[Ensayo] La economía como lugar de la imaginación

La gran debacle inflacionaria producto, entre diversas variables, de la pérdida del valor de la moneda —pienso en Grecia, en Turquía, en el Líbano como economías que estuvieron en el colapso o al borde del estallido social— quiebra el concepto alrededor del cual se constituyeron las democracias occidentales: el pacto comunitario.

Por Ana Arzoumanian

Publicado el 14.2.2023

Estoy sentada en la terraza de un bar de la ciudad de Buenos Aires. Las mesitas en la calle de un bar en un barrio coqueto de la ciudad. Cerca de mi mesa, dos hombres jóvenes toman café y conversan. Los hombres parecen ser ejecutivos de alguna empresa.

Uno de ellos dice: «en estos países se debe capitalizar en dólares y endeudar en pesos». Siguen hablando: «con el grado de inflación, mejor endeudarse, si total luego llega una moratoria y uno termina pagando menos».

Yo floto en esas frases. Dicen: en estos países, haciendo referencia a las economías deprimidas, a los países latinoamericanos, pero también a los asiáticos (pienso en Grecia, en Turquía, en el Líbano como economías que estuvieron en el colapso o al borde del estallido).

La capitalización en dólares resulta cada vez más posible. El dólar como moneda corriente, del mismo modo que el inglés como lengua franca, se convierte en el signo de la globalización. Deslocalización monetaria que adquiere mayor velocidad bajo los efectos de la pandemia y el confinamiento.

El trabajo a distancia traduce el carácter no medible de las longitudes. El teletrabajo pone su energía laboral fuera del ámbito físico local y admite un más allá de las fronteras nacionales. De modo que nos topamos no sólo con empresas que contratan trabajadores latinoamericanos desde el exterior, sino con los propios latinoamericanos ofreciendo sus servicios fuera del continente y siendo remunerados en dólares.

Pero aquello que más llama mi atención es la culminación de la frase de los parroquianos de la cafetería: «endeudarse en pesos».

 

En la ilusión del destino

La gran debacle inflacionaria producto, entre diversas variables, de la pérdida del valor de la moneda, quiebra el concepto alrededor del cual se constituyeron las democracias occidentales: el pacto.

Así, la monarquía francesa no cayó sólo con la persecución de la nobleza y la guillotina a los reyes, sino que el instrumento del terror propuesto para establecer la igualdad reclamaba otra invención. Un elemento de la ficción que no cumpliera sólo con el objetivo de ajusticiar, sino que amalgamara a la población.

De tal modo, la Revolución Francesa creaba por un lado la guillotina y por el otro un acuerdo o pacto que llevaba el nombre de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Este documento definía a la comunidad francesa pero extendía su fuerza creadora al resto del mundo. Así Occidente generó una civilización «legal» cuyo sistema consistía (¿consiste?) en imaginarse adheridos o congregados alrededor de un acuerdo.

Si bien la ley a la que se sometían tenía el carácter de pacto o contrato, la imaginación justamente se aplicaba (¿se aplica?) en que los miembros de la comunidad no firman cada una y por cada vez dicho convenio sino que suponen, conjeturan, creen, idean que, por un acto de proyección o representación, otros pactarán en nombre de ellos.

La Ley como poder soberano tiene antecedentes religiosos. Pero en el ámbito estrictamente del derecho la idea del contrato/ acuerdo se funda sobre el adagio latino pacta sunt servanda que se traduce como «lo pactado obliga» o los pactos están hechos para ser cumplidos. Principio básico del derecho civil y del derecho internacional. Dicho precepto tiene un punto límite que los mismos romanos estipulaban cuando afirmaban: rebus sic stantibus que puede traducirse como “estando así las cosas” o siempre que las cosas sigan así.

De tal modo que el derecho romano exigía el cumplimiento pero entendía una excepción que consistía en asumir los cambios extraordinarios que pudieran haber sucedido. Este segundo adagio latino fue incorporado al código civil argentino en el año 1968 bajo el concepto de teoría de la imprevisión.

Las voluntades individuales no engendran obligaciones sino a condición de moverse en el terreno ordinario de la previsión humana y, si un acontecimiento futuro rompe el equilibrio, desparece uno de los elementos que le da fuerza obligatoria.

Floto en la frase de aquellos hombres sentados a mi lado en la mesa de café. Me detengo en la ilusión del destino desde la filosofía de Amartya Sen, en sus modos de pensar las deudas externas que se imponen a países endeudados por décadas con la intención de constituir no deudas para ser pagadas sino deudas para no ser pagadas en una espiral de esclavitud extrema.

Dos jóvenes en un café dicen que endeudarse es el mejor camino en países sin moneda. Dos jóvenes elegantes en un barrio coqueto de la ciudad disponen a no pagar sus deudas del mismo modo que una nación desde sus ideologías de izquierda pide no pagar su deuda externa.

Las naciones, decía Anderson, son comunidades imaginadas.

Ahora bien, la forma en que nos estamos imaginando hoy en día tiene otros elementos de aquellos que consolidaron la ficción jurídica de la representación, del acuerdo y el pacto como modo de convivencia. Quizás tendríamos que ponernos a leer la imaginación de este siglo, los fantasmas con los que pensamos.

De esta forma, Aristóteles expresaba que el alma no piensa sino con fantasmas. No prender las luces para desvanecerlos; aquello que pretendía la Ilustración. Sino todo lo contrario, dejar que los fantasmas del siglo entren para poder nombrarlos.

Dos jóvenes se imaginan no pagando sus deudas en una moneda cuya potencia ficcionalizada ha dejado de producir fantasmas. Una moneda que no produce creencia.

¿Acaso la Revolución Tecnológica construya comunidad guillotinando la idea de palabra, acuerdo y ley? Era digital en francés se llama literalmente «era numérica». El dígito, el número, el signo fundan otras ficciones. No el cumplimiento o el incumplimiento de lo acordado. El acuerdo mismo viciado desde el inicio por un descrédito general.

In God We Trust, ¿qué nombre tendrá nuestro dios, eso recubierto por una sábana blanca que llega asustándonos en lo oscuro, esa imagen que no vemos y que traza las nuevas fronteras entre lo que nos hace estar juntos?

 

 

 

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Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962.

De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: Labios, Debajo de la piedra, El ahogadero, Cuando todo acabe todo acabará y Káukasos; la novela La mujer de ellos; los relatos de La granada, Mía, Juana I; y el ensayo El depósito humano: una geografía de la desaparición.

Tradujo desde el francés el libro Sade y la escritura de la orgía, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem con el propósito de realizar el seminario Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión, en Jerusalén, el año 2008.

Rodó en Armenia y en Argentina el documental A, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera (1976 – 1983), y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010).

Es integrante, además, de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela Mar negro, por el sello Ceibo Ediciones.

El artículo que aquí presentamos fue redactado especialmente por su autora para ser publicado por el Diario Cine y Literatura.

 

Ana Arzoumanian

 

 

Imagen destacada: Revuelta en Grecia (2008).