Extracto de la novela «A la cárcel», de Ricardo A. Elías: Una ficción doble o triplemente marginal

«En la narrativa chilena hay tres títulos imprescindibles cuando se habla de una prisión o centro de reclusión como un espacio significativo para la construcción de personajes: ‘Hijo de ladrón’ (1951), de Manuel Rojas, ‘Cárcel de mujeres’ (1956), de María Carolina Geel y ‘El río’ (1962), de Alfredo Gómez Morel son acaso los referentes obligatorios cuando se trata de recrear el mundo del hampa. Sin embargo, haciendo caso omiso de esa tradición -lo que por supuesto es, en este caso, un acierto-, el autor publica bajo el sello editorial argentino Alto Pogo su obra», redactó en estas páginas el crítico y escritor nacional Francisco García Mendoza, acerca de la pieza de su contemporáneo generacional. Ahora, ofrecemos íntegramente el capítulo cinco del texto comentado, y el cual fue cedido especialmente por su hacedor para ser reproducido en la plataforma del Diario «Cine y Literatura».

Por Ricardo A. Elías

Publicado el 7.4.2018

Capítulo 5

Lalo Cartage­na caminaba de un lado a otro del patio bordeando a Guillermo, así le llamaban al enorme muro que los separaba del exterior. El nombre fue acuñado en honor a Guillermo del Ponte, el carte­rista más antiguo del que se tenía registros. Lo mataron a pedra­das. Al igual que ese Guillermo, cada año que pasaba, el muro se llenaba de más agujeros producto de piedras y golpes. Era una tradición de los presos. Fantaseaban con que esos boquetes ser­virían alguna vez para que alguien los escalara y saliera libre.

Lalo caminó hasta llegar a la esquina, luego dio la vuelta y ca­minó hacia el lado opuesto. Nadie contó las vueltas pero fueron muchas. El clan de Ganzúa Jiménez, reunido al otro lado de la cancha, lo observaba en silencio.

-Algo le pasa al huevón de Lalo -comentó uno de los presos-. Antes ni se lo veía y ahora se la pasa en el patio solo, dando vueltas.

El Guatón Delgado se apartó del grupo cuando uno de los hombres de Chumita le llamó.

-Tu encargo está listo -le dijo-. Bajaron al Cruz. Cagó. Le metieron seis tunazos.

-Dile al patriarca que le doy las gracias -respondió Delga­do-. Y que estoy para lo que necesite.

Lalo continuó dando vueltas por el borde del muro como si estuviera hipnotizado. Yanclot Valdés caminó hacia la esquina opuesta y lo esperó sentado en el suelo. Cuando Lalo llegó hasta su posición, Yanclot estiró una de sus piernas para bloquearle el camino. Lalo Cartagena lo miró extrañado, saliendo de pronto del ensimismamiento en que se hallaba.

-¿Y tú no andabas picado a libertad? -preguntó Yanclot.

-¿Yo? -respondió Lalo con recelo-. No, o sea, todos han pensado en fugarse alguna vez…

-De todos los huevones que he escuchado que han querido abrirse en los quince años que llevo encerrado aquí, tú eres el único al que le creo.

Lalo quedó perplejo al oír esta declaración.

-Es cosa de mirarte -continuó Yanclot-. Antes ni salías. Nunca se te había visto en el patio y hace dos horas que no paras de dar vueltas alrededor de Guillermo. Estás psicoseado. Lo que te dije el otro día lo repito: yo te puedo ayudar.

A Lalo le pareció que el asunto tomaba características de de­ber. Una sensación de responsabilidad le subió por la sangre. Si quería escapar no bastaba con pasearse de un lado a otro en el borde del muro. Necesitaba planear realmente una fuga, al me­nos comenzar a planearla.

Justo Guzmán, el Picle, se acercó cargando algo sobre una servilleta.

-El Guatón se rajó con sopaipas -dijo.

-¿Qué estamos celebrando? -preguntó Lalo.

-Se echaron a un culiado de un supermercado. Chumita mo­vió gente afuera.

-¡Muchachos! -gritó el Guatón Delgado-. Vengan a la carreta.

Todo el clan de Ganzúa Jiménez se hallaba reunido alrededor de una de las bancas del patio. Sobre ella algunos vasos de plás­tico, una botella de gaseosa frutal y varias sopaipillas reposaban esperando ser consumidas. Otros presos miraban con disgusto. Pasaban cerca, cuchicheaban más allá, esperaban que el día aca­bara pronto.

