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[Ensayo] Felisberto Hernández y el drama de un recuerdo

La estética de la memoria en la obra del singular escritor uruguayo, rehace el olvido y a su vez inventa una imagen valiosa en el único mundo posible y real, que es el de las emociones, con el propósito de aportar un nuevo significado a la temporalidad de bordes imprecisos, que posee cualquier acto de una persistencia sentimental.

Por José Miguel Martínez

Publicado el 11.7.2023

«Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado».
Felisberto Hernández

A comienzos del 2013, unos meses antes de publicar mi primer libro, con mi amigo Camilo Arancibia quisimos armar una revista digital sobre cine y literatura. El título de la revista lo puso él: Rilo. Y mi primer aporte fue un articulillo sobre la obra de un escritor muy querido por mí entonces: el uruguayo Felisberto Hernández (1902 – 1964).

El texto se titulaba «El amigo Felisberto» y buscaba dar cuenta de ciertas características de su obra que no sólo me gustaban, sino que también me producían genuina ternura y empatía para con él. Abría así: «Raro es el acontecimiento cuando uno siente tanta cercanía con la obra de un escritor que, por su singularidad, por su calidez, uno puede llegar a considerarlo un amigo».

A continuación dedicaba tres páginas a hablar, con un lenguaje e ideas que ahora, diez años después, es inevitable, me sonroja, y que quisiera sintetizar en un solo párrafo, de los climas oníricos que poblaban sus cuentos, los cuales se movían en ambientes cotidianos pero que, fluyendo de una situación misteriosa a otra, exploraban con una voz única el secreto alucinado de las cosas.

Como su peculiar relación con los objetos, por ejemplo, que parecía ser, en primera instancia, decía en ese texto, una relación de índole fetichista, pero que luego se revelaba como algo más profundo, porque Felisberto los sentía, no como objetos per se, sino como entes vivos y poseedores de emociones y sentimientos, cosa que se reproducía, muchas veces, mediante un sentido del humor extravagante, muy cercano, pero diferente, al de Kafka, su precursor, y al de Levrero, su sucesor.

Un humor que a su vez estaba muy ligado al desasosiego de la existencia y que —y esto lo acentuaba como para dar cuenta de nuestra cercanía, citando además Carta en mano propia de Julio Cortázar, donde el argentino ponderaba al uruguayo en una misiva póstuma que era a su vez el prólogo de una antología de relatos— en más de una ocasión me había sacado genuinas carcajadas, me había entregado momentos de solitaria felicidad leyendo sus salidas chispeantes, rarísimas, y que siempre rozaban, pero sin tocar del todo, una evocadora melancolía.

Todo eso, argumentaba mi yo de hace una década, provocaba en el lector —en mí— un auténtico cariño por sus historias y personajes, pero lo que más me gustaba de la obra eran, remataba, dos cosas: por una parte, su filosofía de la memoria.

El cómo Felisberto, en sus cuentos, decía, lograba sumergirse tanto en sus recuerdos que llegaba a amasar a gusto, sin mucho esfuerzo, el tiempo y el espacio de la memoria, nunca mirando hacia atrás a sus vivencias, sino más bien componiendo en un sólo espacio narrativo los hechos moldeables del pasado junto a la concreción del presente; y por otra parte, su modo de mirar insólito, descentrado, ese presentar —en palabras de Hebe Uhart— las emociones trabajadas como si fueran de otro, mirada que años después una alumna, en un taller literario, al darles a leer su cuento «El cocodrilo», definió como «la mirada de un narrador autista».

Así, esa mirada excéntrica —concluía mi texto de entonces— también se fundía con algunos acontecimientos reales de su biografía, y a continuación lo ejemplificaba con una anécdota sobre una hija de Felisberto que había muerto, y cómo Felisberto y Reina Reyes, una de las cuatro o cinco esposas que tuvo en vida (una de las cuales fue, de hecho, espía soviética), habían ido a la morgue a reconocer el cuerpo, y mientras contemplaban estupefactos a la hija muerta, al cadáver de la hija muerta, Felisberto quebró el agudo velo del silencio diciéndole a su mujer: «se me acaba de ocurrir una gran idea para un cuento».

 

El secreto alucinado de las cosas

En mis talleres de narrativa siempre doy a leer uno o dos cuentos de Felisberto Hernández. Cuando hablo de su obra, menciono de paso, con ligeras variaciones, su comentario ante el cadáver de la hija muerta, como para ejemplificar la fuerza de ese modo de mirar extraño, desatinado, tan característico de él (en sus cuentos siempre pareciera ser el mismo Felisberto, o por lo menos un mismo narrador, una misma voz, quien da cuenta de sus extravagantes acontecimientos).

