[Ensayo] Nelly Richard y la metáfora

Lo que se busca en estos párrafos es entender a la académica chilena de origen francés como el símbolo de una resistencia en el corazón de un sistema burocrático y universitario, hecho de fondos para la investigación parciales, y del margen al cual se condena a un pensamiento y a una pulsión escritural que no se deja formatear por el despotismo del universo «indexado».

Por Javier Agüero Águila

Publicado el 31.5.2025

No se tratará, en principio, en este breve texto de escribir sobre de los «méritos» –evidentes– que tendría Nelly Richard (1948) para que se lo otorgase el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2025. No pretende ser oportunista.

Sin embargo, sí va de dar cuenta de su obra como lo que ha sido y sigue siendo. Es decir, un tinglado urdido por lenguajes múltiples y tonalidades siempre disidentes que más que una obra es una herencia (sin testamento, testaferros, ni herederos identificables) de amor por la escritura, la crítica, la precisión y la elegancia en «la resistencia» que se ha extendido por más de 50 años en Chile; escribiendo y creando en tiempos de los tanques y los cuarteles; en los años de los grises arcoíris transicionales; en las fisuras expuestas por revueltas descomunales o dándole cara a insultos devenidos de una academia higienizada de crítica y esterilizada de imaginación, en fin. De esto se habla cuando se entrecomilla más arriba «la resistencia»; sin disparar una bala, un insulto; solo papel, pluma y convicción sin renuncia.

Y sostengo lo anterior porque este premio, por momentos, parece una carrera por el Oscar o alguna estatuilla decorativa que coronará carreras fuera de serie, como efectivamente las han sido cuando hablamos, entre otros, de Carla Cordua, Humberto Giannini, Elizabeth Lira, Tomás Moulian o Manuel Antonio Garretón y que, con todo el sentido del mundo, eran sujetos de reconocimiento.

No obstante, lo anterior viene dándose al interior de un de campo de batalla que se ha densificado y al que concurren las ciencias sociales con sus narrativas derivadas de la datología y las estadísticas, generando un tipo de conocimiento validado en la investigación —contra el cual no tengo absolutamente nada (salvo cuando opera como ideología cognitiva y se presupone como el único sello de garantía epistemológico), más bien por el contrario, me parece necesario y una alternativa legítima, dentro de otras, para acceder a una comprensión posible de la realidad— versus el pensamiento crítico y el ensayo —especie y género casi en extinción— que persiste en la escritura y trata, sobre todo, de una lectura de lo que pasa; lectura desde donde emergen conceptos, cruces idiomáticos y de tradiciones, texturas y estilos que metabolizan pulsos interpretativos y líneas de sentido que permiten intuir sin la urgencia de mostrar datos.

Por lo general este último «reducto», el del ensayo y el pensamiento crítico no es, al día de hoy, lo más «rentable» si se quiere ser parte del modelo de la universidad estandarizada que, y no hay que ser un iluminado para saberlo, es resorte total del neoliberalismo no solo como sistema económico, sino como una «razón»; una suerte de religión inseminada sin piedad ni pausa. Visto de otra forma, como aquello que el gran sociólogo Émile Durkheim denominó, desde su estudios de las religiones, «lo sagrado», en un libro extraordinario: Las formas elementales de la vida religiosa (1912).

Y sí, el neoliberalismo en Chile ha sido sacralizado, sus liturgias se dan en el peregrinar cotidiano del consumo y la desafección, en la transa y la especulación («el mercadeo», al decir de Manuel Canales); o en las instituciones del Estado que no tienen complejos en promover un tipo de investigación que favorece, casi siempre, la empírea por sobre lo imaginativo; el dato (necesario, qué duda cabe) canonizado de cara a una escritura ensayística que es entendida como apócrifa, dudosa, «delirante».

 

El texto y la imagen de una fortaleza

Al día de hoy las universidades, centros de investigación (nunca neutros más allá de donde provengan), sectores políticos, intelectuales y académicos, medios de comunicación añadidos, etcétera, se cuadran (tienen ese derecho) tras candidaturas que en este tramo final pasan a defenderse en el plano de lo puramente real y político, y, si se quiere y por decirlo de manera algo ríspida, en un pugilato electoralista de recolección de votos.

De esta manera, las humanidades y las ciencias sociales mismas retroceden en su potencia creativa y se entregan al tráfago típico e inclemente de las máquinas que distribuyen influencias y plastifican el pensamiento, apelando al «mérito» de cada candidato con pautas que ya, hace rato, palidecieron y abandonaron la pura apreciación del impacto y profundidad de una obra, dando paso a una suerte de milicias político e institucionales que nada tienen que ver con la gravitación, nuevamente, de un pensamiento, de una escritura o de la originalidad en la lectura de una época, en fin.

