[Ensayo] «Libros marcados»: Comenzar a buscar el tiempo perdido

La nueva entrega de la escritora, poeta y académica chilena Antonia Torres Agüero es una obra decididamente personal, y donde la autora nacional reflexiona sobre esa figura mayor, el padre, valiéndose de un estilo literario y sensorial, que podríamos catalogar como de seductoramente «híbrido».

Por Camilo Arancibia Hurtado

Publicado el 6.9.2023

Una conversación literaria

Cuando mi hermano mayor murió, luego de los trámites burocráticos del momento, tuvimos que decidir qué hacer con su ropa. Recuerdo que, por una cuestión natural, me quise hacer cargo de ello. Supongo que quería sentirlo cerca, alejar su ausencia.

Al abrir sus varias mochilas (así de patiperro era) me topé con sus escritos de adolescencia que pegaba en las paredes de su pieza. En ellos se leían las típicas declaratorias de amor, pensamientos deshilvanados, ideas impulsivas.

Todo más o menos previsible, hasta que de repente me encontré con una hoja blanca. Una hoja de un block pequeño que tenía escrito en letras rojas grande: «El significado de la palabra». Recuerdo haberme quedado desconcertado, como si me hubieran preguntado algo y yo no tuviera respuesta. Proseguí con la labor, no sin dejar de pensar obsesivamente en el sentido de esa frase.

Reviví esta escena al leer Libros marcados (Literatura Random House, 2023) de la poeta Antonia Torres Agüero (Valdivia, 1975) donde rememora a su padre fallecido, el, a su vez, poeta Jorge Torres Ulloa (1948 – 2001).

En esta obra decididamente personal, se reflexiona sobre esa figura mayor, el padre. ¿Cómo imaginamos a ese ser especular? Para hacerlo son válidas todas las herramientas. Desde la ficción a la vida real, desde la invención a los recuerdos.

Por lo mismo este libro, esta colectánea de textos, no tiene un género específico, pero sí se asocia a una zona interior específica del ser humano: la intimidad. Si lo miramos bien, hay en este texto dos intimidades que dialogan: la de una hija y la de su padre.

El encuentro íntimo se produce naturalmente a través de la palabra. Al ser ambos poetas, la relación se da en la lectura y en la escritura: poema con poema, libro con libro. Una conversación literaria.

 

Lectura rápida

Una pregunta que de hecho podría atravesar el libro es: ¿cómo conversan las personas? El poeta Jorge Torres tenía un método de comunicación: recortaba noticias, las colocaba unas junto a otras (como si Walter Benjamin hubiera nacido en la Región de Los Ríos) y esperaba el coloquio.

De la interacción de un recorte de prensa y otro, surgía algo nuevo. La escritura le hablaba a la escritura. O, si se quiere, la escritura le hablaba a la vida. Hay aquí, en este método, una manera de testimoniar en las palabras, de cobrar vida desde las palabras.

La narradora adulta dice que luego de la muerte de su padre la conversación con él se vio interrumpida. Que quedó hablando sola (p. 93). Eso no lo sabe su yo niña, que quiere alcanzar a toda costa las palabras que le permitirán acceder a leer el mundo de su padre.

Se da cuenta al observarlo a él y a Juan, su amigo, estallar en sonoras risotadas mientras leen en voz alta los cuentos de Mark Twain. ¿Cuál es el chiste? ¿Cómo puede ser que un objeto produzca eso? Estas interrogantes llevan a la niña a una decisión: «Quise entrar en ese secreto» (p. 28).

De ahí en más buscará resolver el enigma que sus ojos habían visto esa tarde, mediante la lectura ininterrumpida, esa «lectura golosa y algo demasiado rápida» (p. 29), que le suponía las llaves del reino. Hay una búsqueda galopante de encontrar las palabras que los adultos utilizan, que su padre recorta y saborea.

La palabra como forma de pertenencia, incluso, cuando no se entiende nada: «Recuerdo que sin embargo su cercanía, su presencia en mi pieza, me hacía sentir segura y acompañada» (p. 33).

Se refiere a los libros y tiene razón. No es necesario entender totalmente un código para utilizarlo. Se puede estar en él mediante su repetición, invocación, paladeo. Para la conversación, eso sí, es necesario un otro. Y este libro escarba en esa falta.

 

Ventanas iluminadas en la noche

En un momento de este ir y venir de la rememoración, a la mitad de la lectura del libro, el padre enfermo muere en una sala de hospital. La narradora, ya adulta, expresa su tristeza pues desconoce la hora de su deceso y le pesa saber: «que nadie estuvo allí para sostener su mano o para besar su frente» (p. 45).

