«En la tierra somos fugazmente grandiosos»: Una madre es un incendio

El tiempo dirá si estamos o no ante un hito de la narrativa contemporánea, pero cada lector podrá entregarse a este libro como sacándose la propia piel, conmoviéndose ante la peculiar e intensa sensibilidad de ese lenguaje que parece centellear como brasas en una fogata inmersa en las fauces de la noche.

Por Alfonso Matus Santa Cruz

Publicado el 4.10.2020

«Aprendí del viento una sintaxis de la desenvoltura, cómo moverme entre obstáculos envolviéndome entorno a ellos. Puedes llegar a casa de este modo».
Ocean Vuong

Y si de pronto comprendiésemos que toda madre es un incendio, todos los materiales de combustión, el viento, las cenizas, la temperatura de los recuerdos más indelebles, el bosque nativo que precedió a la catástrofe, los animales que allí proliferaban, las vidas de las mariposas migrantes; la destrucción de una guerra, una matanza indiscriminada con el lienzo de las humaredas de napalm, telón de fondo en las tardes rojas, el fragor y la sangre derramada en las aldeas diseminadas por la invadida selva vietnamita.

Una madre es todo lo que precede, todo lo que invoca, lo que remece costillas adentro y vuelve a brotar tras el paso del insaciable elemento. Amar a la madre contra todo nefasto pronóstico es quemar las naves del olvido, es ejercer un rito sagrado en una época donde el virus de la crueldad ha colonizado los recodos del espacio y de las pantallas. Eso hace en estas cartas a la madre, tituladas como uno de sus poemas, En la tierra somos fugazmente grandiosos, el joven poeta y ahora también novelista, Ocean Vuong (Vietnam, 1988).

Estamos frente a un libro bisagra, uno de esos que sostiene por sobre todos los anquilosados mandamientos del género y los decálogos narrativos, la necesidad de imprimir al relato la belleza del riesgo, el riesgo de hacer una pira con las memorias más horribles y honrar con ella a la belleza de una madre y una abuela, un amante salvaje y carcomido por la adicción a la heroína, los escoriales y granjas colindantes a las calles de Hartford, el lugar en el que creció viendo a sus amigos morir de sobredosis, oyendo los balazos en la noche, compartiendo los tazones de arroz con las dos mujeres que cimentaron y nutrieron su vida.

El contenido autobiográfico es ineludible, aunque no totalizante, más bien sirve como postigo y piedra angular a la ficción. Esta no es una más de esas majaderas novelas confesionales, no es simplemente la lucha de un escritor por hacerse un lugar en el mundo, más bien es una afrenta contra el mundo mismo que lo ha parido, una esgrima contra la herencia de la guerra de Vietnam, las  nociones imperantes de la masculinidad y las ríspidas paradojas de la cultura norteamericana.

Pero no solo eso, también es un canto fragmentario, una voz —la del delicado y contumaz narrador que es Perro Pequeño, sobrenombre con que la madre vietnamita procuraba protegerlo de los malos espíritus— que se multiplica y repliega para dar voz a los suyos, para sembrar orquídeas en el almacén de la narrativa, para hacer comulgar a la poesía y la prosa en una elegía que no se olvida de los pequeños detalles, del aroma a espliego, las fotografías familiares, las bromas en el centro de manicura donde trabajaba la madre.

¿Quién dijo que una madre analfabeta no puede llevar la antorcha para guiar a su hijo hacia la dimensión plagada de misterios, maravillas y paradojas que es el lenguaje? Una madre que trasfigura la fronda de nubes que vapulean al avión en rocas redondas y duras, por el artilugio de una frase para tranquilizar al niño, es alguien que hace uso de la magia del lenguaje.

Esa facultad de las palabras para transformar paredes y prendas, los accidentes automovilísticos y un cáncer de huesos, toda esa suma de gestos baldados y dichosos, tristes y minúsculos que sirven de puentes colgantes entre uno y otro humano, son atizados con perspicaz sutileza por la pluma de Vuong.

