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[Ensayo] «Titane»: La multiplicidad interior del ser humano

El filme de la realizadora francesa Julia Ducournau posee una estética potente, donde los primeros planos y los contrapicados en primera persona alternan con escenas panorámicas desoladoras, y tanto Alexia como Vincent (sus protagonistas) en innumerables momentos son personajes a la deriva, solitarios empedernidos que no calzan demasiado con el resto gregario.

Por Aníbal Ricci Anduaga

Publicado el 10.2.2024

En el primer minuto sucede un accidente automovilístico ante la incomprensión del carácter de una niña. El padre se distrae y se produce la colisión. Acto seguido, a la niña le implantan una placa de titanio en el cráneo. Ese hecho real dará paso a la alegoría: la carne de la niña se funde con el metal y en la adolescencia Alexia (qué nombre andrógino) le hace el amor a un Cadillac en medio de una exposición de autos deportivos.

La película incursiona en el género fantástico. Alexia queda embarazada de ese automóvil, pero su viaje psicológico es el de un ser humano diferente a la mayoría que intenta ser aceptado por sus más cercanos. Esta mujer–máquina lleva a cuestas el peso de la diversidad y recurre a una serie de asesinatos para expresar su disconformidad.

Curiosamente, para escapar de la policía, deberá ocultar su identidad sexual y hacerse pasar por un niño desaparecido hace diecisiete años. En el baño del aeropuerto lleva a cabo su transformación.

 

Personajes a la deriva

Los baños son lugares íntimos donde se expresa la intimidad, en ellos se desnuda la identidad. Cuando Alexia se ducha es imposible ocultar que es una mujer.

Vincent acude a la estación de policía para identificar a su hijo desaparecido: Adrien Legrand es la nueva identidad asumida por Alexia. El padre no se cuestiona que es su hijo. El hombre es capitán en un cuartel de bomberos y lo presenta ante el resto de los reclutas.

En efecto, Vincent es un sujeto recio que se inyecta anabólicos, testosterona a fin y al cabo. Está envejeciendo y perdiendo su vitalidad. El baño tiene azulejos rosados, una expresión de la pérdida de masculinidad.

Curiosamente cuando baila con Adrien para acercarse a él, se mueve en forma delicada, el baile es una expresión íntima y de hecho el resto de los reclutas, en otra escena, también danzan sensualmente en una alusión cómplice de lo masculino, sin dobleces, quitándole al mundo de los hombres ese estigma de universo hermético y otorgándole cierto grado de fraternidad.

El juego de los espejos a lo largo del filme es extraordinario. Refleja la multiplicidad interior del ser humano, en su imagen reflejada aflora lo masculino en el caso de Alexia y lo femenino en el caso de Vincent. No sólo se duplican las aristas, a veces el plano se divide en tres. Nada es simple al tratarse de la identidad, pero a la vez esa identidad siempre se refleja cuando los protagonistas están desnudos.

La película posee una estética potente, los primeros planos y los contrapicados en primera persona alternan con escenas panorámicas desoladoras. Alexia y Vincent en innumerables momentos son personajes a la deriva, solitarios empedernidos que no calzan demasiado con el resto gregario.

Las escenas son provocadoras y están muy definidas. Pretenden romper el temple del espectador, pero su belleza brutal es cautivadora. El cuerpo de Alexia sufre los efectos del embarazo: tiene estrías, fisuras, por su útero secreta un líquido oscuro y la leche de sus pezones es sin lugar a dudas aceite de motor.

 

Una búsqueda hacia la confianza y los afectos

Alexia ha quedado embarazada del Cadillac y se lo oculta a su padre biológico, que no reconocería a ese hijo fuera del matrimonio. Con su progenitor no tiene confianza alguna y al convertirse (en el baño del aeropuerto) en Adrien, Alexia se internará en una búsqueda hacia la confianza y los afectos.

En el baño nos miramos al espejo, en el baño somos nosotros mismos. La intimidad reflejada en los espejos donde el individuo realiza sus necesidades más básicas.

Las formas en la película son ruidosas, coloridas, la música coreografía el tránsito sinuoso del protagonista, a veces es rítmica, sensual y también espeluznante. Pero el mensaje del filme está dibujado con convicción: la identidad nos define como seres humanos, pero anhelamos ser aceptados, en su variante más positiva, ojalá amados.

Vincent no es su padre verdadero, aunque lo acepta como su hijo a pesar de la testosterona que exuda el mundo de los bomberos. Adrien parece ser afeminado, pero a Vincent lo tiene sin cuidado. Es su hijo y simplemente lo ama.

Adrien no habla en un comienzo, hasta que Vincent sufre una sobredosis y le dice «papá». Lo de su relación edípica (sexual) escapa de nuestra comprensión, quizás es una fase profunda de la confianza en el amor de ese padre postizo, un ser que lo acepta a pesar de ser alguien inclasificable, ni hombre ni mujer, un individuo que está por dar a luz al hijo de un automóvil.

El mensaje de inclusión está implícito en todo el metraje. Entiéndase alguien indefinible como un ser no binario, en ningún caso un engendro. Inclasificable según los cánones sociales comúnmente aceptados por la sociedad, la cinta rehúye etiquetar a los seres humanos.

Sin embargo, cada individuo requiere ser validado por otros. De nada sirve la declaración de intenciones, ese «yo también tengo un amigo gay» es sólo una etiqueta. Requiero que al menos otro me reconozca como alguien único e irrepetible. Mientras antes me distinga esa persona que yo respeto, antes podré relacionarme conmigo mismo.

Vincent atiende al parto de Alexia (le confiesa su verdadero nombre). Está acostumbrado a luchar entre las llamas, a reanimar heridos. Alexia ha hecho un esfuerzo sobre humano, su abdomen ha sufrido una cesárea devastadora. Vincent le da respiración boca a boca, pero su hijo ya no da señales de vida.

Perdón, sí las da, de sus entrañas surge un hijo de carne y hueso, la prolongación de ese afecto como padre. Vincent abraza a la criatura, la música se vuelve sacra y pronuncia «estoy aquí», le transmite esa confianza y amor que todo ser humano requiere desde el primer momento.

 

 

 

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Aníbal Ricci Anduaga (Santiago, 1968) es un ingeniero comercial titulado en la Pontificia Universidad Católica de Chile, con estudios formales de estética del cine cursados en la misma casa de estudios (bajo la tutela del profesor Luis Cecereu Lagos), y también es magíster en gestión cultural de la Universidad ARCIS.

Como escritor ha publicado con gran éxito de crítica y de lectores las novelas Fear (Mosquito Editores, 2007), Tan lejos. Tan cerca (Simplemente Editores, 2011), El rincón más lejano (Simplemente Editores, 2013), El pasado nunca termina de ocurrir (Mosquito Editores, 2016) y las nouvelles Siempre me roban el reloj (Mosquito Editores, 2014) y El martirio de los días y las noches (Editorial Escritores.cl, 2015).

Además, ha lanzado los volúmenes de cuentos Sin besos en la boca (Mosquito Editores, 2008), los relatos y ensayos de Meditaciones de los jueves (Renkü Editores, 2013) y los textos cinematográficos de Reflexiones de la imagen (Editorial Escritores.cl, 2014).

Sus últimos libros puestos en circulación son las novelas Voces en mi cabeza (Editorial Vicio Impune, 2020), Miedo (Zuramérica Ediciones, 2021), y la recopilación de críticas audiovisuales Hablemos de cine (Ediciones Liz, 2023).

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

 

Aníbal Ricci Anduaga

 

 

Imagen destacada: Titane (2021).

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