No deja de ser curioso que el en relato fundacional del género negro o policial, su autor, Edgar Allan Poe haga notar que las muertes se generan por la acción salvaje de un simio violento e irracional de instinto desquiciado: es decir, que no hay un propósito claro, solo una devastadora coincidencia, y donde la cuestión de lo impredecible estaba ya apuntada desde los comienzos.
Por Luis Miguel Iruela
Publicado el 21.6.2025
El cuento y la novela policiales consisten en el planteamiento de un enigma a cuya solución se llega por un método inductivo a partir de pistas, observaciones, pesquisas, encuestas e instrumentos similares. Quiere esto decir que la trama tiene siempre un sentido y la causa un autor que se desvela al concluir un relato.
Así ha sido, al menos, desde que Edgar Allan Poe inventara el género (o tal se le supone) con el cuento «Los crímenes de la calle Morgue» y creara el arquetipo del detective lógico y razonador con el personaje de Auguste Dupin. Si nos detenemos por un momento a considerarlo, caeremos en la cuenta de que nos acercamos a la dialéctica de Hegel cuando afirmaba que «lo real es racional».
Es decir, la realidad por muy oscura que parezca está hecha para ser entendida por la razón. Necesariamente constituye el camino infalible.
Pero, ¿es esto siempre así? La mayoría de los relatos de intriga presentan al cadáver como la consecuencia de un plan minuciosamente urdido, de un interés determinado, de una conspiración siniestra por parte del victimario.
Sin embargo, hay por lo menos dos escritores que enfocan la tradición de un modo alternativo y distinto, y al hacerlo abren una perspectiva nueva en la comprensión de la condición humana.
Michael Innes (1906 – 1994) es el pseudónimo con el que firmaba sus obras policiacas el profesor escocés de literatura, formado en Oxford, y asimismo crítico eminente, John Innes MacKintosh Stewart.
En sus publicaciones profesionales, destacan estudios sobre los literatos postvictorianos como Thomas Hardy, Rudyard Kipling, Joseph Conrad e incluso James Joyce.
Animado por una gran cultura y buen conocedor del teatro isabelino y de William Shakespeare la prosa de MacKintosh destaca por la erudición, la elegancia y cierta refinada ironía.
En su producción detectivesca, concebida como un entretenimiento complejo, se nota la influencia del Henry James más ambiguo e intelectual reflejando la sociedad y el gran mundo británico de la época. Una influencia aderezada por diversas referencias literarias.
Bajo tal sentido, publicó en 1940 Tras la niebla y la nieve (también conocida como A Comedy of Terrors) que toma el título de unos versos de Samuel Taylor Coleridge pertenecientes a su Antiguo marinero: «y ahora llegaron la niebla y la nieve/ y sobrevino un frío asombroso». Existe una traducción española de 1974 editada por Seix Barral en Barcelona.
La novela narra la reunión de un grupo de invitados en un priorato inglés durante los días navideños. En la finca, hay un campo de tiro donde habitualmente se practica. Acontece que una pistola queda olvidada en el alféizar de una ventana sin activar su seguro.
Tras una cruda noche de frío intenso, suena un disparo que viene a alcanzar a uno de los invitados, dejándolo malherido, aunque al principio es tomado por muerto. La investigación cae en manos de Sir John Appleby, inspector de Scotland Yard y criatura policial protagonista.
Después de muchas conjeturas, hipótesis, intereses, probables motivos y comprobaciones, se identifica el suceso como un fenómeno físico. A causa de la intensa helada, el metal del gatillo no asegurado sufre una contracción y el arma suelta un proyectil que acierta a la víctima. No es sino un hecho fortuito regido por el azar. El misterioso asesino se ha volatilizado.
Nos hemos convencido de ser necesarios
Georges Simenon (1903 – 1989) fue un autor belga de relatos policiales cuya principal característica es el intento de comprender las raíces psicológicas y antropológicas del crimen. En su abundante producción destacan varias obras maestras. Pero hay una de ellas que repunta de manera especial.
Se trata de No se mata a los pobres tipos (1947), recopilada en el libro Maigret y el inspector sin suerte del mismo año. Solo he podido leerla en su versión inglesa Death of a Nobody (1977) de la colección Penguin 60s, ya que por lo que conozco no se ha vertido al español.
Narra la muerte accidental de un mediocre don nadie envuelta en una intrincada investigación profesional conducida por el comisario Maigret, héroe de las tramas de Simenon.
Al cabo de la cual, se descubre que el fulminante deceso es la consecuencia de un balín de aire comprimido, disparado por otro pobre tipo con ansias de castigo y de venganza, que, por mala suerte, atraviesa un delgado espacio intercostal y golpea un débil corazón. Un desafortunado caso de estupidez y desgracia, debido a que estas armas carecen de la potencia suficiente para extinguir la vida en un adulto sano.
Decía Agatha Christie que: «la seguridad de cada uno depende de que nadie desee su muerte». Este es el principio fundamental que define la novela policiaca. La víctima ha de tener un asesino que ha determinado su final. O, dicho de otra manera, el ser humano muere por la decisión y obra de otro ser humano.
En cambio, Michael Innes y Georges Simenon nos enseñan que esto puede muy bien no ser cierto, y que la fragilidad, la vulnerabilidad y la contingencia de nuestras vidas son lo suficientemente elevadas como para que baste un insignificante acto fortuito que las finalice.
No deja de ser curioso que, en relato fundacional del género arriba citado, Edgar Allan Poe haga notar que las muertes se generan por la acción salvaje de un simio violento e irracional de instinto desquiciado. Es decir, no hay un propósito claro, sino un devastador azar. La cuestión estaba ya apuntada desde los comienzos.
Sorprende que, en el momento actual de la historia de la civilización, la vida humana carezca de valor y de respeto por parte de los congéneres. Pero es así. Y probablemente influya en ello el hecho de que el azar intangible e inefable domine una gran parte de nuestros días.
Acostumbrados a creernos especiales criaturas de una especie eviterna y narcisista, nos escandaliza que un fenómeno puramente físico nos haga desaparecer como a cualquier mínimo animal o nos desmaterialice como al más humilde de los objetos.
Se atribuye a Demócrito de Abdera la afirmación: «Todo cuanto existe es fruto del azar y la necesidad». El problema quizá sea que nos hemos convencido de ser necesarios.
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Luis Miguel Iruela es poeta y escritor, doctor en medicina y cirugía por la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en psiquiatría, jefe emérito del servicio de psiquiatría del Hospital Universitario Puerta de Hierro (Madrid), y profesor asociado (jubilado) de psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid.
Dentro de sus obras literarias se encuentran: A flor de agua, Tiempo diamante, Disclinaciones, No-verdad y Diccionario poético de psiquiatría.
En la actualidad ejerce como asesor editorial y de contenidos del Diario Cine y Literatura.

Luis Miguel Iruela
Imagen destacada: Georges Simenon en la década de 1950.