Es en este sentido entonces, que la intención no es generar algún movimiento táctico ni mucho menos estratégico para que Richard gane el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales —por lo demás, no tengo ningún poder ni peso al respecto; esta es la escritura de nadie—; tampoco apelar al hecho de que es la única mujer entre cuatro candidatos hombres para aprovecharse de una suerte de «discriminación positiva» que juegue a su favor, lo que debería considerarse, tal vez, pero Nelly no necesita en nada de este «punto base»; con ella el asunto no va solo de una perspectiva de género o de justicia hacia a la histórica postergación de la mujer en todos las esferas del devenir social y, en este caso y en gran medida, en la del perímetro académico donde siempre han jugado en desventaja (de las dieciséis veces que se ha otorgado, solo en tres oportunidades el Premio Nacional se lo han adjudicado mujeres).

Lo que se busca entonces, en estos párrafos, es entender a Nelly Richard como la metáfora de una resistencia en el corazón de un sistema burocrático y universitario, de fondos para la investigación parciales; del margen al que se condena a un pensamiento y pulsión escritural que no se deja formatear por el despotismo del universo «indexado».

Cierto es que Richard trabaja en una universidad y es, al tiempo que una ensayista excepcional, una académica sobresaliente; pero en ella se transparenta, de alguna manera, «la» universidad de antes (no la de la dictadura por supuesto y tampoco la que en la actualidad se narcotiza con las publicaciones WoS o los proyectos Fondecyt como títulos de nobleza, al decir de Bourdieu).

Nos referimos a la universidad que pervive en ella como una metáfora de la crítica; metáfora que no se mimetiza ni teme tomar posiciones claras en las cuales, por cierto, también, junto a otros, yo he sido alcanzado por su pluma que no tiembla, por más cercanías que haya, en defender lo que considera una idea; una imaginación mundanal (quiero decir «llena de mundo») que arrastra consigo la fineza de la letra pero, a la vez, un lugar de pliegues críticos en donde no habrá concesiones de ningún tipo.

Los griegos llamaban Katastrophé a la retirada de la metáfora del texto. Nelly Richard es el texto y la metáfora que no podrán ser desterrados por más que la timocracia y linaje de las fuerzas político y académicas se desaten, dando paso a las membresías selectas y las cofradías conspicuas que, en definitiva, hegemonizan las universidades.

Entiendo al pensamiento de Nelly Richard como el latido de una deconstrucción siempre siendo, siempre ahí, no hay intervención posible —nada ni nadie puede detener la irrupción del acontecimiento—; hablamos de las porosidades de una escritura que también hace venir lo espectral del tiempo, aquello que no es constatable, ni medible, mas está injertada en la realidad y el mundo y solo puede ser decodificado por el «sensualismo», en el sentido que Condillac le da esta palabra, de un pensamiento, a su vez, suplementario, que habita en el resto, esto es, en lo por venir.

Con todo, en Richard y su trabajo no hay abreviaciones, nada queda condensado ni hay economías fundamentales; no hay sutura ni obturaciones. Es un pensamiento nómada, arqueológico a la vez que se funde en la inmanencia, igual, de una época y escarba, rastrea, huella tras huella sin la paranoia de llegar a alguna parte, a concluir o a sintetizar. La dialéctica juega, pero un espacio en donde lo que prima es libertad del estilo, no la condensación obligada o espuria.

Todo esto es la metáfora Nelly Richard y aunque, por cierto, muchas y muchos estaríamos felices con que recibiera el Premio Nacional como reconocimiento a su trayectoria, ella no requiere de hacerse parte del listado de laureados para ser, desde ya y en la incombustible potencia de su herencia, un canon, un régimen de la idea y una inspiración para generaciones que la leerán, también, en la inclaudicable honestidad del pensamiento y de la crítica.

 

 

 

 

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Javier Agüero Águila es doctor en filosofía por la Universidad París 8.

Ha publicado, entre otros, los libros Futuro anterior. Apuntes sobre un tiempo mutante (EDULP/UFRO, 2024), Tres ensayos portátiles sobre la guerra. Freud, Zizek, Butler (Pecado Editores, 2023), Conversaciones sobre un Chile que no fue (Ediciones UCM, 2023), Chile 2019-2020: entre la revuelta y la pandemia (Ediciones UCM, 2020) y Chili: les silences du pardon dans l’après Pinochet (L’Harmattan, 2019).

Sus líneas de investigación se vinculan a la filosofía francesa contemporánea. Ha publicado más de una treintena de artículos en revistas especializadas y es columnista permanente en diferentes medios nacionales e internacionales.

Igualmente, se destaca su trabajo de traducción de importantes autores franceses contemporáneos, entre ellos Jacques Derrida, Marc Crépon y François Jullien.

 

Javier Agüero Águila

 

 

Imagen destacada: Nelly Richard.