Pero no fue sino hasta hace unos días, cuando volví a abrir, de casualidad, ese borrador antiguo, guardado desde hace diez años en la carpeta de Rilo, que comencé a cuestionar la veracidad de la anécdota. ¿De dónde la había sacado?

Comencé a abrir los libros que tenía de él en mi biblioteca, a releer sus prólogos —de Julio Cortázar, de Ítalo Calvino, de Jules Supervielle, de Elvio Gandolfo—, en busca de la fuente. No encontré nada. Revisé la antología de sus cartas. Tampoco.

Había pasado una década citando su macabro desatino, diciendo cómo, suponía, habría aparecido repentinamente en algún rincón de su inconsciente, tal como aparecen los pensamientos incómodos ante la proximidad de la muerte (quien haya participado de cualquier funeral, independiente de si el finado era cercano o no, podrá atestiguar esto), emergiendo similar a la planta que menciona en Explicación falsa de mis cuentos.

Una planta que el narrador no sabe cómo hacer germinar, pero que, aun así, ha logrado nacer por sí sola mediante una fuerza instintiva y orgánica, libre de estructuras lógicas, y si bien estaba casi seguro de que lo había leído en algún lado, no logré dar con el origen de la anécdota.

En ese momento pensé que, real o no, de mal gusto o no, el comentario de Felisberto, visto desde la perspectiva de un escritor que no domina el nacimiento consciente de sus ideas, había sido, al menos en términos artísticos, bastante certero.

Pero la cuestión de la memoria difusa, del recuerdo falso, eso me complicaba. Porque al leer la anécdota escrita en mi texto pasado y no encontrar en ningún lado su origen, me empecé a preguntar si acaso yo la habría inventado.

No me parecía propio de mí endilgarle algo así a un escritor al que quería, pero, como no encontraba en ninguno de sus libros el recuento de la anécdota, me puse a buscar en Google combinaciones como «Felisberto Hernández hija muerta», «Felisberto Hernández Reina Reyes hija», «Felisberto Hernández esposa e hija», «Felisberto Hernández se me acaba de ocurrir una gran idea para un cuento».

Cuando ya parecía rendirme al hecho de que la anécdota no era real, encontré bajo la combinación «Felisberto Hernández morgue» una extensa crónica biográfica escrita por Tomás Eloy Martínez titulada Para que nadie olvide a Felisberto Hernández, publicada en su libro Lugar común la muerte, donde se narraba el peculiar suceso.

 

Habitar ese tiempo del ahora

En El caballo perdido, nouvelle de Felisberto publicada en 1943 y punto decisivo en el desarrollo de su estilo tan característico, además de una afirmación, en este periodo de su producción literaria, como escritor de la memoria, el narrador rememora un momento de su infancia donde, en una salita de la casa de Celina, su maestra de piano, los objetos —como la silla a la que el niño le levanta la pollera o la escultura de una mujer de mármol— adquieren una consistencia sugerente, llena de misterio.

Cito: «El saber que todo lo que había allí pertenecía a Celina», dice el narrador: «que ella era tan severa y que apretaría tan fuertemente sus secretos me aceleraba, con una extraña emoción, el deseo de descubrir o violar secretos».

El niño busca dar con la esencia recóndita de la sala y sus objetos, pero apenas la profesora de piano hace su aparición, el niño se desentiende de ellos: «cuando venía Celina los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado».

Celina es exigente con el niño, y en un punto determinado lo castiga por estar distraído, golpeándole con fuerza los nudillos de la mano. Se produce un quiebre importante en la narración, porque el niño siente que algo se ha roto entre Celina y él (o más bien, que ella: «había roto en pedazos todos los caminos; y había roto secretos antes de saber cómo eran sus contenidos»).

Entonces la evocación del recuerdo se interrumpe, el narrador pierde el hilo, y luego lo retoma días después, dando paso a una segunda parte de El caballo perdido que vuelve al relato, pero ya no como una rememoración de las clases de piano y de la salita llena de objetos que observan al niño o de su relación con Celina, sino como una indagación respecto al proceso evocador mismo, es decir, una suerte de análisis alterado de los procesos mismos de la remembranza, que según el día y el talante del evocador adquirirán un matiz distinto.

(Un fragmento: «Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los recuerdos. Pero los recuerdos, a medida que iban siendo del tipo que yo sería, a pesar de conservar los mismos límites visuales y parecida organización de los datos, iban teniendo un alma distinta»).

La historia original —el recuerdo— se distorsiona. El narrador dice que no puede escribir porque debe hacer un gran esfuerzo por habitar ese tiempo del ahora; había estado, sin querer, viviendo hacia atrás. La crisis del recuerdo y su escritura se examinan, en esta segunda parte, mediante una meta-narración, volviendo sobre lo recordado de la única manera en que le es posible al narrador: como a través de la nebulosidad de un sueño.

