El texto del sociólogo y académico Mauro Basaure —publicado en el Diario «El Mostrador»—, reproduce la estructura profunda del «backlash» reaccionario, en una respuesta que se presenta retóricamente como corrección necesaria, y como un retroceso ideológico que se disfraza de avance pragmático.
Por Mauro Jaque Salazar
Publicado el 18.12.2025
Hay textos que funcionan como exorcismos: pretenden enterrar lo que no han logrado matar. El que aquí se interroga pertenece a esa especie —urgida, febril— que invoca balances veloces a propósito de las derrotas electorales de la izquierda.
La historia de los veredictos disfrazados de «realismo político» arrastra consigo operaciones de clausura sobre aquello mismo que dicen querer salvar.
Se nos propone una violencia de univocidad, violencia colonial de la derecha, que no es sino un gesto apotropaico frente al fantasma de una complejidad que el pensamiento administrativo no sabe cómo habitar. Ni siquiera un susurro que deslice algún «reparto de lo sensible».
Renunciar con frenesí (forclusión) a la articulación imposible por una coherencia posible es cambiar la política por la administración, la promesa por la gestión, lo que viene por lo que ya fue.
¿Cabría conceder que la política exige univocidad y que la ambivalencia es necesariamente debilidad?
Tal concesión reproduce la lógica del poder corporativo tal como está constituido. Curioso mimetismo: para vencer a la derecha, la izquierda debería volverse estructuralmente semejante a ella. Adoptar su retórica de las certezas y su rechazo a la complejidad.
El argumento es conocido y su retórica, seductora en su aparente sensatez. A diferencia de la derecha, la izquierda habría colapsado por sobrecarga semántica, programática y por no sabe auscultar sus contradicciones (no existe un otro barrado en la derecha a propósito de la «no contradicción»).
Lo que el texto ejecuta, con agilidad argumentativa, es una operación de partición que reproduce aquello mismo que la tradición crítica más lúcida ha intentado desmontar durante décadas: la escisión entre lo material y lo simbólico, entre redistribución y reconocimiento, entre el pan y la palabra, entre la economía política y la política de los signos.
Esa partición, presentada como solución pragmática ante el impasse, es en realidad la reinstalación subrepticia de una jerarquía ontológica donde lo económico recupera su estatuto de fundamento último.
Por las dudas, y algo sabíamos, sobre el corpus escindido —interrogado/desplazado— de la hegemonía (Laclau & Mouffe) se ha desarrollado desde perspectivas muy diversas, a veces inconmensurables entre sí, por autores como Jon Beasley-Murray, Alberto Moreiras, Benjamín Arditi y John Beverley.
Silenciar las voces disonantes
Pero hay algo más perturbador en esta propuesta de escisión. Algo que tiene que ver con la temporalidad misma de lo político y con aquello que toda operación de corte intenta conjurar sin lograrlo jamás.
Se nos dice que el tiempo de la izquierda unificada se terminó definitivamente. Que el mundo del «hegemón» habría terminado (como si no lo supiéramos). Que la hegemonía como proyecto articulatorio fracasó de manera irrevocable.
Cabría despedirse, con afecto personal, se aclara, en ese tono que quiere ser elegante, de ciertos nombres propios que habrían funcionado como promesa de articulación de lo diverso. Esa despedida, sin embargo, no es un duelo genuino sino una forclusión apresurada.
No se trata de elaborar la pérdida con el tiempo que requiere, de habitar el fracaso como zona de interrogación productiva, sino de expulsar del campo de lo pensable aquello que no funcionó según las expectativas.
Como si el pensamiento político pudiera avanzar por simple acumulación de errores descartados y teorías jubiladas. Como si la historia de las ideas fuera un depósito de cadáveres teóricos que conviene enterrar rápidamente para seguir adelante.
Lo que esta lectura apresurada olvida (o prefiere estratégicamente no recordar) es que toda articulación política es constitutivamente fallida. Estructuralmente incompleta. Atravesada por una imposibilidad que es también su condición de posibilidad. No hay hegemonía plena ni la hubo jamás.
