucha con su fragilidad, miedos y culpas desde el pudor más acendrado en esos silencios y esas miradas aún más silenciosas, y los ritos cotidianos. Buscarse para guarecerse. Tan honda la intemperie…

Un drama en tonos menores, un tratamiento riguroso de la soledad, el incómodo -aún- tema de la homosexualidad, los límites que portamos culturalmente -con la propia cultura y la ajena-. Aquí aparece el insoportable y gris personaje de Moti (Zohar Sttrauus) obsesionado con la religión y la tradición kosher con que ambos protagonistas deberán lidiar. Moti es hermano de Oren y ¿cuida? de que el negocio de Anat no pierda la patente kosher y no se deje influenciar con lo foráneo, y más aún, si el alemán… Anat no es religiosa ni le interesa serlo. Thomas trae a su mundo sabores, texturas y perfumes que ayudan a mitigar la pérdida. Anat le muestra, sin querer, a Thomas la vida que compartió con Oren.

Thomas busca lo que no fue, hurga entre las sombras, sufre, como Anat, cuidándose de la impudicia de demostrar las heridas y la desazón que lo carcome. La fuerza expresiva para contener tanto dolor hace de esta dupla una pareja memorable. Anat será quien descubra, al final, quién es Thomas y quien fue Oren. Y otro viaje recomenzará…

Forma y contenido ensamblados con sensibilidad, sencillez y delicadeza extremas. Rigurosidad al filmar el (re)conocimiento posible en la diferencia al grito susurrado de ¡basta de kosher!, que es lo mismo que decir: todos tenemos nuestros límites y nuestras sombras y «a pesar de», seguimos eligiendo los encuentros que la vida nos sigue proponiendo.

Premio Especial del Jurado en el Festival de Karlovy Vary (2017) y nominada a mejor película de habla no inglesa en los Sattellite Awards, El repostero de Berlín tiende un sutil puente entre Alemania e Israel, también, nos convida con el mucho amor que hay entre los protagonistas. Un suave dulzor, sabores que siempre, como la magdalena proustiana, llevaremos en nuestra memoria.

Seguir apostando al clasicismo – hoy en muchos ámbitos progresistas, esto se llama anacronismo-, es parte de la resistencia y de la revuelta íntima en la apuesta del director que nos convoca a todos. Y nos emociona. Como cada historia de amor, siempre igual, siempre distinta.

 

Alejandra M. Boero Serra (1968). De Rafaela, Provincia de Santa Fe, Argentina, por causalidad. Peregrina y extranjera, por opción. Lectora hedónica por pasión y reflexión. De profesión comerciante, por mandato y comodidad. Profesora de lengua y de literatura por tozudez y masoquismo. Escribidora, de a ratos, por diversión (también por esa inimputabilidad en la que los argentinos nos posicionamos, tan infantiles a veces, tan y sin tanto, siempre).

 

 

 

 

 

Alejandra Boero Serra

 

 

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