Ganzúa Jiménez, el gran jefe, tomó asiento al medio. Inme­diatamente le fue servido un vaso con bebida. El grupo se cerró alrededor, como una forma de protección que también tenía por objeto generar una mayor intimidad.

-Cuéntate quién era el huevón ese que despacharon -pidió Ganzúa Jiménez.

-Era el jefe de un minimarket -explicó Delgado a los pre­sentes-. Por su culpa cayeron los Tolina, ¿se acuerdan de los hermanos Tolina? Y sapeó a varios más por choreo.

-¿Por choreo en el supermercado? -preguntó el Picle-. ¿Y qué se habrán robado?, ¿un par de paquetes de tallarines?, ¿una salsa de tomate?, ¿un champú?

-Se robaron dos camiones llenos de mercadería, huevón, esos camiones gigantes, con acoplado y todo.

-¿Y dónde chucha iban a poder meter esos camiones?

Froilán Valdebenito, alias Mansopescao, soltó una risotada estruendosa.

-¿Se acuerdan cuando el Picle se robó una patrulla de los pa­cos? –dijo-. Y el huevón más encima fue donde había un asalto.

-Bueno y qué iba a hacer -respondió el Picle-. Si por radio me decían que tenía que ir.

-¿Cómo fue eso? -preguntó Boticheli Hernández.

-¿No cachay la historia? Si es terrible de conocida. Mira, me mandaron ir a una casa que estaba siendo asaltada en el cua­drante. Así que fui po, huevón. Cuando llegué había una vieja en bata gritando a mitad de calle. Los ladrones, gritaba, están adentro. Entonces yo bajé del auto, entré a la casa y dije: ¡Ya mu­chachos, llegaron refuerzos! Puta que choreamos ese día. ¡Nos llevamos la casa completa! Metimos a la patrulla cinco joyeros, un plasma, dos computadores. Los otros cabros andaban en una camioneta. ¡Hasta el piano subimos! Ahí conocí a Pepe el feo y su banda. Después pasamos a tomarnos unos rones para cele­brar. Puta que nos reímos…

-Pero te llevaste la patrulla para la casa po, asopado -dijo Mansopescao-. Por eso te agarraron.

-Es cierto -reconoció el Picle.

-Cómo tan huevón -comentó Boticheli.

-Oye, pero si eso pasa –explicó-. ¿Cuántos giles se llevan el auto robado para la casa y por eso los pillan? Uno se pone terri­ble de huevón, después de robar.

-Es que la presión es cuática -dijo un personaje de baja es­tatura y cejas gruesas llamado Cogotero Araya, cuyo ingreso a la cárcel nadie podía determinar con exactitud-. Lo único que uno quiere es llegar luego a la ruca, echar el cuerpo, olvidarse y chao.

-Cuéntate la historia del asalto a los Prieto -pidió Yanclot al Guatón Delgado.

-Esa es buena -condimentó Ganzúa Jiménez mientras le ro­baba un cigarrillo al Picle.

El Guatón Delgado bebió de su vaso.

-El dato me lo dio un jardinero –dijo-. Los Prieto tenían una tremenda casa en La Reina Alta, en una calle con poco mo­vimiento. Los fines de semana largos salían fuera de Santiago y, como se las daban de hippies, hippies con plata, no tenían ninguna protección en las ventanas. ¡No tenían ni cortinas! No ves que estos giles tienen todo un rollo con el sol, con la energía. Así que, bueno, gracias a la energía, uno se acercaba al vidrio y se podía ver todo lo que había adentro. Además, sabíamos que como eran medio hippies no tenían ni alarma ni ninguna hueva­da de esas. Puro olor a incienso, compadre. Le pegamos una sola patada a la puerta y entramos. Sacamos computadores, televiso­res, unas colecciones de discos. ¡Qué no nos llevamos! En una de las piezas tenían un altar con unas velitas y un gallo típico de la onda de los hippies… ¿cómo se llama? Si es conocido. Un guatón que está durmiendo, que tiene un moñito, que es como el dios de los hippies…

-Buda -colaboró Lalo Cartagena.

