[Ensayo] Un duelo para Jacques Derrida

Tampoco justo hoy es el día del aniversario de su nacimiento, sin embargo, y si entendemos a la deconstrucción como una estrategia sin espacio y sin tiempo determinado y como todo a la vez, nunca sería el momento preciso para ensayar unos párrafos en su memoria.

Por Javier Agüero Águila

Publicado el 22.7.2021

¿Cómo puedo empezar algo nuevo con todo el ayer que hay en mí?
Leonard Cohen

El pasado 15 de julio se cumplieron 91 años del nacimiento del filósofo argelino-francés Jacques Derrida. No es una fecha especialmente significativa para decir algo sobre este pensador que siempre “estuvo en guerra consigo mismo” (parafraseando a su texto Estoy en guerra contra mí mismo del año 2004).

Tampoco justo hoy es el día del aniversario de su nacimiento, sin embargo, y si entendemos a la deconstrucción como una estrategia sin espacio y sin tiempo determinado y como todo a la vez, nunca sería el momento preciso para ensayar unos párrafos en su memoria, así como siempre sería el momento justo para pronunciarse sobre la herencia infinita que nos lega y sostener, entonces, un ejercicio escritural que invoque una parte, mínima, de esta misma herencia abisal.

¿Hacemos el duelo por Jacques Derrida?, ¿estuvimos en duelo por Jacques Derrida?, ¿seguimos en duelo por Jacques Derrida? Y entonces: “¿Qué es un duelo imposible? ¿qué nos dice, este duelo imposible, de una esencia de la memoria?” (Derrida, Memorias para Paul de Man, 1988).

Habría que preguntarse, precisamente, si estas son las preguntas, puesto que en la verbalización de un duelo imposible lo que no tenemos, probablemente, sean respuestas.

 

Una angustiante infidelidad

Ahora, ¿cómo no ser justos con Derrida cuando lo que resulta aquí imposible (verbalizar el duelo) nos deriva a su herencia y a lo que le sobrevive después de muerto? Sus preguntas esperan respuestas —il faut répondre—, aunque lo que emerjan, más bien, sean nuevas preguntas inspiradas en su legado siempre expansivo.

No hacer el duelo sería, como lo sostiene Derrida siguiendo a Hölderlin y a modo de pregunta, la traición más justa. Y nos dirigimos irremediablemente en este punto hacia otras preguntas: ¿puede ser una traición justa?, ¿hay equilibrio, balanza, restitución de la situación anterior, en fin, justicia cuando traicionamos?, ¿qué es ser justo en la traición?

La traición en este momento no tendría que ver con el olvido, con una ecología de la memoria o con un reemplazo libidinal del muerto. Hay en Derrida una idea de traición que deriva en una ética, pero, sobre todo, en un compromiso con la alteridad más radical: una angustiante infidelidad.

El traicionar viene, en este punto, a mostrarnos la necesidad de respetar al muerto en su fuga. Ese otro muerto no podría ser capturado, puesto en cautiverio dentro de nosotros mismos, pensando en que así lo resucitamos y su vida continúa. Por el contrario, una ética del duelo, un duelo imposible entonces, exigiría siempre la partida definitiva del otro, radicalmente.

No podemos engañarnos sostiene Derrida. El que está muerto no vive en sí mismo, sino que vive en nosotros, pero de un modo completamente distinto a como viviría en sí mismo. Está vivo dentro nuestro pero sepultado y terminado ahí afuera.

El enterrado es sin memoria, por más que nosotros hablemos en su memoria y de alguna forma nos apropiemos de ella. “Si la muerte le ocurre al otro y nos llega por el otro, el amigo muerto no está más que en nosotros, entre nosotros. En sí mismo, por sí mismo, de sí mismo, él no es más, nada más” (Ibidem).

Somos, los que sobreviven, acogida para la memoria y para la herencia; hogar y permanencia para los muertos. ¿Pero cómo hacer memoria de lo que está terminado?, ¿de qué forma damos vida al muerto en nosotros? Derrida nos dice que es solo en la imposible afirmación del duelo. La memoria tiene una posibilidad en la órbita imposible del duelo jamás terminado, nunca clausurado. Es aquí donde la justicia encuentra un espacio, en tanto es siempre la venida de lo imprevisible.

