[Ensayo] Izquierdas del muro clivaje: La ‘espectralidad’ antifascista

El autoritarismo y la «hegemonía» comparten estructura profunda, ambos son operaciones de totalización que prometen resolver la multiplicidad en unidad, y que presuponen que lo político puede ser reducido a dos términos: nosotros y ellos, pueblo y oligarquía, o democracia y autocracia.

Por Mauro Salazar Jaque

Publicado el 11.11.2025

Unos van por un sendero recto,
Otros caminan en círculo,
Añoran el regreso a la casa paterna
Y esperan a la amiga de otros tiempos.
Mi camino, en cambio, no es ni recto, ni curvo,
Llevo conmigo el infortunio,
Voy hacia nunca, hacia ninguna parte,
Como un tren sobre el abismo.
Ana Ajmátova

En horas electorales se despliega lo que podría llamarse simbiosis devastadora: la «metrópolis» de la era Trump como espacio codificador de representaciones autócratas —retrógradas— son el espejo de la «rabia erotizada».

Precisamente en ese llamado especular se revela una subjetividad distópica (narrativa Auschwitziana). No es que la metrópolis ofrezca lucidez al nombrar lo inaceptable, sino que se ha convertido en máquina generadora de pánicos inhabitables, angustiosos, que solo resuelven la violencia verbal del líder colérico.

Con todo, la arremetida fundamentalista de Kaiser y el integrismo-partidario de Kast son síntomas de esa demanda, liderazgos que abandonan el consenso institucional, tras el naufragio de la modernización acelerada. Qué tenemos entonces, una maquina somática que comenzó a hablar antes del 2019.

La zona depresógena de la izquierda por nombrar el peligro se expresa también en una contradicción paralizante: admite —al nivel de lo descriptivo y declarativo— que un eventual gobierno de José Antonio Kast no sería una «dictadura convencional» en el sentido del 1973 – 1990, sino una forma de autoritarismo administrativo, tecnocrático, formalmente legal —que dista del caso de Maduro (más si obtiene mayorías congresales)—.

Pero simultáneamente, esa misma izquierda suscribe en el fondo, sin decirlo abiertamente, a las tesis del «Consenso de Washington». En suma, sería fascismo, y sin temor al termino, no sabemos cuál es la política (juego de las temporalidades) que ofrece esa semántica espectral.

Cuando la glosa tienta, nuestra izquierda destila proto-fascismo, no por mero epistemicidio. La palabra funciona (ha funcionado siempre) supletivamente. Es decir, aquello que viene a llenar una falta que no debiera estar allí, que se presenta como exterior pero que revela (en su mismo gesto de afección) el vacío de aquello que supuestamente corona, un muro sin imaginación.

Cuando la izquierda mastica «muros» o «clivajes», no nombra algo que está ahí, sino que produce disyunciones que necesita para constituirse tanáticamente como izquierda de retaguardia. Es la operación mediante la cual la carencia —ausencia de política ante una oligarquía irrebasable— se convierte en plenitud: «somos lo que no somos ellos».

Pero hay escenarios aún más devastadores. Si la cruenta aventura de Kaiser y sus demonios no alcanzara —inclusive— a opacar la votación de Matthei, se producirá algo inquietante: confirmación de que el muro antifascista era innecesario. Porque si el fascismo no llega, si la amenaza no se materializa, entonces el muro (no físico, sino escritural, cognitivo e imaginal) pierde su razón de ser.

La defensa reactiva que ha sustituido el pensamiento crítico se revela innecesaria, exponiendo la vacuidad de una izquierda que no posee contenido propio, que solo existe como reactividad, qua fabrica semiótica de fascismos textuales.

Si Johannes Kaiser —en cambio— alcanza a Matthei, la restitución del clivaje, esa estructura que ha ordenado el pensamiento político desde la Revolución Francesa dominará nuestro horizonte sin destino. Pero surgen preguntas, ¿el clivaje es un diagrama de la política, o es narcisismo mesiánico? ¿Divide realidades que efectivamente se dividen, o impone división sobre lo que se niega a dividirse?

