[Ensayo] «El juego del calamar»: De la sociedad del dinero y la competitividad

La serie de nueve episodios dirigida por el realizador surcoreano Hwang Dong-hyuk ha sido el estreno con mayores visionados de la plataforma Netflix, y contiene una profunda crítica audiovisual y dramática al endiosamiento del interés y de la ganancia, en las sociedades de un moderno capitalismo desarrollado.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 22.11.2021

«Hoy, en gran parte, el hombre de una ciudad civilizada y urbanizada es un servidor del sistema y de las máquinas, se pasa el día alimentando cosas y sosteniendo cosas, cuando sencillamente podría vivir mejor. El fin de la vida no es aumentar en dinero y gasto… no es eso. Es ganar en satisfacción personal, ser cada vez más lo que uno es».
José Luis Sampedro

En ocasiones sucede que un producto audiovisual comercial de entretenimiento logra trasmitir mensajes de gran calado. Es el caso de este thriller distópico surcoreano de éxito internacional que atrapa, conmueve y a la vez invita a reflexionar sobre la condición humana y la competitiva sociedad global a la que pertenecemos.

La serie —disponible en la plataforma Netflix— es una brillante metáfora de la realidad de nuestro mundo el cual está cada vez más dominado por el interés económico y en el que se constata un inquietante incremento de las desigualdades sociales.

Dong-hyuk —quien es también responsable del guion— nos adentra en las vivencias de distintas personas que están asediadas por las deudas o que en su precariedad económica buscan ingresos inmediatos que alivien su desesperación.

Personas de distintas procedencias que encarnan arquetipos atemporales de lo humano, arquetipos que el realizador surcoreano ha sabido dar forma con brillantez y que en general son excelentemente interpretados por los actores protagonistas. Así, es fácil que el espectador se identifique con ellos.

Algunos de esos personajes bañados de realidad quieren salir del abismo en el que se encuentran para ayudar a sus seres queridos. Otros, se centran en ellos mismos y buscan salvar su acuciante situación como sea.

 

Un juego perverso

Por eso aceptan participar en un enigmático juego que promete elevados ingresos para los ganadores. Un juego que se desarrolla en una casi inexpugnable isla privada a la que son transportados adormecidos cual ganado que va al matadero.

Allí un magnate ha construido un microcosmos tal como “reality show” televisivo en el que conviven cientos de participantes y un nutrido grupo de vigilantes.

Un universo de accesos laberínticos que recrean los desafiantes modelos espaciales del genial M.C.Escher, un universo despersonalizado que se asemeja a un campo de concentración en el que todos van vestidos igual luciendo un número que los identifica y en el que duermen juntos con comida y bebida escasa.

En ese espacio se desarrollará el juego que en realidad es un conjunto de juegos infantiles con reglas fáciles. En el transcurso de cada juego los participantes que fallen serán eliminados en el sentido estricto de la palabra. Hay que resaltar la dureza y la morbosidad de esas escabechinas que a menudo rozan lo gore, impacta el contraste entre un inocente decorado infantil y la sangre que lo inunda todo tras el perverso juego de esos esclavos “libres”.

Esclavos “libres” porque pueden abandonar el lugar si la mayoría así lo decide, de hecho lo hacen inicialmente tras votar “democráticamente” (qué mordaz crítica a la desvirtuada democracia actual) entre quedarse y optar a un premio astronómico o volver a sus vidas al límite.

Y tristemente la mayoría regresan porque la dureza del mundo real es tan implacable como la de ese perverso juego con la diferencia que este les brinda una posibilidad que esperan sea real de salir de su abismo…

 

La suciedad versus la grandeza

El cambio de una sola letra del título de este artículo lleva como consecuencia que su significación se agrande. Porque en esa competición a vida o muerte por ganar mucho dinero —mayor cuanto más participantes son eliminados— aflora lo peor del ser humano o la suciedad del dinero y la competitividad reinante. La suciedad del todo vale con tal de ganar.

Algunos personajes ya encarnan esa suciedad, esa inhumanidad y por tanto nada cambia para ellos, se sienten cómodos disfrutando del dolor ajeno con tal de superar las pruebas que les acercan al suntuoso premio. Otros —la mayoría— se centran en sí mismos y nada más parece afectarles, desafortunadamente se han habituado a ser insensibles al dolor ajeno. Y unos pocos sienten empatía por los otros, en especial por aquellos que ya conocían antes o conocen allí en su compartir diario.

Esta radical diferencia de entender y ser se evidencia especialmente en el juego por parejas afines en el que los concursantes escogen a quien aprecian sin sospechar que el enfrentamiento será entre ellos mismos.

Y es en ese juego de canicas a dos donde la obra alcanza su mayor fuerza emocional, se nos muestra la inhumanidad de los muchos, es particularmente impactante la de los lobos disfrazados de cordero que no dudan en engañar a quienes confían en ellos. Y paralelamente nos conmueve la grandeza de corazón de los pocos humanos con mayúsculas los cuales ganan llorando al ser querido que se han visto obligados a eliminar.