Pero hay un nuevo problema que enfrentar: la conciencia vigilante, definida como un socio, que no es él, habría escrito la primera parte de la narración, y en esta nueva examinación del recuerdo, las imágenes se fragmentan, cambian de color, poseen otra luz, y son juzgadas por el narrador cuestionando la veracidad del recuerdo narrado originalmente.

 

Una metafísica de la rememoración

Muchas narraciones de Felisberto evocan el pasado como si lo habitaran realmente, pero siempre están cruzadas por las emociones del presente en el acto mismo de la remembranza, como si al tratar de asir un pretérito voluble desde un ahora nostálgico y, a ratos, crítico de los recuerdos (la conciencia vigilante), se construyera una metafísica de la rememoración.

James Joyce dijo alguna vez, en una entrevista, que el escritor emocionalmente creativo rehace el recuerdo e inventa una imagen valiosa en el único mundo valioso, que es el de las emociones.

Pienso que la obra de Felisberto Hernández hace justamente eso: dar cuenta de un sentimiento único, difícil de definir, donde el significado resultante se vuelve entonces una pesquisa, una indagación de lo que el mismo Felisberto definió como «el drama de un recuerdo», es decir, la tensión elemental de todo aquello que rodea a la evocación y que le aporta un nuevo significado a la temporalidad de bordes imprecisos que posee todo acto de memoria.

En la crónica de Tomás Eloy Martínez encontré finalmente el origen de la anécdota sobre la hija fallecida que, aunque verdadera, yo había estado contando de manera equivocada. Cuenta Eloy Martínez que quien habría muerto no era la hija de Felisberto sino la nieta, la segunda nieta de él que fallecía, ambas niñas de Mabel, su hija mayor.

Ante la tragedia, Felisberto decidió acompañar a Mabel a la morgue para ver el cuerpo. Descendieron por una escalera estrecha que llevaba al sótano y que remataba en una sala donde, sobre una mesa de mármol, descansaba el cuerpo vendado de la niña.

Su hija Mabel, desgarrada, no quiso separarse del cadáver y permaneció abrazada al mármol durante más de una hora, hasta que los médicos la sacaron de allí. Y en todo ese tiempo Felisberto permaneció en silencio, a su lado, con los ojos —no viendo al cuerpo vendado de la nieta, no viendo a su hija abrazando al cadáver— mirando fijamente el blanco de la pared que tenía enfrente.

A la salida del recinto, lo esperaba su esposa de entonces (que no era María Isabel Guerra, la madre de Mabel, sino Reina Reyes; al menos ese detalle lo recordaba fidedignamente), quien le preguntó al meditabundo Felisberto en qué había estado pensando durante todo el tiempo que pasó mirando al muro de la morgue. «Estuve imaginando un cuento que se titulará Los dolores ajenos«, le dijo Felisberto.

Por supuesto, yo no recordaba haber leído todo esto —quiero decir: no recordaba el acto de haber leído la anécdota en cuestión, y mucho menos ese texto de T. E. Martínez en particular—, pero la existencia real de algo que yo daba por sentado en mi cabeza me llevó a pensar en cómo el presente, con todos sus recovecos, deforma los recuerdos al punto que las percepciones se corrompen a sí mismas, tornándose en mera ficción, ficción que luego, aun cuando el tiempo termine por empañarla, la contamos una y otra vez hasta volverla auténtica —al menos para nosotros mismos y, por alcance, para otros—.

Cito: «Pero yo sé que la lámpara que Celina encendía aquellas noches», dice el narrador de El caballo perdido al final del relato: «no es la misma que ahora se enciende en el recuerdo; la cara de ella y las demás cosas que recibieron aquella luz, también están cegadas por un tiempo inmenso que se hizo grande por encima del mundo».

Los detalles cambian, se difuminan, adquieren otro relieve, pero lo que persiste es la esencia de la anécdota, que es una ficción, sí, pero que —apócrifa o no— termina por tornarse verdadera en un sentido felisbertiano.

 

 

 

 

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José Miguel Martínez (Santiago, 1986) es arquitecto. Ha publicado los libros El diablo en Punitaqui (Tajamar Editores, 2013), Hombres al sur (Tajamar Editores, 2015), Tríptico de Granola (Tres Puntos Ediciones, 2020) y Ceres (Minotauro, 2021).

Ha traducido, además, a James Baldwin, S. Craig Zahler y Jack London. Es creador del podcast Cátedras Paralelas, donde conversa con diversos invitados sobre libros y lectura. Vive en Frutillar, Chile.

 

 

José Miguel Martínez

 

 

Imagen destacada: Felisberto Hernández.

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