[Ensayo] La mediación colectiva: Una posibilidad de resistencia y de transformación

La crítica estética debe promover vínculos y aprendizajes en comunidad, mediante la aproximación sensorial y reflexiva, y donde la discusión colectiva permita nuevas formas de comprender, actuar y de poder transformar la cultura hegemónica.

Por Matilde Larraín

Publicado el 7.11.2022

Con la llegada de la industrialización y sus mecanismos de reproductibilidad técnica, lo que antes se entendía por cultura, como un cultivo «refinado opuesto a la vulgaridad de la muchedumbre» (Eco, 1968: 12), comienza a adquirir una metamorfosis social, generando nuevos fenómenos, con el surgimiento de lo llamado cultura de masas, cuestión que Umberto Eco postularía como un contrasentido, o «anticultura», según su connotación convencional.

Este nuevo fenómeno generó polarizaciones en cuanto a formas de percibir, explorar o criticar lo que estaba sucediendo con esta nueva conformación de masas y su participación en la industria cultural. He aquí lo que Eco (1968) distinguiría como apocalípticos e integrados, caracterizados los apocalípticos como quienes comienzan a teorizar críticamente acerca de una decadencia cultural con este nuevo fenómeno, y los integrados como aquellos que comienzan a desenvolverse, actuar y producir desde esta nueva masa como una oportunidad que debe ser tomada.

Se podría postular una cierta ceguera elitista aristocrática desde los apocalípticos con la generación de mayor acceso a la cultura y el miedo que les genera esto, pero al mismo tiempo cabe recalcar un punto importante del cual Eco enfatiza: «Que esta cultura surja desde lo bajo o sea confeccionada desde arriba para consumidores indefensos, es un problema que el integrado no se plantea» (Eco, 1968: 12).

La situación, según Eco, conocida como cultura de masas, tiene su lugar histórico en el empoderamiento de las masas como protagonistas de un espacio y vida social que les era negado.

Así, las masas han impuesto una forma de circulación de un lenguaje propio, pero: «paradójicamente, su modo de divertirse, de pensar, de imaginar, no nace de abajo: a través de las comunicaciones de masa, todo ello le viene propuesto en forma de mensajes formulados según el código de la clase hegemónica. Tenemos, así, una situación singular: una cultura de masas en cuyo ámbito proletariado consume modelos culturales burgueses creyéndolos una expresión autónoma propia» (Eco, 1968: 30).

La imposibilidad de autonomía recaería en el carácter domesticado del deseo de las masas, en donde la clase hegemónica continúa ejerciendo su poder con la regulación del deseo como una ley. Por tanto, realizar la pregunta relacionada a la construcción del deseo y el gusto se torna fundamental a la hora de navegar entre las masas y la crítica de estas.

El filósofo y psicoanalista Slavoj Zizek desde una vereda psicoanalítica cinematográfica postula cómo el cine sería el último arte perverso, dado que no te da lo que deseas, sino que te dice cómo desear. El problema según Zizek no sería que nuestros deseos sean satisfechos o no, sino que: cómo saber qué es lo que realmente deseamos, entremedio de deseos artificiales, muchas veces mercantilizados.

 

El deseo y su mercantilización

El cine: «consistiría en despertar el deseo, jugar con él, pero al mismo tiempo, domesticarlo, hacerlo palpable y mantenerlo a distancia» (De los Ríos y Ayala, 2020: 2).

Coexiste, por tanto, desde la industria cultural, una adulteración de ese deseo, lo que Adorno y Horkheimer llamaría una manipulación en el que: «las masas se aferran obstinadamente a la ideología mediante la cual se les esclaviza» (Horkheimer y Adorno, 1998: 178).

Desde el cine, el aparato «maquínico» nos muestra, según Rancière (2013), lo que sería la óptica de un pensamiento que teje lazos, que une percepciones, afectos, nombre e ideas. Una óptica que constituye la comunidad sensible que esos lazos tejen y lo que hace pensable el tejido.