Un silencio lleno de palabras invade la página y esta quietud de letras se encuentra con el silencio de su padre que mira la muralla blanca de la sala de un hospital. La pregunta ya no dice relación con alcanzar las palabras para poder formar parte de algo, sino que ahora es menester utilizar las palabras para que nada se pierda, para que alcancemos el espacio común y, a la vez, lo reconstruyamos.

La palabra que construye y rememora. Esa palabra que desde la actualidad nos lleva a ver las manos del padre: «soplando las mías pequeñísimas, el calor de su aliento» (p. 46).

Así, la narradora que va y viene desde la niñez a la adultez, deja en suspenso este hecho fundamental (la muerte del padre) y continúa recordando, como si quisiera seguir cerquita de su ancestro. El padre está vivo y vemos a la niña Antonia retomar la lectura de manera voraz.

En esas noches imparables se encuentra con su padre. Él también lee y ambos, espantando el miedo a la oscuridad y el silencio, se transforman en pasajeros de: «un tren que cruza de noche un pueblo dormido» (p. 47).

Dos ventanitas iluminadas. La imagen es preciosa. Ambos están dialogando sus intimidades, leyendo su intimidad construida, un espacio que los une, uno de palabras que, sin leerse en voz alta, se escucha más fuerte en el interior.

Hace recordar los viajes en auto de la niña de Kramp de María José Ferrada (2017) o a ese encuentro nocturno entre el hijo adolescente y su padre, del maravilloso ensayo de José Miguel Martínez, Mi viejo y la biblioteca ideal (2022).

 

Primera escritura

Una vez que podemos dominar el ensamble visual entre letras, comas y silencios, estamos en condiciones de redactar un texto y abrirnos a la experiencia del mundo. Leer para escribir. Arrojar algo al exterior y esperar a ver qué pasa. «Un poema nombra una sola cosa y esta se multiplica» (p. 30), dice la narradora.

En todo caso, lo primero que escribe la poeta no es un poema. Lo primero que suelta al mundo es un cuento. A sus diez años narra la visita de una mujer mayor y pobre a la tumba de su marido. Más adelante se nos dirá que se escribe para «comprender las indescifrables vidas» (p. 62), para tallar y detallar el dolor (p. 87), pero en ese momento el lector intuye que lo que hace la niña Antonia es conversar con su padre.

Saca hacia afuera, al espacio compartido, un texto, una voz que busca hacerse oír: «algo que antes no existía en el mundo» (p. 50).

Para cerciorarse de que el canal de comunicación que ambos utilizan es el mismo, la niña pasa en limpio su relato en la Olivetti Lettera de su padre. Podemos imaginar la siguiente escena: el padre escribe sus propios poemas en la máquina; la hija se sienta a reescribir su cuento en ella; el padre lee y corrige el cuento sentado frente a la misma máquina.

Hay en estos movimientos un traspaso de la tradición, una de tipo cultural que se mezcla con la familiar. ¿Cómo conversan las personas? La incipiente escritora encuentra una respuesta. Falta la reacción desde el otro lado porque, como decíamos, el cuento tiene un lector implícito: su padre.

Este recoge el guante. Lee los cuentos en presencia de su hija. Luego de un momento le hace las observaciones del caso, esto es, algunas palabras que se pueden cambiar, otras que es necesario dejar, la importancia del lenguaje.

Todo sobrio, pero con ternura. La narradora nos dice que su padre le habló: «como si fuera una escritora de verdad». Esa noche la niña se va a su cama con: «la sensación de haber alcanzado algo importante». Según el relato de su madre, su padre se fue a acostar entusiasmado: «se acostó hablando de ti» (p. 50), le dice.

 

Libros íntimos, libros marcados

Un poco más adelante en la lectura, el padre, irremediablemente, muere. La protagonista nos dice que hereda sus libros y prejuicios. Hay una manera de ver el mundo que se transmite de padre a hija: una cierta ironía, un escepticismo saludable, el sentido del humor.

La ahora poeta, nos dice que no recuerda cuando escribió su primer poema. Al contrario de su primer relato, el primer poema no lo recuerda. Sabe, eso sí lo sabe, que pensó muchas veces que ciertas cosas que estaba viviendo debían quedar consignadas en un poema (p. 65). Esta idea de poesía documental la acompañará en la parte final del libro.