Como todo narrador que lleva un poeta en la genética de su escritura, Vuong hace del lenguaje una materia dúctil, polivalente, dable a ser travestida, a fracturar la continuidad para vincular la deglución de un cerebro de macaco vivo por parte de unos soldados a una reflexión sobre la naturaleza de la narración: «¿Quién se perderá en la historia que nos contamos? ¿Quién se perderá en nosotros mismos? Una historia, después de todo, es una especie de deglución. Abrir la boca, en el habla, es dejar solo los huesos que quedan sin relatar.»

Una guerra es mucho más que una palabra, es una cicatriz sin cauterizar en los cuerpos y memorias de millones de seres humanos que siguen respirando o han pasado a ser recuerdos en sus familiares, un epitafio para los desconocidos. En nuestra cultura, satélite de esa fábrica de narrativas espectaculares que es Hollywood, pareciera más fácil apelar al nombre de una película para instalar el horror y las matanzas ocurridas en Vietnam.

Recuerden Full Metal Jacket y Apocalypse Now, ahora insértense en el ojo de huracán de esas pesadillas, como si sus células fuesen la materia de las pesadillas, y traduzcan eso en memoria, en una mujer que debió prostituirse para sobrevivir, en la hija que lleva en su sangre el ADN de un joven soldado norteamericano, en el amor que no se deja abolir pese a que la muerte ronde por todo Saigón.

Esa herencia súmenla a la migración de las mariposas monarcas, a Tiger Woods, otro hijo de esa conflagración, a las vivencias de un adolescente descubriendo su atracción por otro hombre, trabajando a los catorce años en una plantación de tabaco, leyendo y escuchando las historias de su abuela, consolándose mediante algunas confidencias mientras el mundo parece arder alrededor. Esa fórmula ejemplifica la alquimia terrible y hermosa con que la novela de Vuong penetra en nuestra sangre para sacudirnos la conciencia.

De una manera cadenciosa y acaso inadvertida nos vamos empapando párrafo a párrafo de una intimidad desgarrada y luminosa, de un verbo capaz de rescatar de los restos del incendio inmarcesible que es el olvido, la ternura, la violencia, el humor y las caricias de una madre que no leerá estas cartas, una madre que puede ser muchas, saliendo de un campo de refugiados en busca de un país en el cual poder trabajar, poder proveer a sus hijos de alimentos e historias, de una resiliencia a toda prueba.

¿Quién dijo que un cordón umbilical acaba como basura entre los desperdicios orgánicos de cualquier hospital? El cordón umbilical que nos convoca resuena como un eco en el viento de esta frase, que es también una oración: «Todo este tiempo me decía a mí mismo que habíamos nacido de la guerra, pero estaba equivocado, mamá. Nacimos de la belleza. Que nadie nos confunda con el fruto de la violencia, violencia que, pese a haber pasado a través del fruto, no ha conseguido pudrirlo.»

Como último recurso, pero no menos importante, cabe destacar la franqueza y generosidad literaria de Vuong, al adjuntar la lista de artistas y obras que lo motivaron y ayudaron a escribir su novela, la cual desarrolla de una manera más pormenorizada en un artículo de la revista digital Literary Hub.

El tiempo dirá si estamos o no ante un hito de la narrativa contemporánea, pero cada lector podrá entregarse a este libro como sacándose la propia piel, conmoviéndose ante la peculiar e intensa sensibilidad de ese lenguaje que parece centellear como brasas en una fogata inmersa en las fauces de la noche. Esa noche que somos nosotros, esa fogata que funde el iceberg empotrado en nuestros corazones.

 

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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacaron el de garzón, barista y brigadista forestal. Actualmente reside en Punta Arenas, cuenta con un poemario inédito y participa en los talleres y recitales literarios de la ciudad.

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«En la Tierra somos fugazmente grandiosos», de Ocean Vuong (Editorial Anagrama, 2020)

 

 

Alfonso Matus Santa Cruz

 

 

Imagen destacada:  Ocean Vuong.