Con todo, la articulación de demandas heterogéneas no es una tecnología neutral que funciona o no funciona según se la aplique correctamente, sino el nombre mismo de la operación política en cuanto tal. Renunciar sin atenuantes a ella en nombre del pragmatismo electoral, es renunciar a la política misma en su dimensión transformadora.
Porque la derecha no deja de articular demandas en un proyecto; simplemente lo hace de otro modo, con otras reglas, ocultando las costuras de la operación, naturalizando las jerarquías que establece, presentando como evidencia incuestionable lo que es construcción contingente.
Conviene detenerse en lo que el texto celebra como «univocidad» de la derecha. Esa supuesta «no-contradicción» que le permitiría triunfar electoralmente. Porque esa coherencia que se presenta como virtud política suprema es, en rigor, un efecto de superficie. Esconde un trabajo permanente de modulación y negociación entre facciones que distan mucho de ser homogéneas.
El espectro de Jaime Guzmán Errázuriz recorre con intensidades diversas el campo de las derechas chilenas. Su doctrina de la subsidiariedad opera menos como principio unificador que como significante flotante susceptible de apropiaciones múltiples y sofisticaciones argumentales, aunque sin romper el cordón umbilical.
El Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) elabora una versión teñida de comunitarismo católico, atenta a los «cuerpos intermedios», recelosa del individualismo de mercado más descarnado.
La Fundación Jaime Guzmán custodia una ortodoxia más ceñida al legado original: subsidiariedad más activa, pero con limitación del Estado. El Centro de Estudios Públicos modula el principio hacia una tecnocracia liberal que lo despoja de sus aristas confesionales para volverlo compatible con un pragmatismo de élites ilustradas.
Estas diferencias no son menores ni meramente tácticas. Configuran líneas de fuerza respecto de la relación entre mercado y comunidad, de los límites de la intervención estatal, del lugar de la religión en la vida pública.
Y, sin embargo, la derecha logra presentarse —aquí reside su eficacia performativa— como bloque unificado. Como actor coherente frente a una izquierda supuestamente fragmentada.
¿Cómo lo hace? No resolviendo sus contradicciones sino administrándolas en la trastienda. Negociándolas en espacios sustraídos al escrutinio público. Silenciando las voces disonantes cuando amenazan con volverse audibles.
La «afirmación seca, sin fisuras» que el texto elogia no es expresión de una coherencia sustantiva sino producto de una disciplina comunicacional que la izquierda —por razones que tienen que ver con su propia constitución democrática— no puede ni debe replicar sin traicionarse.
El fracaso del primer proceso constitucional
El discurso de José Antonio Kast, celebrado como ejemplo de «no-contradicción», es en realidad un palimpsesto. Se superponen capas doctrinarias que no siempre armonizan entre sí: el guzmanismo originario, el libertarianismo importado, el conservadurismo religioso, el nacionalismo securitario.
Que estas capas logren parecer coherentes es mérito de una retórica que simplifica y de una prensa que no interroga. No de una consistencia filosófica inexistente. El «fin» que supuestamente unifica los «medios» dispersos es él mismo objeto de disputa silenciosa.
Entre quienes quieren un Estado mínimo y quienes añoran un Estado fuerte pero acotado a funciones represivas. Entre quienes celebran el mercado como orden espontáneo y quienes lo ven como instrumento al servicio de valores tradicionales que lo trascienden.
Hay aquí una confusión sintomática entre coherencia discursiva y clausura prematura del sentido. Se asume acríticamente que la política contemporánea requiere mensajes claros, líneas definidas sin ambigüedad, certezas fácilmente transmisibles en el formato del eslogan.
Pero esa claridad puede ser también la claridad mortífera del cementerio. La paz de lo que ya no se mueve porque ha dejado de vivir. La coherencia perfecta de lo que ha dejado de estar en disputa.
Las tensiones que el texto quiere extirpar quirúrgicamente —ecologismo versus empleo industrial, derechos humanos versus seguridad ciudadana, reconocimiento identitario versus redistribución material— no son anomalías a resolver mediante separación administrativa sino el corazón pulsante de cualquier proyecto emancipatorio.
Así, la cuestión genuinamente política no es cómo eliminar estas tensiones sino cómo habitarlas productivamente. La tarea es cómo hacer de ellas no un obstáculo paralizante, sino un motor de invención.