La escisión fascismo-democracia no es división fértil, productiva, sino la desesperación de un «muro» sin imaginación. Cada vez que se invoca la «partición», se ejecuta una doble operación. De un lado, se clausura la multiplicidad de lo político bajo un significante que promete claridad, y de otro, se produce el monstruo mismo que supuestamente se combate.

Cuando la hegemonía deja de ser un vector afectivo para convertirse en pura gestión de lo existente, el «muro» (bloque sin imaginación, por desmasificar) como condición queda reducido a la yuxtaposición administrativa de cuerpos. El orden fáctico ya no se presenta como aquello que debe ser pensado o interrogado, sino como lo inmediatamente operativo.

La colusión cancela el espacio de la diferencia como desacuerdo o disenso. La hegemonía se presenta como articulación de lo múltiple, como construcción de voluntad colectiva que no anula diferencias, pero las articula en un proyecto común.

Pero lo que no se dice, lo que jamás se dice, es que la «hegemonía» podría ser violencia. Porque «articular» no es juntar lo que estaba separado; «articular» es imponer una idiomática común sobre singularidades que se niegan a unificarse, es convertir lo vivido en información procesable.

Y aquí aparece el nudo. La «»hegemonía» presupone que existe algo así como un «pueblo heterogéneo», «voluntad popular», una «demanda social» que puede ser articulada. «Nos falta esta última fuerza. Nos falta un pueblo», reza en el intercambio de Klee y Deleuze.

Pero este presupuesto es ya asimétrico. Presupone unidad donde hay dispersión, comunidad donde solo hay soledad, lengua común donde solo hay balbuceo. La «hegemonía» no articula lo que ya estaba ahí; produce aquello que dice articular. Y en esa producción ejecuta la violencia más radical: la de hacer desaparecer todo aquello que no cabe en su operación de totalización.

La marea rosa (gobiernos nacionales/populares) guardaba sus documentos mientras la institución se desmoronaba, alguien sabía la verdad, pero nadie podía leerla en el laberinto de América; la hegemonía era solo el reverso de una novela que nunca se escribió.

El autoritarismo y la «hegemonía» comparten estructura profunda. Ambos son operaciones de totalización que prometen resolver la multiplicidad en unidad. Presuponen que lo político puede ser reducido a dos términos: nosotros-ellos, pueblo-oligarquía, democracia-autocracia.

Así, el anti-fascismo deviene fascismo cuando renuncia al pensamiento de lo múltiple y se refugia en la binariedad que excluye; la izquierda se vuelve indistinguible de aquello que combate cuando su única identidad es reactiva, negativa, suplementaria.

Y en ese gesto binario ejecutan la misma transgresión, borrar lo singular, lo irreducible, lo que se niega a ser contado. La «hegemonía» opera desde la inclusión que es ya exclusión, desde la articulación que es ya clausura.

Pero hay algo más perturbador aún: la izquierda chilena (si acaso vale el término) que invoca la amenaza autoritaria (librada al neofascismo) como exterior no puede reconocer que ella misma opera en registro autoritario.

No porque la izquierda «sea» autoritaria —esa sería una afirmación asimétrica, sediciosa— sino porque la estructura lógica que articula su pensamiento es idéntica a la del poder concentrado que dice combatir.

 

Pensar la política sin apelar a un fundamento último

Con todo, esta adicción coexiste con una verdad incómoda, el progresismo, con desenfado, ha querido obliterar en las tribunas editoriales sus complicidades: haberse convertido en el agente inmunitario del capital bajo el signo de los mercados globalizantes, administrando el órgano pinochetista. Haber reducido la transformación a la gestión. Haber prometido inclusión mientras naturalizaba las estructuras de exclusión que el capital reproduce sin esfuerzo.

El progresismo neoliberal no cuestiona la lógica del capital, salvo en las estéticas del rostro humano. No desmantela la desigualdad; la vuelve tolerable. No transforma; gestiona, maquilla, abraza el punto medio de la cordura. Y cuando esa gestión se revela insuficiente ante la angustia metropolitana, no tiene respuesta. Solo le queda invocar la amenaza del autoritario-fascista para justificar sus cogniciones tristes.

