[Ensayo] «De tal padre, tal hijo»: El verdadero «oro» está en el corazón

Esta premiada obra audiovisual es una joya que en su sencillez destila esencia oriental, especialmente por su ritmo reposado y sus pocos diálogos que convierten en protagonistas a los silencios y los gestos de sus personajes. Escrita y dirigida por Hirokazu Koreeda —uno de los mejores realizadores japoneses contemporáneos— cuenta con un excelente reparto del que destacan las interpretaciones del polifacético Masaharu Fukuyama como Ryota y el niño Keita Nomon, quien encarna brillantemente a su hijo del mismo nombre.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 15.1.2021

 

Sangre y corazón

«Llevo tu corazón conmigo (lo llevo en mi corazón)
he aquí el más profundo secreto que nadie conoce
(he aquí la raíz y el brote del brote y el cielo del cielo
de un árbol llamado vida, que crece más alto de lo
que un alma puede esperar o una mente puede ocultar)».
E.E. Cummings

¿Se ama más a los que son de tu sangre?

Esa es la cuestión sobre la que gira la película al plantear el caso de unos bebés que son intercambiados en el hospital donde nacieron. Los padres descubren al cabo de seis años que esos niños que han criado no son consanguíneos. Hirokazu Koreeda nos muestra con gran sensibilidad cómo reaccionan esos progenitores y cómo sus decisiones afectan a los pequeños.

Los bebés fueron intercambiados a propósito por una enfermera que explica sus motivos en el juicio abierto contra la entidad hospitalaria. Lo hizo en su rabia por no ser aceptada por los hijos del hombre con el que convive: «Descargué mi frustración con los bebés de otros. Me alegró pensar que yo no era la única con problemas», reconoce algo avergonzada.

La enfermera lo confiesa porque ya ha logrado ser considerada como madre, ya no necesita mantener el secreto.

Su acción plantea un dilema a esos padres engañados: ¿Qué hacer? ¿Intercambiar los niños o seguir igual? Antes de proseguir, debo advertir al lector que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

El veterano realizador japonés retrata el proceso por el que pasan esas parejas que pertenecen a dos mundos muy distintos. La acomodada familia formada por Ryota, un arquitecto adicto a su trabajo y su esposa Midori que tienen como único hijo a Keita. Y la humilde familia formada por el tendero Yukari, su mujer Yudai y sus tres hijos, el mayor de los cuales es Ryusei, el hijo intercambiado.

De todos ellos, Hirokazu Koreeda pone más el foco en la rígida y problemática personalidad del arquitecto que es quien muestra mayor apego a la consanguineidad. En una simbólica escena, lo vemos en su coche junto a su esposa después de ser informados del “error”.

Están parados ante la barrera de un paso a nivel ferroviario, la imagen de su sentir al saber del intercambio de bebés. Y con un contundente «¡ahora lo entiendo!» expresa su frustración como padre ante un hijo —Keita— en el que no se reconoce. Como contraste, el silencio y la mirada de Midori explicitan la soledad y la tristeza de una mujer ninguneada por un hombre potente que siempre cree tener la razón.

Porque mientras la madre es cercana y elogia las virtudes de Keita, Ryota es duro con él convencido de que su exigencia es necesaria para educarlo. El padre es un hombre que se ha esforzado y ha trabajado mucho para alcanzar un buen estatus, valora esa actitud y entiende la vida como dura competencia para llegar al éxito material que para él es el objetivo supremo.

Pero Keita es un chaval sensible y poco competitivo que necesitaría un padre más presente en el día a día y mucho más cercano. Al niño le encanta el verano —las vacaciones, el ocio sin obligaciones— y las cometas —la libertad, el volar lúdico—. Al inicio de la película lo vemos feliz con sus compañeros de clase haciendo volar bolsas que han pintado cual globos.

Y precisamente esa necesidad de un padre cercano, lúdico y que eduque sin tantas normas la encuentra Keita en el tendero Yusari. Porque los padres resuelven intercambiar un día a la semana a sus hijos como prueba antes de decidir qué hacer, Ryota alienta a su hijo explicándole que es una misión para que se haga fuerte.

Sin duda así es para él y para el otro niño, aunque para Keita es mucho más gratificante que para Ryusei. Porque en la familia del tendero se respira libertad, ese padre es la antítesis del arquitecto: su prioridad es estar con los suyos, prefiere ser rico en tiempo y no en posesiones materiales. Así que a pesar de todo Keyta es feliz con él, con ellos.

En cambio Ryusei no está cómodo en esa casa de disciplina y orden que describe a sus padres con un acertado “parece un hotel”. La frialdad están en el ambiente reflejando la soledad del hijo único y de la madre sin la compañía del esposo. El gran contraste de ese no–hogar con la humilde vivienda–tienda en la que todo se comparte, en la que hay verdadero calor humano.

