Escritor Marcelo Leonart: «Oh, cómo te desprecio Eugenio Tironi por las metáforas baratas con las que ‘analizabas’ al gobierno y el enriquecimiento de tus amigos»

Con sinceridad, lucidez y pasión, uno de los narradores más respetados y talentosos de la literatura nacional, dialoga con este Diario acerca de los terribles acontecimientos que han sacudido al país, y en la vigencia de estos hechos radicales a la luz del argumento dramático de su última novela, titulada «Los psychokillers» (Tajamar Ediciones, 2019) -la cual acaba de lanzarse al ruedo comercial-, y donde se entregan las claves y los orígenes políticos (en las componendas y transacciones del Chile de los 90), que dieron forma a la tragedia histórica que actualmente nos consume en llamas e incendios inapagables.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 24.10.2019

“Algunos se defendieron. Mi hermana se defendió. Disparó contra sus asesinos. Pero eso no podía hacerlo cualquiera. Era muy difícil. Cuando crezcas lo entenderás”.
Aleksandar Tišma, en El libro de Blam

En su revelador estudio, The Children’s Crusade: Medieval History, Modern Mythhistory, Gary Dickson documenta minuciosamente el fenómeno que hoy conocemos como “La cruzada de los niños”, gracias a una exploración profunda del contexto histórico y religioso en el cual ocurrió la cruzada, para confrontar esta percepción con el concepto de “mito-historia”, un abordaje que ha mantenido viva la discusión sobre esta historia-leyenda, con ramificaciones incluso en la literatura (Agatha Christie y Kurt Vonnegut, por ejemplo).

La “Mito-historia”, según William H. McNeill, es esta producción de mitos que, como humanos, creamos. Los mitos son básicos y necesarios como elementos de cohesión grupal. McNeill dice que los historiadores, compartiendo las suposiciones de sus audiencias y, tomando en cuenta sus preocupaciones, no pueden evitar escribir “mito-historia”. Así, los eventos históricos son re-formados, re-ensamblados en formas que otorgan aplicación universal, claridad moral y hasta golpes dramáticos en su narración. De hecho, la mitificación histórica de la cruzada de los niños ya había empezado a construirse a mediados del siglo 13.

Los psychokillers (Tajamar, 2019) comienza con una cita de Matadero cinco (novela cuyo subtítulo es “La cruzada de los niños”). La obra de Kurt Vonnegut se transforma en un intertexto importante en la propuesta de Leonart, tanto por su mirada sobre la violencia (en más sentidos que el bélico), como por su estrategia narrativa, que plantea preguntas complejas que los alcances de la narración nunca llegan a concluir o cerrar completamente. La primera frase de Matadero cinco ya nos prepara para un relato conflictivo: “Todo esto pasó, más o menos”. Y, el último capítulo de la novela nos informa: “A Robert Kennedy… le dispararon hace dos noches. Murió anoche. Así es la cosa”. En el párrafo siguiente, dice: “A Martin Luther King le dispararon hace un mes. Murió, también. Así es la cosa”. A continuación, leemos: “Y cada día mi gobierno me da una contabilidad de cadáveres creados por la ciencia militar en Vietnam. Así es la cosa”.

Su narrador omnisciente le permite a Vonnegut gran conocimiento respecto a las perspicacias de sus personajes, y le pide al lector que penetre en una narración dislocada, que rehúye el recuento lineal y que privilegia asociaciones psicológicas para perfilar a su personaje, un genuino anti-héroe: Billy. Ya su apodo, Billy (diminutivo de William) sugiere un infantilismo, una falta de madurez. Su mera presencia medio payasesca, medio paródica, nos habla de lo ridículo que es pensar en él como el arquetipo del soldado. Algo parecido ocurre en la novela de Leonart.

Asimismo, mientras leía Los psychokillers se me vino a la mente la imagen de Martin Luther King, Jr, retratado magistralmente por Lerone Bennett en su emocionante What manner of man, a mediados de la década de los ‘60. Y es que hay aquí un tono emocionante, un heroísmo tronchado, una pasión desbordante que, paralelamente, lucha con su propia impotencia; con nociones como justicia, inequidad, responsabilidad que decantan en necesarias exaltaciones. Pero aquí hay también una bilis muy amarga que, como siempre en las narraciones de Leonart, se licúa con un humor negro y con imágenes jocosas que ponen en perspectiva el lugar de subalternidad que acompaña a sus personajes y que termina afinando un tipo de derrota: el de la narración como herramienta para contener la realidad. La novela comienza alertándonos: “Una historia habría de salvarlo, pensó el chileno. O matarlo. Aunque contara toda la verdad o la mentira más absoluta, su vida entera dependería de la calidad de su relato”.

