[Ensayo] Martin Heidegger sin dios ni ley (pero siempre en clave «política»)

El siguiente texto es una adaptación de la ponencia leída en el V Congreso Internacional de la Sociedad Iberoamericana de Estudios Heideggerianos, una instancia de discusión y de divulgación académica que se realizó durante la última semana (los días 13 y 14 de octubre) en la Universidad Estatal de O’Higgins, de la ciudad de Rancagua.

Por Javier Agüero Águila

Publicado el 14.10.2022

Es necesario, desde el inicio, tomar algunas precauciones a modo de excusa. Esta es una lectura, arriesgada y quizás insolente de alguien que viene a involucrarse y hablar de la obra de un filósofo que, sin serme desconocido en ningún caso, tiene más flancos que fortalezas en mi formación filosófica.

Entonces, todo lo que se escriba en estas pocas páginas puede ser usado, con justicia, en mi contra. Puedo cometer perjurio, quebrantar cierta fe jurada al «heideggerianismo», a este logos sin fronteras que se implica en toda consideración sobre lo que sea.

Puedo estar disparándome en los pies o quedando a la intemperie para ser condenado por la imperdonable falta de expertis cuando de un autor de la categoría de Martin Heidegger (1889 – 1976) se trata. Claro, no soy un «experto», y solo pronunciar el nombre (Heidegger) podría despacharme, nuevamente con justicia, a un simulacro de purgatorio y así esperar mi sentencia.

Ahora, si esto fuera realmente así, diremos, en principio, que nadie debería hablar sobre Heidegger salvo sus herederos/as, sus expertos/as; nadie debería atreverse a decir: Ser, tiempo, mundo, finitud, muerte, lenguaje, humanismo, metafísica, Logos, Aleteia, physis en fin, sino es ungido/a como un/a fiel acólito/a del creador; nadie podría acusar una recepción, una inflexión, un punto en la lectura de un filósofo tan enigmático como determinante, si no son sus exégetas canónicos.

Pero, al mismo tiempo, todos/as pueden hablar sobre Heidegger, su cuestión es sin límites y no es un tinglado urdido a la medida de fundamentalistas; la conciencia de su obra se entrega a una hermenéutica también infinita y en este sentido asumir un Heidegger más allá de Heidegger es un tipo de libertad que siempre es una invitación, para algunos maldita, al oscuro bosque de la duda del cual nos hablaba Dante en su arqueología del infierno; de la polémica, de la transgresión y el sabotaje a la metafísica.

Nadie puede hablar sobre Heidegger porque todos pueden hablar sobre Heidegger y porque todos pueden hablar sobre Heidegger nadie puede hablar sobre Heidegger.

La cuestión sería aquí de identificar a ese «nadie» que siempre es alguien (o algo). Pero no será este el espacio para desarrollar esta cuestión que exigiría una reflexión por sí misma.

Entonces Heidegger podría ser judío, tan nazi como judío; es Torá, Evangelio, Corán o el Libro del mormón; es lo monstruoso espiritual que pretende institucionalizarse en Friburgo en 1933 pero, a la vez, probablemente el pensador más radical del siglo XX al que se le «debe» (entrecomillo el «debe» porque nos deriva al terreno de la deuda que viene a ser por sí sola un «sujeto» de la deconstrucción) también su búsqueda por la libertad y devoción a la filosofía.

No hay confiscación de su legado. O como mejor lo señala Jacques Derrida: «La herencia es aquello de lo que no puedo apropiarme […] Heredo algo que también tengo que transmitir: ya sea chocante o no, no hay derecho de propiedad sobre la herencia. […]» (Ecografías de la televisión, 1996).

Quizás solo Heidegger no pueda hablar sobre Heidegger, y no porque esté muerto, sino porque su herencia ya no le pertenece, su filosofía es la de otros/as. Lo que no se podría, y esto es sin el espíritu normativo que podría ser evidente, es transformar a Heidegger en ley, en el único canon válido, en una religiosidad ontológica, menos en una ciénaga metafísica a la cual solo sobrevivirán aquellas y aquellas tocados por la inspiración parmenídea o heraclitánea mientras el resto nos consumimos para siempre en una crisálida proto-heideggeriana.