El duelo imposible hace posible el duelo mismo y nos transforma en emisarios, en los recaderos de una herencia que no podemos evitar en el transcurso de una vida histórica. La aporía que emerge, entonces, es que no hay duelo posible sino ahí donde éste es imposible, y “Lo imposible aquí es el otro, tal como nos llega […]” (Ibidem).

Decimos, además, que el duelo es imposible porque no hay término, punto final o fecha límite para la interiorización de la memoria del otro. La memoria del otro, muerto, nos viene y nos llega a cada momento, sin preguntarnos, simplemente llegando con toda su carga y exigencia testimonial. Así, sabemos que el duelo es ilegible, no tiene traducción ni lenguaje al cual pueda ser reductible.

La memoria del otro y el duelo que la acoge (la porta) es infinita y el duelo mismo, de esta manera, una categoría imposible que se celebra y despliega en la dimensión desconocida de su infinito devenir.

 

El duelo imposible

Ahora bien, ciertamente habría mucho más que decir en torno al duelo. Decir por ejemplo y como lo sostiene en Políticas de la amistad (1994), que sabíamos —sin saberlo— de antemano que uno de los dos amigos terminaría sólo, llevando al amigo muerto en su interior, acogiéndolo, testimoniándolo y portando una herencia.

La muerte le ocurre al otro; al otro únicamente y sólo a él. Esa muerte tan nuestra desde que la amistad y el amor aparece entre los amigos, es una muerte compañera de ruta pero que siempre le llega a alguien más. La muerte que todo lo acaba tiene desde siempre nombre propio (cf. Derrida, Puntos de suspensión, 1992). No podríamos hablar de la muerte de cualquiera o de todos al mismo tiempo.

Ahora, culturalmente y para que el duelo se cumpla, es necesaria una sepultura. Sólo frente a ella podemos evocar y repetir la memoria o el recuerdo del que ya no está, hasta saber y constatar que partió al mundo de los muertos y que esto es para siempre.

Es preciso una placa en esa sepultura que tenga escrita e inscrita el nombre de nuestro muerto para guardar e identificar su memoria toda vez que lo evoquemos. Sabemos que hablamos de restos, de cuerpos sin vida, de lo biodegradado si se quiere, no obstante, es sólo sabiéndolo dentro de la cripta que podemos entenderlo en un tiempo otro, sin presencia y sin retorno material, pero, también, para quedar siempre a la espera de su manifestación imposible. “La muerte es la paciencia del tiempo” (Levinas, Dios, la muerte y el tiempo, 1993).

La tumba permite vivir con los muertos y la placa conmemorativa sobre esta tumba nos permite reinscribir al que ya no está en un lugar nuestro, propio, interno y profundo en el que, sin duda, está a salvo y para siempre heredándonos su testimonio.

Nos preguntamos entonces: ¿no es la ausencia del cuerpo muerto la única posibilidad de un duelo imposible?, ¿no es más que a partir de una tumba vacía o jamás llenada que el duelo se nos revela infinito, ético y responsable?

Así, el único duelo posible es el duelo imposible y en la ausencia del muerto el duelo alcanza su única expresión. Es aquí donde presentimos el advenimiento de la justicia como acontecimiento impostergable y se avizoran los estuarios múltiples de la deconstrucción.

La fuerza de alteridad que arrastra consigo la muerte lleva un nombre.

Este nombre, esta herencia y esta responsabilidad es, para nosotros, aquí y ahora, el de Jacques Derrida.

 

***

Javier Agüero Águila es doctor en filosofía por la Universidad París 8 y académico y director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.

Ha escrito los libros Chili: les silences du pardon dans l’après Pinochet (París, L’Harmattan, 2019) y junto a Carlos Contreras, el libro colectivo Jacques Derrida: envíos pendientes (Viña del Mar, Cenaltes, 2017).

Ha publicado más de una veintena de artículos en revistas especializadas, capítulos de libros y ha traducido a importantes autores franceses contemporáneos, entre ellos a Jacques Derrida y a Marc Crépon.

 

Javier Agüero Aguila

 

 

Imagen destacada: Jacques Derrida.