Estos (frágiles) pilares son los que sustentan nuestras percepciones. El poder de las historias, de la Historia, de la narración, esa tradición, ese arte de contar que Walter Benjamin temía se perdería; esa noción de fabricación: la imposibilidad de confiar en las palabras al ejercitar la traducción en el relato de la realidad, la vemos incluso en los gemelos inaugurales, receptores de la recitación: ni ellos, lo más cercano genéticamente a un otro; ni ellos registran la misma historia, el relato por boca chilena. Pero Walter Benjamin también sentenció: “No hay documento de la civilización que no sea, al mismo tiempo, un documento sobre la barbarie”. Lo vemos en palabras de la voz narrativa del primer acto: “De esto se trata esta historia de la que soy protagonista, pensó el chileno. Del uso y abuso de la violencia”.

 Los psychokillers es una novela que resulta totalmente pertinente hoy, a pesar de que (o precisamente porque) su temática nos lleva al pasado de nuestra dictadura, así como al conflicto aparentemente ajeno de los Balcanes en los 90, ya que, pensándolo bien, qué menos ajeno que la xenofobia, el racismo y el abuso. Por eso, aunque la narración nos lleve al atentado a Pinochet, donde la virgen del perpetuo socorro habría salvado al dictador; aunque la historia nos recuerde los años seguideros, esos tóxicos 90, o nos introduzca a la figura residual, híbrida, extremadamente compleja del profesor, ex soldado, Los psychokillers realmente está recordándonos algo que sencillamente no se puede olvidar y forma parte de nuestras psiques, de nuestro inconsciente colectivo. Esa memoria del cuerpo que, por más distorsiones que sufra a través de su traducción en relato, sigue ahí. La escisión es palpable. A veces el narrador siente ganas de reírse con su propio relato, pero, reflexiona: “Mejor el tonito de seriedad y recogimiento”. Él sabe que es necesario tomar una postura, una estrategia narrativa: “Para darle mayor dramatismo… optó por contar el siguiente trozo de su relato en tiempo presente”.

 

Haces muchas referencias a ese “Chile abyecto de los 90”, donde predominan la cocaína y la seudo democracia. ¿Cómo ves nuestra realidad hoy, a la luz de los últimos acontecimientos?

-El Chile de los noventa es tan abyecto que el protagonista del primer acto de la novela decide irse a la guerra de los Balcanes. Probablemente por las cosas que me tocó vivir, a uno le resultaba tan evidente el vacío de ese crecimiento económico desigual, superfluo, donde todo lo sucio —la dictadura, sin ir más lejos— se barría debajo de la alfombra. Donde el ejemplo del chileno emergente era Faúndez. ¿Se acuerdan? ¿El loquito del comercial de la Telefónica privatizada? Oh, cómo te desprecio Eugenio Tironi por las metáforas baratas con las que «analizabas» al gobierno y el enriquecimiento de tus amigos. Faúndez ahora no está en la calle. Faúndez murió de cáncer, sin atención hospitalaria, endeudado. Sus hijos o sus nietos ahora son chalecos amarillos (defendiendo lo que el modelo les dijo que era importante) o en la calle, si creemos en la evolución de las especies.

Mi protagonista, entonces, prefiere perderse en el campo de batalla de una guerra culiá y confusa (¡pero al menos real, no como la que instauró este mequetrefe que tenemos como Presidente!). Y ahí, para validarse, cuenta un acto heroico: EL CUASI GLORIOSO INTENTO DE MATAR A PINOCHET. Porque esa es la manera de matar al monstruo. Esa es la verdadera manera de salvarse en medio de una guerra. (En Chile, probablemente mi protagonista no se habría salvado. Se habría transformado en un hijo de Faúndez. Un hijo de la Conchetusión de Pinochet y la Concheturción de Aylwin, Frei y Lagos.)

Los noventa lo vivimos bajo el yugo de la bota militar que nos decía lo que podíamos hacer —Aylwin dixit— «en la medida de lo posible».

Con dirigentes sin cojones. Supeditados al humor de los psychokillers que se acuertalaban para causar miedo. Y eso no ha cambiado mucho.

¿Es una metáfora exagerada? Escribo esto el martes 22 de octubre. Mi hijo anda en las calles mientras los milicos le disparan a la gente. Toque de queda a las ocho de la noche. Es nuestra vida real. Me siento en Sarajevo.