No, Heidegger no tiene ni dios ley.

Desde aquí es que se trataría de recuperar a un Heidegger sin norma o anómico porque, y nuevamente trayendo a Derrida a la escena, «La ‘norma’ no es otra cosa que la buena conciencia de una amnesia» (Carneros. El diálogo interrumpido: entre dos infinitos, el poema, 2009), y en tanto insistamos en hacer de Heidegger una hermenéutica atávica que se implica únicamente con la ortodoxia, se puede pasar por alto lo que no es, lo que aún no es y evitar la búsqueda de aquello que nunca fue.

Como en la Torá, la obra de este filósofo podría ser concebida en cábala, es decir: como eso esotérico que intenta explicar la relación entre Dios, lo infinito, que es inmutable, eterno y misterioso, y el universo perecedero y finito.

Hasta aquí esta suerte de auto blindaje que me permite acusar mi-no-ser experto en Heidegger; mi «ser» no experto en Heidegger y redactar algo que pueda ser acogido como un insumo aneconómico, sin táctica, invertebrado, pero que sin embargo se pliega y repliega tras la obra de un filósofo, en todos los sentidos, excepcional.

 

Una pieza en el engranaje de la institucionalidad nazi

Quisiera tomar unas cuantas preguntas instaladas en un texto de Jacques Derrida cuyo título es, también, una pregunta. El libro se llama ¿Qué hacer de la pregunta qué hacer? (en Le nouveau monde, 1994;). Y aquí la cita: «¿Qué hacer? Pensar lo que viene. ¿Toca? Y entonces ¿cómo hacerlo? ¿Qué hacer? y ¿qué hacer de este imperativo. ¿En qué tono tomarlo? ¿Desde qué altura?”.

Si bien Derrida intenta responder en clave contemporánea a la pregunta que Lenin se hace en 1901 en su libro homónimo ¿Qué hacer?, esta cuestión podría ser aplicada a la vigencia, a la presencia incombustible de la influencia heideggeriana en toda la filosofía del siglo XX y, seguramente, para la historia de la filosofía misma de ahí en más.

Para la filosofía y para el mundo que no deja de entrever en el autor alemán su filiación burocrática con el horror. Porque estaremos autorizados a decir que Heidegger fue una pieza, sin duda, en el engranaje de la maquinaria e institucionalidad nazi, se le quiera o no reconocer.

Pero se pregunta, siempre se pregunta. Y todo esto sin olvidar que fue él mismo quien nos hereda la precisa, al tiempo que hermosa constatación de que la pregunta es la piedad del pensamiento («La pregunta por la técnica», 1953).

«Habría» que preguntar, «se debe» preguntar, «urge» preguntar y nada sería sin la pregunta; porque la pregunta nos lleva a un lugar difuso, sin jerarquía y en el que, por parafrasear a Gadamer, se aloja siempre un prejuicio o un proyecto (Verdad y método, 1995), y en donde aún no hay síntesis, organización del logos. Simplemente es el pensador y la asíntota inquietud, aún a-medular, de que algo se hospeda más allá del perímetro de la pregunta misma pero que, no obstante, es donde todo se condensa y es el impulso original que facultará todo potencial saber.

Entonces: ¿Qué hacer con Heidegger? No hablamos aquí de su obra que siempre será materia de expansión y generosidad en las interpretaciones filosóficas sea cual sea el cristal por dónde se filtre su luz o su oscuridad. Nos referimos a: ¿qué hacer con Heidegger?

Con el hombre, con el ente que desplegó sus «existenciales» (Heidegger se refiere a los existenciales del ser como las manifestaciones contextuales del dasein, o a las formas que este puede tomar una vez activo en el mundo: experiencias afectivas, religiosas, políticas, etcétera), de manera tan contradictoria; asumiendo al pensar como espíritu y al nazismo como bandera.

