Vicente Huidobro advertía que el poema no debe describir la rosa, sino hacerla florecer en el lenguaje, y donde esa flor imposible es un acto espiritual, algo que no existía y ahora existe, aunque sea solo en la intensidad de una imagen, una idea, un pulso, una emoción.
Por Marisol Moreno del Canto
Publicado el 14.12.2025
Cerrar un curso de poesía no es clausurar nada. Es, en rigor, dejar una puerta abierta. Porque la poesía —si algo hemos aprendido— no se aprende: se contagia. Y una vez dentro, no hay vacuna. La poesía entra como entra la fiebre o el amor; sin permiso y con consecuencias.
Hoy no cerramos un programa, cerramos una experiencia. Y toda experiencia verdadera deja rastros: preguntas, fisuras, una leve incomodidad frente al mundo tal como está dispuesto. Si no salimos de aquí un poco más desacomodados, la poesía no habrá cumplido su parte del trato. Pero este curso, con estas alumnas y alumnos, ha cumplido. ¡Estamos muy incómodos!
La poesía es un lenguaje privilegiado para la humanización del mundo porque se rehúsa a tratar la realidad como cosa. Allí donde el discurso útil mide, clasifica y ordena, el poema toca. Nombra sin poseer. Dice «árbol» y no tala. Dice «dolor» y no lo administra.
Humanizar es devolverle al mundo su espesor sensible, su temblor, su derecho a no ser explicado del todo. La poesía es ese idioma que se niega a reducir la vida a instrucciones de uso, a formularios, a estadísticas. Es una lengua que no acepta la reducción del ser humano a dato, ni a convertir el tiempo en productividad.
En este sentido, la poesía no es un lujo cultural: es una necesidad antropológica. Allí donde el lenguaje se empobrece, el mundo se vuelve más brutal. Y allí donde el poema aparece, algo se vuelve habitable otra vez. No mejor, no más justo automáticamente, pero sí más humano, que ya es una forma de resistencia.
Una ética de la percepción
Pero, además —y aquí la poesía se pone peligrosamente luminosa— es una voz liberadora. No porque grite consignas, sino porque desarma las jaulas invisibles del lenguaje. Nos libera de las frases hechas, de las ideas heredadas sin testamento, de las palabras que el poder usa como tranquilizantes. El poema interrumpe. Se niega a hablar como se espera. Introduce una falla en el discurso dominante.
Vicente Huidobro lo dijo con una claridad que todavía incomoda: «El poeta es un pequeño Dios». No porque mande autoritariamente sino porque crea.
Crear es el gesto máximo de libertad frente a un mundo que insiste en repetirse, en hacer copias de lo mismo, en recetas automatizadas. La poesía libera porque no copia la realidad: la reimagina. Y en esa reimaginación nos devuelve la posibilidad de no ser meros reproductores de lo dado.
La poesía es también una forma de estar en el mundo. No como adorno, no como pasatiempo de almas delicadas, sino como postura ontológica. El poeta —y quien lee poesía de verdad— camina distinto: escucha lo que no se dice, sospecha de lo evidente, habita el silencio sin pánico. Vive con una atención aguda, a veces dolorosa, pero radicalmente despierta.
Con todo, la poesía nos enseña a mirar sin consumir, a estar sin dominar, a vivir sin manual. Lo cual, admitámoslo, es un gesto profundamente subversivo en tiempos de tutoriales para todo, incluso para sentir. Es una forma de estar en el mundo desafiando la estupidez generalizada.
Desde esta perspectiva, escribir poesía no es escribir textos: es ensayar una ética de la percepción. Una forma de presencia. Un modo de no pasar intactos por el mundo.
La poesía es, además, un lugar espiritual. No necesariamente religioso —aunque a veces roce lo sagrado—, sino un espacio interior donde el lenguaje se vuelve respiración. El poema es una forma de oración laica: no pide, no promete, no salva. Pero abre, bifurca, cuestiona, ilumina con suavidad. Y en esa apertura algo se ordena, no afuera, sino adentro.
También, la poesía no responde a la pregunta por el sentido, lo sostiene, y protege de las respuestas fáciles. Por eso Huidobro advertía que el poema no debe describir la rosa, sino hacerla florecer en el lenguaje. Esa flor imposible es un acto espiritual, algo que no existía y ahora existe, aunque sea solo en la intensidad de una imagen, una idea, un pulso, una emoción.
La poesía es memoria. No la memoria oficial, pulcra y con monumentos, sino la memoria vulnerable, la de los cuerpos, las pérdidas, las voces que no entraron en los archivos, la de los desaparecidos, los maltratados.
El poema recuerda lo que la historia olvida y lo hace sin solemnidad, con una obstinación íntima. Cada verso es un acto de resistencia contra el olvido, esa forma educada —y eficaz— de la violencia.
La poesía guarda lo frágil, lo mínimo, lo que no fue rentable recordar. En este sentido, escribir es un acto de justicia poética. Leer poesía, también. Porque cada poema leído rescata una experiencia del naufragio del tiempo.
Por eso mismo, la poesía es un lenguaje crítico frente al poder. Porque el poder necesita lenguajes previsibles, unívocos, repetibles. Necesita que las palabras signifiquen siempre lo mismo. Y la poesía es todo lo contrario: ambigua, inútil, indisciplinada.
El poema no sirve para mandar ni para obedecer. Sirve para sentir. Sirve para pensar. Y pensar, ya lo sabemos, es una actividad peligrosamente libre. La poesía no se alía con el poder porque no busca eficacia, busca verdad. Y la verdad poética no es verificable, pero es profundamente reconocible. Nos atraviesa. Nos desarma. Nos deja sin coartadas.
Y llegamos quizás a lo más decisivo: la poesía como fuente de imaginación. No de fantasía decorativa, sino de imaginación radical. Cuando los lenguajes técnicos, políticos o económicos se agotan, cuando todo parece dicho, la poesía inventa posibilidades. No desde la nada, sino desde el lenguaje llevado a su límite.
Allí donde la prosa tropieza, el poema salta. Huidobro lo formuló como un mandato casi profético: «No cantes a la lluvia, poeta, haz llover». Esa es la tarea: no repetir el mundo, sino ampliarlo. Gracias a ese salto imaginativo podemos pensar otros futuros, otras formas de comunidad, otras maneras de nombrarnos sin violencia.
Si algo quisiera que se lleven de este curso no es una definición de poesía —eso sería una contradicción casi administrativa—, sino una certeza incómoda: que mientras exista poesía, el mundo no estará del todo concluido. Siempre habrá una grieta por donde entre la luz. O al menos una imagen, una idea o una emoción.
Y a veces, créanme, una metáfora, una imagen bien colocada puede hacer más por la humanidad que mil discursos perfectamente redactados. Entonces, pues, continúen escribiendo. Perseverar es la cuestión. En el profundo amor a las palabras y a sus estrictos significados, nos seguiremos encontrando.
Escriban. Lean. Duden. Hagan y rehagan. Y si alguna vez el mundo se vuelve demasiado literal, demasiado seguro de sí mismo, ya saben qué hacer: respóndanle con un poema.
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Marisol Moreno del Canto (1958) es una reconocida poeta chilena, autora, entre otros, del volumen Del error y de la luz (Editorial Cuarto Propio, 2021).

Marisol Moreno
Imagen destacada: Vicente Huidobro (por Pablo Picasso).