 

-Háblanos del cinismo, del uso del humor negro que trabajas. Me interesó la representación del arribismo chileno, por ejemplo, cuando se vislumbra un final para la joven chilena de vuelta en su patria, tras su paso por los EE. UU.: “Hubo una fiesta hermosa… con un cura buena onda”. Un cura que había luchado contra los “fuckin’ milicos” durante la dictadura. “Ella, vestida de blanco, parecía la virgen María”. Ella es la típica seudo-hippie que se pasea por Europa o Estados Unidos, y regresa a casarse burguesamente a Chile, con un ingeniero o médico DC.

-Nada, pues. La realidad a veces puede ser muy cómica. La intensidad de ver la propia vida como un acto dramático interesante. He escrito teleseries y en ellas el «matri» es el fin del arco dramático de los héroes y heroínas. Un poco patético. Y lo otro que ha quedado más en evidencia (igual era evidente antes) es el cinismo de la clase política (no solo demócrata cristiana) disfrazando de «progre» sus fes medievales (el catolicismo es eso). Es como si esa fe «progre» que defendió los derechos humanos durante la dictadura, pero se opone al aborto, se opone al divorcio, al matrimonio homosexual (que me la suda, como el hétero también), fuera una especie de salvoconducto, ¿hacia dónde? ¿Hacia el cielo? ¿Hacia el estatus? ¿Hacia el colegio de curas de élite?

Y aún hoy: con los curitas cochinos y sus partes pudendas expuestas en la prensa. Personalmente me impacta cuando gente inteligente y no-tan-cartucha enarbola su fe en relación a cosas como la virgen y otras supersticiones. Me imagino que es humorístico para quien no las cree. Para otros puede ser ofensivo. Bueno, para mí es ofensivo que un Presidente como el impresentable que tenemos me hable de su dios. Ya no me hace gracia. Ni siquiera con toda su ridiculez.

 

-La Virgen es un personaje importante en Los psychokillers, ya que cierra cada acto. Más allá del relato sobre su supuesta intervención en el rescate de Pinochet, ¿qué tipo de denuncia intentas hacer a través de su degradación?

-Ni siquiera es una denuncia. Es joder por joder. No sirve para nada. Es una aberración como la de esos pobres hombres y esas pobres mujeres que se arrastran para el día de la Inmaculiada Concepción, que reptan o caminan de rodillas para poner velas y hacer mandas en honor a una estatua de yeso. Me pregunto, si existiera, ¿qué tipo de ser perverso sería para que eso fuera agradable para ella? ¿Qué tipo de criminal genocida sería para haber salvado a Pinochet en el Cajón del Maipo la cuasi gloriosa tarde del 7 de septiembre de 1986? Tal vez no hay degradación. La degradación ya está hecha. Si fuera una fe privada, tal vez sería abusivo de mi parte joder. Pero son supersticiones que han marcado mi vida y la vida de muchas mujeres y hombres a lo largo de la historia. Que se jodan.

 

-Hay muchos guiños postmodernos en la novela; desde el título (canción de los Talking heads) hasta la noción de fabricación, donde te explayas en reflexiones sobre la escritura misma, sobre la construcción de una obra artística. Hay también citas a pie de página que recuerdan las narraciones de David Foster Wallace o Joyce Carol Oates (My sister, my love).

-Suelo construir mis novelas con materiales diversos. Son especies de patchworks donde generalmente no hay unidad de acción, pero sí de tema. Lacra, Pascua, El libro rojo de la Historia de Chile y hasta Weichafe están escritas así. El mundo referencial me interesa. El diálogo con otras obras, con otras manifestaciones, no solo literarias. En este caso era muy importante (creo que eso me pasa hasta en el teatro) el acto de narrar. Oralmente el primer acto (el personaje cuenta el atentado a Pinochet para salvar o no su vida en el medio de la guerra de los Balcanes). Como guión de película en el segundo acto. Y en el tercero son la misma noción de novela y estructura narrativa las que se ponen en crisis hasta que llega un personaje para contar su historia y darle una conclusión a todo. Escribir desde la cocina novelesca me resulta interesante. Eso no es nuevo: Ya está en El Quijote y sus (falsas) elucubraciones acerca de la autoría del manuscrito. Pero cuando terminé el segundo acto, donde la chilena y el psychokiller gringo coinciden felizmente en un seminario para escribir guiones, donde quieren recibir felizmente las recetas de un gurú del scriptwriting para contar una historia, obviamente que quise desmantelar todo. Dejar al descubierto mis errores, mis dudas y dejar claro que todas esas reglas son supersticiones. Como la virgen culiá.