Entre ambos, a mi modo de ver, un abismo; una fractura inmoral, pero de la que no podemos escapar, no nos podemos desviar, puesto que hacerlo sería una arbitrariedad sin nombre que baipasearía una de las más grandes obras filosóficas conocidas.

Se insiste: ¿qué hacer con Heidegger? O para ser más justos: ¿qué hacer con el qué hacer con Heidegger? No me hago parte, lo digo, de las típicas sentencias que se desperdigan por el mundo entero diciendo «no leo nazis». Pero el dilema, y aquí la cuestión, es que no hay dos Heidegger, hay solo uno; un solo gran entramado discontinuado por una equivocación tan consciente como brutal, tan explícita en su momento como posteriormente silenciosa; un solo Heidegger-hombre, quizás, con su historia, con sus bloques de cemento que para siempre cargará en la espalda de su memoria.

Sin embargo, también que hay n+1 Heidegger, es decir infinitos, opacos, rojos, empíricos, esotéricos, blancos como la mitología blanca (Derrida, La mythologie blanche, 1971), deshistorizado al tiempo que autoafirmativo de la institucionalidad alemana en su versión nacionalsocialista. Hay un Heidegger siempre que se reconozca que hay infinitos Heidegger.

Ahora, según el juicio (o pre-juicio) de un lector de la filosofía derridiana como yo, no podría sino insistir y seguir en Heidegger, con él, en su genio y en su prédica más terrible; en la noche de su silencio o al alba de sus descubrimientos soberbios.

Esto sería, desde la palanca deconstructiva, la reivindicación de un pensamiento de à la fois (a la vez), en el que surge lo irrenunciable. No se puede abdicar, capitular, clausurar, confiscar ni permutar una filosofía como la heideggeriana, por más abdicable, clausurable, confiscable y permutable que sea.

Esta es la libertad que habita también en la indeterminación derridiana, que no por abrirse a un porvenir desconocido, deja de tener destino. Derrida hablará de la «destinerrancia», hermoso neologismo que significa destino y errancia a la vez, y que es definida por el argelino como:

«[…] la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino, es la condición del movimiento de deseo que, de otro modo, moriría de antemano» (Une certaine possibilité impossible de dire l´événement, 2001).

Creo que el destino de Heidegger, si hay algo así, es el de no llegar nunca a destino. Y que esta sería su victoria.

 

Las monstruosas orgías del odio

A propósito de la aparición, en 1987, del libro de Farías, Heidegger y el nazismo, casi de inmediato, Jacques Derrida levantará la voz diciendo que: «La lectura propuesta, si es que hay una, es insuficiente o contestable, a veces tan grosera que uno se pregunta si el investigador leyó a Heidegger más de una hora» («El infierno de los filósofos», Le Nouvel Observateur, 1987).

Sumando a esto lo rápido que, al menos en Francia, los «entendidos» se habían colgado de este libro para sacar provecho de una relación que, aunque cierta y de seguro perturbadora, no dejaba de ser filosófica en todo el sentido de la palabra. Esto es que se despreciaba a Heidegger por su nazismo, pero, al mismo tiempo, se rentabilizaba ya sea a modo de crítica o a modo filosófico de esta re-constatación.

Dicho de otra forma, el nazismo en Heidegger siempre seguirá dando que pensar y dando qué pensar. Insisto en ese «que(é)» con o sin acento. El primero (que) indica la imposibilidad de sortear la filosofía heideggeriana independiente de su militancia o adherencia partidista y, el segundo (qué), muestra cuál es el camino, el «qué» que es la cosa misma del pensamiento.

