Escritor Daniel Campusano: «En un colegio laten las principales espinas del sistema»

A poco de lanzar su novela «El sol tiene color papaya» (La Pollera, 2019) el autor chileno de le generación del Bicentenario dialogó con el Diario «Cine y Literatura» en torno a los significados sociales y antropológicos de ese texto que se inserta en el «ethos» de un establecimiento educacional, situado en el corazón de la alta burguesía santiaguina.

Por Joaquín Escobar

Publicado el 13.10.2019

Es un gusto conversar con Daniel Campusano Galaz (1983), un artista de las palabras que cultiva el elegante y en estos tiempos escaso don de mirarse con humor y una saludable auto ironía. A semanas de lanzar su último libro (El sol tiene color papaya) -que relata la historia de un joven profesor y sus cuitas erótico-románticas con una de sus alumnas en el contexto dramático de un colegio de la clase alta capitalina-, el punzante escritor nacional reflexiona acerca de los los ríos subrepticios (de índole artística y sociológica) por los cuales transita su tercer volumen publicado: el cinismo del grupo social que sostiene a esa institución, la cual en el fondo le sirve como una metáfora literaria para intentar retratar una época y un estilo de vida: el Chile de estos días.

El resultado podrá fascinar o su contrario, pero el esfuerzo creativo se agradece, porque en el sudor de los sueños y del deseo, se palpitan la verdad de los seres que conforman a una comunidad nacional, con lo irrisorio y pretencioso que puede sonar este arriesgado término en los días que se respiran.

Antonio, el protagonista de El sol tiene color papaya transita por la treintena, y al igual que el protagonista de la inolvidable Luna caliente (1983), del argentino Mempo Giardinelli (quien se topa en esas páginas con la demencial Araceli), su encuentro con Agustina le harán cuestionarse los intersticios más recónditos de su aparente seguridad psicológica y emocional.

 

-Es injusto y sumamente ramplón decir que El sol tiene color papaya es solo una novela que da cuenta de la tensión sexual entre un profesor y su alumna. Detrás de toda esta relación hay una fuerte crítica a la precarización laboral (las clases en los colegios y preuniversitarios), a la poca solidaridad entre pares, a los intereses y problemáticas de la burguesía y a las horrorosas prácticas de los grupos de poder. Acá podemos ver narradas las viseras fundamentales de algunos de los conflictos político-sociales que atraviesan a Chile desde hace ya varias décadas.

No me acomoda comentar las repercusiones de mis novelas. No creo ser el indicado para responder insultos, halagos o teorías psicoanalíticas. Nunca sé qué decir y, además, rara vez hablo en serio. Uno concibe a las obras y las conoce quirúrgicamente (su proceso de maduración y sus fragilidades), pero los autores no manejamos los laberintos psicológicos del receptor. Cada lector tiene sus propias fracturas y alertas donde poner el ojo y mover la jaula. Es lo mínimo que debemos entender cuando nos atrevemos a publicar.

Y respecto al segundo punto, me deja tranquilo que se entienda así. El colchón de la historia son los bemoles, contradicciones y absurdos del universo escolar. Piensa cómo en un colegio laten las principales espinas del sistema: los alumnos se aproximan a la vida cívica; la institucionalidad se mueve entre las demandas ministeriales y sus propios rangos de acción; los profesores, en tanto, deben mostrarse seguros y criteriosos ante un ambiente que vive desestabilizándolos, probándolos y exigiéndoles aplicaciones normativas y conducción sicológica. Es muy desgastante erigir una figura impoluta para alumnos y apoderados. A propósito, tengo una anécdota que no sé bien qué puede significar, pero una vez me encontré con un apoderado en un bar a las tres de la mañana. El tipo, un dirigente empresarial, me abrazó tendidamente y me dijo: “ahora estamos pue, flaquito. Yo pensaba que erái maricón. Buena rucia te sacaste. Dale, campeón, no le hagai caso a las viejas culiás del colegio”. En la misa de esa misma semana, él leyó una petición antiaborto y, al pasar por mi lado, me cerró el ojo y palmoteó el hombro. Por supuesto que nunca sabrá que la amiga con que estaba esa noche es lesbiana.

 

-La novela tiene mucho humor: las fotos del profesor borracho en redes sociales, el personaje de Isidro, la imagen de Maradona celebrándole el gol a los griegos, las competencias entre docentes por la forma de preparar contenidos. Nos resulta interesante el recurso de lo hilarante, más aún cuando en la literatura chilena el humor pareciera estar al debe.