Las citas que mencionas, algunas de ellas muy largas, corresponden a un ejercicio de aclaración enciclopédica. Pero también a procesos de revisión de lo escrito. Todas las citas al rol de la mujer en las películas de guerra fueron escritas luego de revisar y darme cuenta de cómo caía —y no caía— en el modelo hollywoodense que buscaba parodiar. O cuando cuento la brutal censura al discurso de mi hijo por parte de los aberrantes profesores de su colegio a partir de la famosa frase: «hay que condenar la violencia venga de donde venga». En fin. Para mí las novelas son estampas vitales. Me gusta ensuciarlas con la vida.

Mi referente en cuanto a citas, por cierto, fue Rodolfo Walsh y su cuento «Nota al pie» y —sobre todo— el uso que de ellas hace Manuel Puig en El beso de la mujer araña.

 

-Joe, el marine, permite una lección cinemática. Por la novela circulan los nombres de Bergman, Kubrick, Truffaut, Fellini. También el de Clint Eastwood. Apocalypse Now es otra referencia. ¿Cómo dialoga este lenguaje con la novela?

-El cine siempre ha sido una obsesión, un insumo esencial. Los nombres que mencionas en general aparecen en el discurso que da el gurú de los guiones, que es más o menos cierto. El canal para el que trabajaba me invitó a la charla de ese gurú cuando vino a Chile. Con Clint Eastwood tengo una relación conflictiva. Lo adoro y lo detesto. Tiene obras maestras como Los imperdonables o Cazador blanco, corazón negro. Pero poco antes de la escritura de Los psychokillers vi American sniper y me pareció una película absolutamente detestable. Fascista y sentimental. La moral de ese personaje odioso planeaba sobre la historia del marine de mi novela. ¡Qué distinta a la mirada bélica de Coppola o Kubrick! Los sueños del marine en Vietnam obviamente están basados en sus películas. Que, en ese sentido, no tienen nada que ver con la de Eastwood.

 

-¿Por qué sentiste la necesidad de explicar, en el acto 3, los orígenes de tu relato? Me parece que adoptas un tono ensayístico…

-Una novela, para mí, es un organismo vivo en la medida en que lo escribo. Me interesa eso de poner gotitas de ensayo en un artefacto narrativo. En este caso, con una narrativa que se aglutina en historias diversas, que dialogan pero no se juntan, pensé que el verdadero arco de tres actos no era la historia del chileno en los Balcanes ni la del marine-guionista-casado-con-una-chilena-medio-progre-creyente-en-la-virgen. La única verdadera historia con tres actos era la propia escritura de la novela. Y tenía que explicitar mi crisis con eso. Mostrar esa cocina. Decir —sin ambagues— mi opinión sobre los militares. Romper, como se dice, la cuarta pared y mostrar los bastidores. Desde dónde está escrita la novela. Para saber yo mismo hacia donde se dirigiría el final. Hasta allá llegó Nibaldo Rodríguez, ex soldado y actual profesor, para salvarme.

 

-La novela se cierra con un personaje complejo, un híbrido excepcional. Casi, podríamos decir, un oxímoron: Nibaldo Rodríguez, ex soldado y actual profesor. Él insiste en disculparse, busca el ‘perdón’ de su au(di)tor: “¿Quiere seguir escuchando la escena? ¿O prefiere que dejemos esto hasta aquí?”. ¿Podemos ver esta figura como una propuesta alegórica?

-Nibaldo quiere explicarse. Nibaldo quiere saber si, por ser un milico, es necesariamente un hijo de puta, como lo expresa el narrador antes de conocerlo. Cuando se me apareció en la novela, yo mismo no sabía cuál iba a ser su respuesta. ¿Nibaldo estaba ahí para contradecirme o para avalar mi posición: todos los milicos son unos hijos de puta? Creo que en su historia está la clave y la respuesta a esa pregunta. De alegorías nada. Existieron personajes como Nibaldo. Y el solo hecho de decirlo, en estos días en que tenemos militares en las calles —mierda, te juro que no puedo creerlo, no puedo, no puedo, no puedo—, hace que se me ericen los pelos.

 

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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es escritor, periodista y PhD en literatura hispanoamericana por la Washington University in St. Louis, Estados Unidos. En la actualidad ejerce como profesor titular de la Universidad Chileno-Británica de Cultura y académico de la Universidad Andrés Bello, y su última novela publicada es Sinestesia (Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2019).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

La novela «Los psychokillers» (Tajamar Ediciones, 2019)

 

 

Nicolás Poblete Pardo

 

 

Crédito de la imagen destacada: Marcelo Leonart, por Andrés Pérez.