Esos juegos evocan la inocencia original y los inicios de la sociabilización de esos adultos que un día fueron niños. Unos niños que en el juego empezaron a experimentar en propia piel el afán competitivo del mundo. Unos niños que crecieron y en ese duro experimentar la realidad se sintieron —en mayor o menor medida— adultos fracasados por no alcanzar a tener lo que otros tienen.

 

Del tener y el ser

Tener como prioridad, un entender mayoritario a pesar de tantas voces sabias —como las del gran Sampedro que encabezan este análisis— que nos advierten de que para nada tener satisface tanto como el ser.

Y es que en nuestro mundo del dinero se nos incita continuamente a centrarnos en el tener puesto que para mantener el sistema es necesario consumir sin freno, de ahí que gastar sea tan fácil y más aún si cabe deber.

Así, las entidades bancarias ofrecen préstamos a alto interés que atrapan a los clientes quienes disfrutan sus ansiados “bienes” a un altísimo precio. Ansiados por mimetismo o comparación con otros y por obra de la machacona publicidad que a menudo nos vende productos materiales como “solución” a los vacíos existenciales pervirtiendo valores humanos, es habitual presentar a un automóvil de alta gama como el mejor modo de alcanzar la libertad individual e incluso como forma de expresar la diferencia de ser.

Y es la cultura del tener más y mejor la que aleja a la gente de lo que realmente importa: el ser uno mismo no por el envoltorio o producto que otros elaboran y nosotros lucimos sino por el contenido propio que cada cual descubre y elabora aprendiendo de lo vivido, por la luz que somos.

En esta cultura a la que pertenecemos y de la cual es tan difícil distanciarse, la mayoría se aferra a lo material hasta el punto de priorizarlo a la vida. Queda patente por ejemplo en las catástrofes naturales, cuántas personas perecen por el afán absurdo de salvar una posesión “valiosa”.

Y en esa forma de entender dominante, la caída en la ruina económica es vivenciada como la peor lacra. Se evidencia entonces que nada es más difícil que pedir dinero a otro a quien se considera cercano, lamentablemente suele haber un antes y un después de ese pedir, cuántas amistades se han roto por este motivo.

En cambio el que mucho tiene a menudo es tratado como alguien superior, es vip independientemente de si merece el calificativo de persona o es tan solo un personaje más sólo que cargado de dinero.

En la serie se muestran personajes vips, son ellos los que disfrutan del espectáculo apostando por esos humanos numerados con una frialdad que estremece. Ese apostar es muchísimo peor que el apostar en las carreras de caballos al que uno de ellos alude mal comparando, es muchísimo peor ese juego macabro porque los caballos de carrera tienen nombre, son bien cuidados y no mueren si pierden.

Son personajes vip que lo tienen todo pero no son nada, se aburren en su falta de ser y llegan a la perversión de disfrutar con el sufrimiento ajeno. Para esos patéticos la lucha a muerte que presencian es un juego divertido.

Porque en el fondo ellos no creen en la gente, miran al mundo observando la inhumanidad sin querer y poder ver el lado luminoso. De este modo justifican su insensibilidad extrema que les lleva a actuar con gran crueldad.

Llegado a este punto, debo advertir al lector que inevitablemente el análisis que sigue contiene spoilers.

 

La sinceridad de una afirmación

Así lo entiende también el magnate que lo organizó todo, se lo explica al sorprendido ganador bastante tiempo después de concluir el juego, un ganador que desconocía que el “amigo” con quien tanto compartió y al que creía muerto al ser eliminado en realidad era un falso jugador que jugaba con ventaja.

El anciano se identificaba con el número 1 y el ganador lucía el último de la serie. Pero el juego demostró que la numeración estaba invertida, y que ganó merecidamente porque fue uno de los pocos que no buscó derrotar al otro ni discriminó a los “débiles” ya fueran mujeres o ancianos. Y más aún lo certifica la apuesta que el magnate le plantea en su inesperado encuentro de verdades.

Hace frío, en la calle yace un hombre que el anciano observa desde su confortable atalaya asegurando que nadie lo atenderá porque el mundo es así de inhumano (esta es su forma de entender y mirar, nada más quiere ver). El ganador por el contrario cree en la gente a pesar de tantos y tanto.

Gana de nuevo y en el vencer se reafirma como persona frente a tanto personaje. Y ahora que sabe la verdad última del juego, resurge de sus cenizas —quedó como catatónico por tanto vivenciado— y vuelve al mundo ya renovado con voluntad de ayuda.

Así, emplea el dinero ganado en favorecer a los seres queridos propios y ajenos: la madre de su controvertido amigo, el hermano de la joven que le recordó su humanidad en un momento crítico…

Él es así y afortunadamente no está solo en ese ser y entender, hay más, como el hombre que socorre al caído en la calle. Lo que falta —entiendo— es poner el foco en esas personas a menudo silenciosas y no en los ruidosos personajes vacuos.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: El juego del calamar (2021).