-El humor es uno de los temas que más me interesan sentimental e intelectualmente. Mis dinámicas y cariños funcionan en el absurdo y la ironía. Creo que el humor es el tejido más enigmático del lenguaje. Hay infinitos e insospechados niveles de operación. La capacidad de desacralizar las cosas o situaciones es, verdaderamente, lo que más admiro en las personas. Existen códigos secretos de humor en una relación íntima de pareja o amigos, pero al escribir el desafío es montar relaciones y reacciones divertidas para un universo transversal, de límites insospechados. Después de publicar No me vayas a soltar, por ejemplo, me escribió gente compartiéndome las carcajadas que se pegaban en una escena, y otras, cómo se entristecían o enrabiaban con la misma escena. Bonita experiencia esa.

Yo observo fascinado la comedia cotidiana (y por eso me gusta un poquito lidiar con la burocracia); estoy muy atento al habla, a los apodos, a la redundancia, al sinsentido. Estamos en el país de Raúl Ruiz, Nicanor Parra, Marcelo Mellado, Felipe Avello y Paola Molina. Una vez, Zalo Reyes, enfurecido con su doble, le explicó al periodista: “Lo que pasa es que este hueón no entiende que no entiende”. Todas las posibilidades de esa frase son fascinantes.

 

-Pese a que resulte ineludible relacionar tu nueva novela con Lolita de Nabokov, nos gustaría saber: ¿qué otros textos fueron fundamentales para la construcción del libro? ¿Existió algún proceso investigativo? ¿Cómo fue el proceso de escritura?

-Me sonroja y, por supuesto, encuentro desmesurado hablar del mínimo parentesco con esa pieza magistral, de tantos intersticios. Y sí tuve investigación técnica para mis dos últimas novelas. Leí sobre psiquiatría adolescente y me entrevisté con una psicóloga infanto- juvenil, una abogada, un médico y una experta en políticas educacionales. Y bueno, trabajé en colegios durante cuatro años y cargo cientos de fotografías y videos mentales. En cuanto a obras chilenas sobre la temática, rescato el trabajo de Cristián Geisse con Richard Nixon School. Ahí tienes atmósfera. Geisse tiene un oído privilegiado. Recomiendo mucho sus relatos.

 

-La novela tiene un interesante y amplio registro de referencias. Desde Jaime Guzmán hasta Giorgio Jackson pasando por Charly García y Clotario Blest. Hay puntos de anclaje que sitúan el texto, que lo ubican en el Chile actual y lo hacen mediante un registro. Asumimos que ello no fue casual y que en su posicionamiento hay más de alguna razón.

-En cuanto a la novela, por supuesto que una historia situada en el 2014 requería elementos o adornos contextuales que retrataran la hiperconexión. Y, personalmente, tengo desde adolescente una obsesión informativa-periodística-policial. Aunque por un lado me viene cada tanto una punzante fantasía de desaparecer y desconectarme, necesito manejar la contingencia política, artística y deportiva. Esta es una costumbre republicana heredada de mi padre. Él ya no está, pero sigo comentándole la detención del Coronel Labbé, el discurso del presidente de El Salvador y el récord de Esteban Paredes. Lo bueno es que se perdió la entrevista a Natalia Compagnon. No se la pienso contar.

 

-En tu calidad de editor conocido y reconocido, ¿cómo ves el estado actual de la literatura chilena? ¿Te parece que las editoriales independientes son laboratorios de vanguardia?

-Y no solamente de vanguardia, sino también de rescates o propuestas más clásicas. Y creo sinceramente que estamos gozando de un panorama bullante y —lo más interesante— variopinto. En cualquier librería se puede encontrar focos tan peculiares como Gonzalo Maier, Isabel Bustos, Matías Celedón, María José Ferrada y Matías Correa, o un diario mural tan horriblemente bello como el Museo de la Bruma de Galo Ghigliotto. Y, por si fuera poco, somos espectadores de la consolidación de Lina Meruana, Cinthia Rimsky, Nona Fernández y del profesor Mellado. Paulina Flores aún no piensa cumplir los treintaicinco y el otro día la vi sentada en una terraza rayando una libreta. Juan Pablo Roncone anda por allí, caminando, leyendo, viendo películas, fumando con elegancia y anotando mentalmente algo que esperamos con una egoísta ansiedad (pero, claro, por el amor de Jesús, que nadie apure a Juan Pablo ni a Paulina. Que miren y duden y sigan anotando) … Andrés Montero, ahora que lo pienso, tampoco piensa en cumplir los treintaicinco, y menos la autora debutante Valentina Vlanco, narradora de una plasticidad muy llamativa. Zambra, Eltesch, Costamagna, Zuñiga y Gumucio están escribiendo. Y respondo esto ni siquiera considerando los proyectos de poesía que procuro leer con libertad y una feliz responsabilidad. Somos testigos de Elvira Hernández y Yanko González. Ocurrimos en la misma época.