Se invoca la derrota electoral como prueba irrefutable del diagnóstico propuesto. Las múltiples derrotas de los últimos años vendrían a confirmar empíricamente la tesis del colapso por sobrecarga de demandas.
Pero las derrotas políticas no hablan por sí mismas con voz unívoca. Son siempre objeto de interpretación múltiple. De disputa hermenéutica entre lecturas contrapuestas. Leer la derrota como prueba del exceso de demandas articuladas es ya una operación política interesada. No una constatación neutral de hechos evidentes.
Podría leerse exactamente al revés con igual plausibilidad: como prueba de la insuficiencia articulatoria, de la incapacidad para construir un relato que hiciera justicia a la multiplicidad sin disolverla en papilla consensual.
El fracaso del primer proceso constitucional no demuestra que las demandas fueran demasiadas o contradictorias. Demuestra que no se encontró —que quizá no se buscó con suficiente radicalidad e imaginación— un modo de ponerlas en tensión productiva capaz de generar un nuevo sentido común.
La propuesta de separación en dos izquierdas paralelas tiene además un problema performativo severo que el texto no advierte. O prefiere estratégicamente ignorar.
¿Quién decide, con qué autoridad y según qué criterios, qué demandas van a cada cuerpo político resultante de la división? ¿Quién traza la línea divisoria entre lo material y lo identitario, entre lo redistributivo y lo cultural, entre lo urgente y lo diferible?
Esa línea de demarcación es ella misma una construcción política contingente y disputada. No un dato de la realidad que simplemente habría que reconocer. Separar redistribución de reconocimiento mediante decreto intelectual es violentar la complejidad de luchas que han hecho precisamente de esa indistinción su potencia crítica más aguda.
La escisión propuesta no es solo políticamente problemática, sino epistemológicamente regresiva en un sentido profundo. Retrocede respecto de lo que las luchas sociales de las últimas décadas han logrado establecer: que estas dimensiones —lo material y lo simbólico, lo redistributivo y lo identitario, lo humano y lo ecológico— son inseparables no por voluntarismo ideológico sino por la estructura misma de los conflictos contemporáneos.
Renunciar a la tarea exigente del pensamiento transformador
Con todo, hay en el texto una nostalgia apenas disimulada bajo el ropaje del «realismo político». Nostalgia de una izquierda que supuestamente supo ser clara, disciplinada, electoralmente eficaz.
Anterior a la «fragmentación identitaria» denunciada como dispersión. Anterior a la multiplicación de demandas criticada como sobrecarga. Anterior a lo que algunos sectores denominan despectivamente lo «woke» —como si el despertar a nuevas opresiones fuera un defecto—.
Esa izquierda añorada nunca existió realmente sino como mito retrospectivo construido desde el presente. O existió, pero a costa de exclusiones masivas que hoy nos resultan inaceptables.
Las mujeres que debían postergar sus demandas hasta después de la revolución siempre diferida. Los pueblos originarios cuyas luchas territoriales eran subsumidas sin resto bajo la categoría abstracta de campesinado.
También, las disidencias sexuales que debían guardar silencio público para no fragmentar la sagrada unidad del frente proletario. La supuesta coherencia programática de aquella izquierda era la coherencia lograda mediante la exclusión sistemática de todo lo que no cabía en su marco estrecho.
El llamado urgente a volver a lo material —trabajo, seguridad, soberanía— tiene el tono inconfundible del llamado al orden. Del restablecimiento de jerarquías previamente cuestionadas. Como si la irrupción histórica de las demandas feministas, ecologistas, antirracistas, de diversidad sexual hubiera sido una fiesta irresponsable que ahora toca pagar con la resaca de la derrota.
Como si esos movimientos transformadores hubieran desviado a la izquierda de su camino verdadero en lugar de haberle mostrado dimensiones cruciales de la dominación contemporánea que su ceguera economicista no le permitía ver ni nombrar.
El texto reproduce así —quizá sin quererlo— la estructura profunda del «backlash» reaccionario. La reacción que se presenta retóricamente como corrección necesaria. El retroceso ideológico que se disfraza de avance pragmático. El cierre que se narra como apertura al realismo.
Contra la metáfora quirúrgica —esa cirugía de separación de siameses que el texto propone— habría que oponer otra figura conceptual: la del pliegue que complica sin separar.