Así que la “misión” más importante va a ser para el arquitecto, si quiere ganarse a Ryusei, tendrá que ser más como es el padre que le ha criado. Ryota es quien tiene por delante una ardua tarea, él que en sus encuentros desprecia los sabios consejos de Yusari, sin mirarle a la cara, él, que en su prepotencia llega a proponer comprar a esos padres para quedarse con los dos niños…

Y finalmente las dos familias de mutuo acuerdo deciden intercambiar los niños. Van todos juntos de excursión a un río para hablar y despedirse siguiendo el criterio del dominante Ryota quien cree que es mejor no volver a verse.

Se nos muestra a los dos padres conversando sobre sus infancias, el recuerdo del padre del tendero jugando con cometas y el arquitecto confesando su desagradable niñez: “mi padre no era de los que volaba cometas con sus hijos”, y Yusari sabiamente le comenta: “Pero nada te obliga a actuar como lo hizo tu padre”, y le ruega que vuele cometas con Ryusei.

Mientras, las madres —ambas en la sombra de sus carismáticos esposos— hablan de cómo son sus hijos y Midori se desnuda anímicamente comentándole que no puede tener más hijos y que cree que Keita “será feliz aunque sea de este modo”, porque siempre quiso tener hermanos. Las dos madres se sienten unidas y se abrazan en su dolor por la pérdida de sus amados hijos.

Y el arquitecto que comenta a Keita lo mucho que le quieren esos nuevos padres, ¿más que tú?, pregunta el niño, el hombre cada vez más consciente de sus carencias y de su apego a la consanguineidad responde un tímido «sí».

Y como colofón la foto de grupo con el río de fondo que es la rúbrica de un acto que pretende ser el último encuentro entre las familias.

Pero no será así. Ryusei escapa del “hotel” para regresar con los suyos. Y afortunadamente es a partir de ese rechazo cuando Ryota se esfuerza en cambiar relajando su disciplina, dedicando más tiempo a los suyos y jugando como un niño con su hijo de sangre (volando cometas como diría el tendero). Lo hace porque ese acto rebelde le evoca su niñez, sus escapadas para librarse del padre que despreciaba y ahora —muy a su pesar— encarna.

Y en ese cambio, el arquitecto recuerda a Keita dándose cuenta de su error. La pareja tiene ganas de reencontrase con él, deshaciendo un acuerdo que ahora entienden como erróneo.

Los vemos en su coche con Ryusei rumbo a la casa de esa familia, el realizador japonés nos muestra los tendidos de líneas eléctricas, entiendo que como imagen de las conexiones humanas más allá de la limitación sanguínea.

Al llegar Keita sale huyendo del padre, nuevamente la huida del incomprendido. El arquitecto lo sigue respetuosamente y le habla, el niño en un camino alto y él en otro paralelo más bajo como imagen de su cambio, de su dejar atrás el poder autoritario, de su reconocimiento del error. Y en ese hablar Ryota le pide perdón a su hijo admitiendo que no ha sido un buen padre, “la misión ha terminado”, le dice y le abraza acariciándolo.

Regresan y entran todos juntos a la casa de esa buena gente, se han deshecho los muros que el arquitecto edificó, ahora —gracias a esa enfermera vengativa, el “mal” como oportunidad de “bien”— son una familia única y diversa más allá de rígidos estereotipos, son una gran familia de corazón.

 

«De tal padre, tal hijo» (2013)

 

A modo de conclusión

Me parece triste el que haya gente que anteponga la sangre al sentir del corazón. Hoy en día son comunes las parejas que comparten hijos de anteriores relaciones. No suele ser fácil esa convivencia, lo habitual es que sea una tarea delicada que requiere tiempo y paciencia pero si hay amor y respeto puede enriquecer de gran manera a todos.

Construir un verdadero hogar no es cuestión de arquitectura o interiorismo, el calor del hogar emana del corazón de los que lo forman.

Tener más hermanos, más padres, más abuelos… debería ser un regalo para un hijo si este se siente aceptado por igual más allá de sus lazos sanguíneos. Los adultos —especialmente los padres pero también los demás familiares— con su actitud tienen la clave del éxito.

Éxito es que esa nueva hija o ese nuevo nieto sin ser de sangre se sienta con toda la sangre del corazón. Éxito para el adulto y éxito para el niño.

En un mundo en el que el éxito suele vincularse a lo material, me parecen muy necesarias obras como esta que resaltan que el verdadero éxito está en superar situaciones conflictivas con las personas de nuestro entorno cercano. El verdadero “oro” está en el corazón.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: De tal padre, tal hijo (2013).