Antonia hereda los libros de su padre y se embarca en la misión de leerlos. Todos quienes hemos revuelto entre las pertenencias de nuestros muertos sabemos lo extraño de este ejercicio. Es una intromisión total en la intimidad. Cuando el que muere ha dejado algo por escrito, las preguntas se disparan en diferentes direcciones: ¿Por qué alguien escribiría esto y no lo otro? ¿Qué quiso decir con tal frase? ¿Qué significado tienen estas palabras?

Las interpretaciones, como los poemas que nombran una cosa y la multiplican, son infinitas. La ficción y la vida real se funden. ¿Cómo interpretar, por ejemplo, los versos de un padre que habla de la muerte?: «Mi padre escribió un montón de poemas sobre su propia muerte, como si hubiera estado ensayando ese trance por medio de la poesía» (p. 88), nos dice la narradora.

El padre escribe su muerte, pero también, ensaya la reescritura de anécdotas familiares. En este punto la poeta lectora de la obra de su padre va encontrando cosas, «pequeñas revelaciones» (p. 91). Antonia recuerda una ida a la playa donde el padre se hace enterrar en la arena por sus hijos.

Se trata de una escena doméstica, playera, clásica de la familia chilena. Este cuadro costumbrista se vuelve literatura en dos poemas de Jorge Torres: «Ensayo» y «Apuntes con niños en la playa y al fondo amenazantes nubes», donde en el primero dice: «Juegan los niños en la playa / a enterrar al padre en la arena. / Precozmente se aprende el oficio. Panteoneros somos desde siempre…».

La protagonista descubre estas revelaciones filológicas, estas marcas personales, en los documentos públicos del padre, sus libros, aquellos que ella misma hereda. Esos libros le conversan, iluminan un: «mundo muerto que de pronto se levantaba y me hablaba» (p. 6). La intimidad del padre. Este punto de la narración es crucial pues aquí se entrelazan, por un lado, la lectura y la escritura y, por otro, el arte y la vida.

Esto quiere decir que, si no hay una frontera exacta entre una cosa y la otra, la conversación puede continuar y, quizás, lo más paradójico, no se necesita de los protagonistas del diálogo para que ello se produzca. Como decíamos al principio de este comentario: poema con poema, libro con libro. Una conversación literaria.

 

La promesa de la conversación

La autora despide a su padre buscando las escenas que él mismo ensayó sobre su hipotético funeral. Encuentra un poema, «Estos amigos míos», donde el autor describe las actitudes de cada uno de quienes irían a su entierro, señalando que algunos llegarían atrasados, otros con resaca y de cómo se irían: «tras la primera paletada de tierra sobre su urna», para, por fin: «abrazar definitivamente la primavera».

Antonia nos cuenta que su padre murió en primavera y quiere pensar que con su muerte: «entró a un tiempo en el que las cosas están en su mayor vigor y hermosura» (p. 95). Creo que efectivamente el padre de la narradora entró a un tiempo pleno y que ese tiempo prolonga la conversación ya iniciada hace largo tiempo, con esas lecturas nocturnas o ese primer cuento que el padre lee y comenta con ternura.

Para ello es necesario describir el último encuentro (o el primero) entre poetas. Si Jorge Torres poseía un método para la conversación, entonces la lectora de su obra, Antonia Torres, lo descifra y honra esa tradición. Embarcados ya en la búsqueda de esas huellas, de las marcas, acompañamos a la autora, ya totalmente fuera del libro, en el desvelamiento de una íntima escena literaria.

Hay un poema de Jorge Torres titulado «Promesa», de su libro «Graves, leves y fuera de peligro» de 1987, cuyo epígrafe dice: «Para Antonia, a tres meses de nacida» y que dice así:

«Vamos a conversar hija. / Yo te contaré lo que no te han contado. / Te explicaré lo que no entiendas. / Juntos leeremos La Historia, / con cautela y entrelíneas // Hoy es tiempo de mudos. // Eso ocurrirá mañana. / Ahora te cuento que la primavera / anda brotando por todas partes, / que el invierno se anda despidiendo / y que yo he comenzado a buscar / el tiempo perdido».

La promesa ha sido cumplida: aun podemos conversar con nuestros muertos.

 

 

 

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Camilo Arancibia Hurtado es abogado, profesor de Derecho Civil de la Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso, máster en literatura de la Universidad Autónoma de Barcelona y doctorando en filosofía.

 

«Libros marcados», de Antonia Torres (Literatura Random House, 2023)

 

 

 

Camilo Arancibia Hurtado

 

 

Imagen destacada: Antonia Torres Agüero.