Citamos nuevamente a Jacques Derrida en El infierno de los filósofos: La tarea, el deber y en verdad la única cosa nueva e interesante, no es acaso el tratar de reconocer las analogías y las posibilidades de ruptura entre lo que se llama el nazismo, ese continente enorme, plural, diferenciado, aún oscuro en sus raíces, y de otra parte un pensamiento heideggeriano también múltiple y que permanecerá por mucho tiempo provocativo, enigmático, todavía por leer.

El nazismo en Heidegger sería entonces una suerte de perímetro ilimitado en el que se presiente, desde siempre, el latido y el pulso de una deconstrucción, entendiendo que esta relación, Heidegger y nazismo, quedará siempre en suspenso, adulterada sin vergüenza y también criticada con justicia.

Pero en ese espacio irreductible que no permite la emergencia ni de categorías definitivas ni nomenclaturas conventuales, es posible pensar de otro modo y evitar las clausuras, la obliteración o la tachadura de un pensamiento que no puede —nadie podría— ser aniquilado.

Esto es, también, la oportunidad para seguir insistiendo en el horror, en, como dice el poeta Paul Claudel: «las monstruosas orgías del odio» que el nazismo propició. Si damos por terminada la cuestión el nazismo en Heidegger no se podrá seguir profundizando en la barbarie. El hecho de que él haya sido nazi abre, sin cesar y en espiral permanente, la zona siempre inexplorada, la región no considerada, lo que ha quedado vedado y vendado.

Aun cuando se haga de la filosofía heideggeriana una apología del nacionalsocialismo, esta misma radicalidad produce la apertura para el no olvido, para pensar en la herida, situarse en la cicatriz, re-habitar en el horror. Por lo tanto, no se debe renunciar, nunca se debe renunciar a una obra por más insoportable y macabra que sea la sociología que la recubre, sobre todo si es el urdido siempre impresionante de nuevas implicaciones para el pensar.

Desde el supuesto heideggerianismo de izquierda, dice Jacques Derrida: «siempre se leerá a Heidegger con sospecha, desde aquellos que no son nazis, y esto es ya una lectura que nos obliga a leerlo en una clave profundamente política» (El infierno de los filósofos).

Sería relevante, según lo entiendo, entrar en otro texto al silencio de Heidegger que es, para algunos/as, uno de los síntomas intemporales de quien, probablemente de manera abyecta, sacó lustre a su propia polémica rentando con las especulaciones de todos y todas quienes esperaban, como el poeta Paul Celan en su visita a Todtnauberg, un gesto, una mínima señal que lo sacara de la ignominia y lo repusiera en el sendero de lo puramente filosófico.

Ahora, y para finalizar, si es que Heidegger hubiera pedido perdón y reconocido su comparecencia al nazismo, ¿algo hubiera cambiado? Una palabra de arrepentimiento, ¿lo hubiera ecologizado del desesperante temblor de su mutismo?

Es evidente que esta es una pregunta sin respuesta y que deja intensamente afiebrado el umbral de nuestra querella contra Heidegger, es decir: contra el genio oscuro, la rebeldía filosófica radical, la escritura sin antecedentes y el padrón militante.

Todo en un solo movimiento que no tiene jerarquía, concepto que lo abrevie, que es sin dios ni ley.

 

 

***

Javier Agüero Águila es doctor en filosofía por la Universidad París 8. Ha publicado los libros Chili: les silences du pardon dans l’après Pinochet (París, L’Harmattan, 2019); junto a Carlos Contreras Guala el libro colectivo Jacques Derrida: envíos pendientes (Viña del Mar, Cenaltes, 2017); y Chile 2019-2020: entre la revuelta y la pandemia (Talca, ediciones UCM, 2020).

Ha participado en más de una decena de libros contribuyendo con capítulos y publicado más de una treintena de artículos en revistas especializadas de corriente principal. Además, ha traducido a diversos autores franceses contemporáneos al español, entre ellos Jacques Derrida, Marc Crépon y François Jullien.

Actualmente es director y académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.

 

Javier Agüero Águila

 

 

Imagen destacada: Martin Heidegger.