La clásica «nouvelle» escrita por el inmortal Fiódor Dostoievski recrea un vínculo afectivo surgido bajo el amparo del azar urbano, y en el cual los protagonistas establecen una relación íntima, profunda, con diálogos plenos de sensible inteligencia, los que se extenderán por el espacio de sólo cuatro días.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 15.9.2025
«¡Que tu cielo sea sereno, que tu sonrisa sea clara! Yo te bendigo por el instante de alegría que diste al transeúnte melancólico, extraño, solitario».
Dostoievski
El genio de Dostoievski puede darse el lujo de construir esta esplendida novela con apenas un par de protagonistas: el narrador en primera persona y Nástenka, una especie de heroína juvenil que bordea los 17 años y que vive con su abuela (Babuchka).
Si la trama coexiste es de una simpleza extraordinaria. El narrador de 26 años resulta ser un individuo solitario en extremo, agobiado por sus dilemas internos, por su aguda percepción de sus semejantes, y por lo mismo, por un aislamiento imposible de soslayar.
Así, su vida transcurre con una monotonía abismante por las calles de San Petersburgo, las que conoce hasta en sus mínimos detalles, que recorre con una insistencia enfermiza y que apenas lo sitúa, desde su óptica personal, por encima de una mediocridad que rechaza y que le resulta odiosa y desechable.
Es en esos paseos diarios que se topa entonces con Nástenka en una plaza pública de manera, aparentemente casual. Entre ambos surgirá una relación íntima, profunda, con diálogos plenos de sensible inteligencia por solo cuatro días: las noches blancas, que dan título al libro.
El sentido de una vida
A los protagonistas los une, de algún modo, una necesidad de sentirse queridos, de ser acogidos por un medio que no soportan o que, al menos, pretenden superar por el único sentimiento que pudiera salvarlos: el amor.
En el caso del narrador, la vida le ha sido esquiva respecto a establecer un vínculo afectivo. Sus disquisiciones filosóficas, su acucioso escudriñar del medio social y de su propia interioridad, lo apartan del denominado mundo real. Un mundo que siendo insoportable es, paradójicamente, su punto de referencia para dilucidar, no solo sus propios dilemas, sino los de sus semejantes.
Nástenka está profundamente apegada a su abuela, una ligazón que ha sido establecida con una suerte de alfiler adherida a las faldas de la «Babuchka» y de su propia vestimenta: la joven no tiene espacio para tener una vida libre y, no obstante, siente un apego indiscutible por su abuela, a quien venera, a pesar del evidente dominio al cual es sometida.
En su confesión ante el narrador da cuenta de que tal procedimiento es una forma de resguardo ante los desajustes del mundo y el peligro que conlleva ser una joven bella y atractiva.
A su vez, Nástenka está enamorada y el sujeto de su sentimiento se presenta como un ser esquivo, que aparentemente la ha desdeñado y a quien ella espera con una devoción casi obsesiva.
En esa perspectiva el protagonista, que busca el afecto de Nástenka, a quien comienza a idolatrar, que requiere de su presencia activa a la vez que le sirve de intermediario ante su enamorado, presiente que su verdadera salvación radica en esa ternura creciente por Nástenka.
Desde el supuesto olvido del que ella ha sido objeto, de su espera inclaudicable y de la constatación del eventual rechazo, su inclinación oscila entre ambos personajes: el que la olvidó y quien se presenta como su salvador.
No obstante, ya en el preámbulo de una sustitución, en que Nástenka decide amar al narrador, aquel individuo perdido reaparece y ella opta de inmediato por aquel.
Con todo, esta trama que pareciera un tanto cursi, una especie de melodrama, sin embargo, excede con mucho tal supuesta calificación. Tras los requiebros apasionados de Nástenka subyace la exigencia real de amar y ser amada.
El costo emocional recae en el joven desahuciado y la felicidad que tuvo en las llamadas «cuatro noches blancas» lo traslada a su impenitente soledad: recordará que vivió esos días junto a su amada circunstancial como los únicos plausibles de vivirse. Encontró el cariño y lo brindó sin esperar nada a cambio.
Al final del recuento aquella historia lo dignificó como ser humano y le dio un valor único e irremplazable: bastan unos momentos de felicidad en la existencia para que ella deje de carecer del sentido que siempre lo rodeó.
Una nouvelle clásica, breve e imprescindible en la vastedad creativa de uno de los escritores más relevantes de la literatura universal.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes, y quien en la actualidad reside en la ciudad de Linares (Séptima Región del Maule).
Entre sus obras destacan las novelas El amor de los caracoles (Simplemente Editores, 2024), Útero (Zuramérica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

«Noches blancas», de Fiódor Dostoievski (1999)

Juan Mihovilovich Hernández
Imagen destacada: Noches blancas (1957), de Luchino Visconti.