Así, el progresismo —ese término heteróclito— nos dice: «defendemos la democracia contra el autoritarismo». Pero omite —lo que no puede decir sin disolverse— es que su «democracia» no es democracia sino anti-autoritarismo. Es decir, no tiene consistencia propia, no posee contenido que pueda ser afirmado independientemente de aquello que niega.

El autoritarismo es solo nombre para que el performativo «democracia liberal» pueda presentarse como inclusiva. Es también una lógica de hegemonía laxa donde cada término existe solo en relación con su opuesto, donde cada término es simultáneamente necesario e insuficiente, presente y ausente.

De esta forma, el muro protector no protege, sino que produce aquello que supuestamente combate. Significaría reconocer (bajo nuestras urgencias) que la «hegemonía» no articula, sino que impone unidad sobre multiplicidades irreducibles. Y ese reconocimiento sería devastador: significaría la disolución de toda certeza, la imposibilidad de distinguir entre «nosotros» y «ellos», entre «democracia» y «autocracia», entre «bien» y «mal».

Y aquí la izquierda construye sus escenarios desde un dolor esquilmante. José Antonio Kast y el torturador Miguel Krasnoff, la amistad que duele, que no se puede pensar sin que la historia se haga carne, sin que el pasado comparezca como herida abierta.

La izquierda invoca esa amistad (cismática) no solo como dato político, sino como evidencia moral, como prueba de que el autoritarismo no es metáfora sino memoria, no es construcción discursiva sino continuidad efectiva con el terror. Y ese dolor es real. No se puede exigir a quien perdió a los suyos que piense desde la distancia, que mantenga la serenidad analítica cuando el torturador se sienta a almorzar con el candidato.

Pero ese dolor, por legítimo que sea, no resuelve el problema teórico, pues la invocación del pasado como amenaza presente sigue operando en la lógica binaria que produce aquello que pretende conjurar. Porque solo cuando se reconoce que no hay fundamento último, que no hay criterio trascendente que garantice rectitud de la decisión, solo entonces la decisión deviene verdaderamente política.

La decisión que se ampara en oposición binaria no es decisión sino aplicación de regla preestablecida. Es cálculo, no decisión. Es administración, no política. La «hegemonía» barítona promete resolver esta indecidibilidad mediante una articulación que preserve diferencias al tiempo que las unifica en un proyecto común.

Pero tal promesa hace difícil que Jeannette Jara se pueda convertir en una «tercera fuerza política» (aunque hacemos los votos). No porque sea algo imposible de realizar, incluso ante un hito electoral, sino porque es estructuralmente contradictoria.

El hegemón no articula diferencias, sino que las traduce a lengua que ya no es la suya, que las convierte en versiones domesticadas de sí mismas, susceptibles de ser procesadas por la máquina representacional. Aceptar que no hay «pueblo», que no hay «voluntad popular», que no hay «demanda social» que pueda ser articulada es la lección de los gobiernos de marea rosa.

Aceptar que lo político es precisamente el espacio de lo múltiple, lo disperso, lo singular que se niega a ser totalizado. Aceptar que la revuelta del 2019, con sus marginalidades mediáticas, fue el primer movimiento post-popular del XXI. Lo que está en juego no es elegir entre «autoritarismo» (proto-fascismo) y «democracia», entre totalización explícita y articulación hegemónica.

Lo que está en juego es cuestionar la lógica misma del muro molar relevando las temporalidades de lo político. Interrogar la tristeza inscrita en toda operación que pretende unificar lo múltiple, pensar la política sin apelar a un fundamento último que garantice rectitud de decisión.

Alberto Blest Gana escribió en 1862 Martin Rivas. Tal novela, cual parábola, sigue siendo no resuelta como proceso político-social. Lo que Blest Gana enfrentó, fue precisamente, la hegemonía «que se ha intensificado» ante los espantos.

 

 

 

 

 

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Mauro Salazar Jaque es sociólogo (2002) y doctor en comunicación por la Universidad de la Frontera-Universidad de Roma-La Sapienza, Roma (Dual PhD, 2024).

 

Mauro Salazar

 

 

Imagen destacada: Johannes Kaiser Barents-von Hohenhagen.