No se trata de separar cuerpos políticos mediante corte limpio sino de plegar demandas diversas. De encontrar los puntos precisos donde lo redistributivo y lo identitario, lo material y lo simbólico, se tocan y se potencian recíprocamente en lugar de neutralizarse.
Esos puntos de pliegue existen abundantemente. Las luchas concretas los muestran todo el tiempo a quien quiera verlos. Las trabajadoras de casa particular que pelean simultáneamente por mejores salarios y por el reconocimiento público de su trabajo como trabajo socialmente necesario.
Los pueblos indígenas que defienden su territorio contra el extractivismo desde una racionalidad que es a la vez económica, ecológica, cultural y espiritual. Las disidencias sexuales precarizadas que enfrentan la explotación laboral y la discriminación cotidiana como dimensiones absolutamente inseparables de su opresión específica.
El fracaso de la articulación hegemónica, si es que efectivamente fracasó de manera definitiva, no indica necesariamente que la articulación política sea imposible como tal. Indica que fue mal ejecutada en condiciones específicas.
O que fue ejecutada bajo condiciones contextuales que la hicieron fracasar por razones contingentes y no estructurales. O que requiere formas institucionales y comunicativas que aún no hemos inventado, pero podríamos inventar.
El pensamiento político genuinamente crítico no avanza descartando categorías analíticas al primer tropiezo sino repensándolas obstinadamente. Radicalizándolas en nuevas direcciones. Llevándolas más allá de sus formulaciones previas.
Despedirse de la hegemonía con un gesto que quiere ser elegante y resulta cínico es renunciar a la tarea exigente del pensamiento transformador justo cuando más urgentemente se la necesita.
La sutura imposible que hay que intentar
La promesa genuina de lo político no reside en la resolución administrativa de las contradicciones que lo atraviesan sino en la capacidad sostenida de mantenerlas abiertas y productivas. De hacerlas trabajar como motor de invención.
De impedir que se coagulen en oposiciones binarias simplificadoras que solo benefician a quienes tienen interés en clausurar prematuramente el campo de lo disputable. Esa es la tarea política e intelectual que tenemos por delante.
No la cirugía de separación que el texto propone sino la sutura imposible que hay que intentar una y otra vez sabiendo que nunca será completa. No la separación de cuerpos en entidades políticas autónomas y coherentes sino el sostenimiento tenaz de una tensión que es, al mismo tiempo, la fuente del conflicto interno y la condición irrenunciable de toda política que merezca llamarse emancipatoria.
Lo que resta por pensar no es cómo dividir mejor el campo progresista para hacerlo más eficiente electoralmente sino cómo habitar la división constitutiva sin que ella nos destruya.
Por fin: si estas fueron las reflexiones destiladas del Conversatorio «Desafíos del Progresismo en Europa», con la participación —cómo no— de Frédéric Sawicki, profesor de la Universidad París 1 Panthéon-Sorbonne (institución del saber metropolitano, se entiende, del saber que sabe que sabe), desde ya señalo, con la descortesía que exige toda honestidad intelectual (esa descortesía que se confunde con resentimiento), que me niego a habitar en tal espacio.
No por capricho. Tampoco por ese provincianismo que la academia central diagnostica en quienes no acuden a rendirle los honores que ella misma se ha conferido.
Sino porque hay algo barrado que consiste en importar diagnósticos europeos sobre la crisis de «una» izquierda para aplicarlos, sin más trámite que la genuflexión, a un territorio cuyos pliegues y cicatrices esos diagnósticos no pueden ni quieren leer.
Habría que preguntarse, acaso, si la imposibilidad de leer no es ya una forma del no querer (economías de la presteza). Ello más allá de las dudas —pequeñas e insignificantes— cuando la tarea proviene de centros de estudios financiados, dispositivos institucionales y tareas del factoring.
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Mauro Salazar Jaque es sociólogo (2002) y doctor en comunicación por la Universidad de la Frontera-Universidad de Roma-La Sapienza, Roma (Dual PhD, 2024).

Mauro Salazar Jaque
Imagen destacada: Camila Vallejo, Giorgio Jackson y Camila Vallejo en 2012.