En este sentido: «las obras funcionan como ruptura, pero condensan los rasgos de regímenes de percepción y pensamiento preexistentes» (Rancière, 2013: 13). Estos pensamientos preexistentes te guían cinematográficamente hacia un deseo igualmente preconcebido que se teje escena a escena, y que se inscribe inconscientemente a nivel colectivo como espectadores.

Sin querer configurar nuevamente una crítica catastrófica hacia la cultura masificada, estos postulados nos permiten introducir su arma de doble filo y sus posibilidades mercantilizadoras de deseo, que hay que tener en cuenta a la hora de adentrarnos en la crítica. Y es precisamente desde este lugar, la crítica y la reflexión cultural y artística, en el que la estética y su quehacer político enraízan un sentido profundo de mediación.

El término Aisthesis, según Rancière (2013), designa el modo de experiencia conforme a la cual, desde hace dos siglos, percibimos cosas muy diversas por sus técnicas de producción y sus destinaciones como pertenecientes en común al arte.

No se trata de la «recepción» de las obras de arte, sino más bien del tejido de experiencia sensible dentro del cual ella se producen. Modos de percepción y regímenes de emoción, categorías que las identifican, esquemas de pensamiento que las clasifican y las interpretan. Son esas condiciones las que harían posible que palabras, formas, movimientos y ritmos se sientan y se piensen como arte.

Situados en un espacio tiempo en donde el deseo continúa con posibilidades de mercantilización, y la abundancia de contenido y rapidez cultural saturan la emergencia de reflexión experiencial, es que el quehacer mediador de la estética se torna urgente, con una crítica que no se sitúe únicamente desde lo escrito, sino que rompa con lo establecido espacialmente, colectivizando las reflexiones de este tejido sensible, para que en la masa tengamos posibilidades de resistencia y no nos sumerjamos únicamente en ser consumidores indefensos de las artes y las culturas.

Poder concebir la estética desde su rol mediador exploratorio, que promueva a través de la crítica, vínculos y aprendizajes en comunidad, mediante la aproximación sensorial y reflexiva, donde la discusión colectiva permita nuevas formas de comprender, actuar y co-transformar la cultura hegemónica.

Es desde aquí que, el cine como dispositivo, tiene un gran desafío colectivo de resistencia a través de las masas.

Buscar nuevas formas de mediación que nos abran la posibilidad de que el dispositivo esté más apegado a procesos críticos de reflexión conjunta, que hagan surgir dislocamientos horizontales con las comunidades, levantando así un impulso de cambio a partir de la experiencia sensible.

Talleres de cine comunitarios como los que realizó Alicia Vega (retratado en el largometraje documental Cine niños esperando un tren, del realizador chileno Ignacio Agüero), Cezar Migliorin en Brasil, o el proyecto actual «Cero en conducta», nos permitirían comprender y aproximarnos más prácticamente a la propuesta de resistencia cinematográfica desde esa potencialidad reivindicatoria de las masas.

 

Bibliografía:

—De Los Ríos, V. y Ayala, M (2008). El cine según Slavoj Zizek.

—Eco, U. (1968). Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas. Lumen.

—Horkheimer, M, & Adorno, T.W. (1998) Dialéctica de la ilustración. Editorial Trotta.

—Rancière, J. (2013). Aisthesis: escenas del régimen estético del arte. Manantial.

 

 

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Matilde Larraín (1997) es crítica de las artes y fotógrafa. Titulada en psicología comunitaria de la Universidad Católica, actualmente estudia licenciatura en estética en la misma casa de estudios.

Se desempeña principalmente como mediadora artística, con investigaciones paralelas en fotografía, cine, y procesos de emancipación colectiva a través de las artes y las culturas.

 

 

Matilde Larraín

 

 

Imagen destacada: Cien niños esperando un tren (1988).