 

-¿Qué opinión tienes de la crítica literaria chilena? Hay mucha gente que confunde autor con narrador, siendo este un error grave e infantil.

 –Es cierto que se han escrito críticas de una agresividad sorprendente y otras indebidamente burlescas. No sé cuál es el camino, pero no creo que sirva de algo atacar o gritar lo malo que es un libro. Yo, al menos, no tengo el deseo perverso de que descueren a alguien el fin de semana. No lo disfruto y no creo que una persona lo merezca (después de todo, en el peor de los casos, su gran delito sería escribir un libro malo). Pero, dicho esto, es una buena señal que los críticos aún ocupen páginas de diarios, que sigan teniendo presencia y, de vez en cuando, inciten diálogos.

 

-¿Qué tal ha sido trabajar con La Pollera? Es una editorial que se está consolidando en el mercado con apuestas interesantes (como Alex Saldías) y consagrados como Marta Brunet o Jack London.

-Me siento tremendamente privilegiado de tener su confianza. Admiro su criterio, sus intuiciones y el cariño artesanal que tienen por sus títulos. Los piensan, los dudan, los individualizan. Son personas que sin alardes, sin banderas, sin gritos, sin selfies, sin exitismos ni competitividades, han consolidado una de las propuestas editoriales más distinguibles y valoradas de la actualidad. A ellos no los moviliza el lobby ni el oportunismo. Están siempre abiertos a que aparezca un autor debutante; están siempre buscando narrativa contemporánea de países medio retirados del mapa literario y, por si fuera poco, obras más inadvertidas de autores inmortales. Rescatan, aceptan, traducen, trajinan documentos. Tienen un ojo aventajado, el talento del gordo Ronaldo y una profesionalidad conmovedora. Nuestra relación se basa en el bullyng afectivo y el respeto por los niveles de lectura. Si mis novelas han funcionado es en buena parte gracias a su trabajo.

 

El sol tiene color papaya es tu tercer libro. ¿Cómo te tomas este proceso en relación a los dos anteriores?

-Disfruto cada vez más el proceso de mapeo y, luego, la escritura y la corrección. Me gusta podar, lijar. Un placer físico. Y yo creo que ahora trabajo con la tranquilidad de que nada importante está en juego. No tengo miedo a equivocarme. Los comentarios positivos o negativos se me olvidan rápido. Agradezco todo. Si a alguien no le gusta, está bien, hay tanto que leer, hay tantísimas obras más logradas que las mías y que estaría feliz de recomendar. Además, a veces, llegamos a un libro diez o treinta años después, y yo he tenido la impertinencia de publicar muy seguido. A mí me interesa genuinamente saber qué están escribiendo mis pares. Ojalá alguien de mi generación se mande la gran novela del post 2005 y retrate el periodo bacheletista-piñerista.

 

-¿Estás trabajando en algún nuevo proyecto? ¿Nos puedes contar algo?

-Sí. La próxima será una novela un poco más larga que las anteriores y que no tiene a ningún personaje profesor. Ah, no, sí, sí habrá uno, pero de pasadita y como parte de una mecánica institucional. La historia pretender ser una comedia de ecologismos y negligencias. Creo que será lo más divertido que he escrito y podré escribir. Hay un amor equivocado. Hay centollas y castores. Hay una guerra verosímil, pero delirante. Hay un héroe que es obligado a creer en algo que nunca realmente podrá creer.

 

-¿Qué estás leyendo?

-Llevo en la mochila Ensayos de eclipse de Alfonso Iommi, Trucha panza arriba de Rodrigo Fuentes y La casa del espía de Lucho López Aliaga.

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Joaquín Escobar (1986) es escritor, sociólogo y magíster en literatura latinoamericana. Reseñista del diario La Estrella de Valparaíso y de diversos medios digitales, es también autor de los libros de cuentos Se vende humo (Narrativa Punto Aparte, 2017) y Cotillón en el capitalismo tardío (Narrativa Punto Aparte, 2019).

Asimismo es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«El sol tiene color papaya», de Daniel Campusano

 

 

Imagen destacada: El escritor chileno Daniel Campusano Galaz.