-Esa huevada -dijo Delgado-. Todo eso tenía el altar y al medio unos billullos, junto a un papelito que decía: abundan­cia. Deben haber sido como quinientas lucas, oye. Nos forramos. Hace tiempo que no salíamos tan felices de un robo. Dejamos cerradito y nos fuimos. Pasaron un par de meses medio lentos hasta que me datearon de que los Prieto habían ido a la playa. Partimos otra vez. De una pura patada entramos. Sacamos dos televisores nuevos, unas sillas y varios cajones con adornos traí­dos de otros países, India, China, qué sé yo. Además, sobre el altar volvimos a encontrar plata. Era menos que la otra vez, unas doscientas lucas. Dejamos el papelito de abundancia ahí mismo y hasta nos hicimos un café con los torrantes. Pusimos música, nos comimos unos pancitos, nos pegamos una cagadita y nos fuimos. ¿Habrán pasado unos tres meses cuando volvimos? Hay que decir que esta vez todas las ventanas tenían cortinas, ya no se podía mirar para adentro como antes. La puerta tenía un pes­tillo adicional. Nos demoramos un poco más en abrirla, medio minuto más. Nos llevamos la mesa del comedor, una mesa súper fina, el plasma, varios muebles y tragos caros. Y cuando fuimos al altar a buscar el sueldo, como ya le decíamos a esos billetitos, no encontramos ni uno. Solamente había un papel que ahora decía protección. Al final nos terminamos llevando al guatón del moñito.

-Buda -corrigió Lalo.

-Eso, y lo vendimos a tres lucas en el persa. Era la tercera vez que entrábamos a la casa de los Prieto. Para la cuarta ya habían cambiado la puerta. Ahora se trataba de una puerta gruesa, blin­dada, y la chapa era grande, de acero. Colocaron alarma. Checho se dio cuenta. Así que buscamos el cable, lo cortamos y entramos por la ventana de la cocina. Lo increíble es que siempre tenían cosas para robar estos gallos. Nos llevamos maletas y maletas de ropa, por ahí también encontramos joyas. La quinta vez pillamos todas las ventanas enrejadas y unos letreros: ¡Cuidado! Perros bravos. Tenían dos Rottweiler, grandotes, en el patio. Nos de­volvimos. Fuimos a la carnicería de la esquina, compramos tres kilos de carne y en un ratito nos hicimos amigos de los perros. Les pusimos nombre: Cirilo y Canelón. Si nos hubieran cabido en la camioneta los llevábamos también. Pero el sofá hindú, los cuadros y la estatua que había en el patio nos ocuparon todo el pickup. Nos llevamos el altar y unas velitas de colores. El mantel lo dejamos. La siguiente vez fue en febrero, durante las vaca­ciones de verano. Al llegar nos pareció raro que las ventanas ya no tenían barrotes y la chapa no tenía pestillo. Además, Cirilo y Canelón habían desaparecido. Casi ni tuvimos que forzar la ven­tana de la cocina. Entramos en un dos por tres. Ese día el olor adentro era terrible, como a zoológico, y Soto se dio cuenta que las cortinas estaban rotas. Cuando llegamos al living, casi nos da un infarto. Encaramado sobre el sillón grande había un león. ¡Un león, compadre! Un tremendo león, peludo, feo el huevón, que al vernos rugió como la huevada más espantosa que he vis­to. Nos cagamos de susto, apretamos cachete. Soto corrió a la cocina. Yo subí al segundo piso con el Checho y detrás la bestia, que, a puro salto, en dos segundos nos acorraló en el dormitorio. Ese león andaba con el diente largo porque nos miraba como si fuéramos un estofado, conchetumadre. Se saboreaba el hijo de puta. Le tiramos un colchón, lo partió de un solo manotazo. Yo salté por la ventana. Me saqué la chucha. Caí sobre el quitasol. El Checho intentó saltar, pero la bestia le mordió una pantorri­lla. Dando gritos y patadas al final pudo librarse. Saltó y cayó sobre la mesa de la terraza. Salimos de chasca. Checho, cojeando y todo, corría más fuerte que yo. El león venía detrás de noso­tros. Yo no sé cómo lo hace uno cuando anda con miedo, la cosa es que saltamos el muro en un dos por tres. Me acuerdo que yo tiritaba y pensaba en la película del Rey león ¿se acuerdan?, esa de los monos animados. ¡Mira en la huevada que pensaba!

-¿Y los demás? -preguntó Boticheli Hernández pálido.

-Todos nos salvamos pero el Checho perdió la pierna. Y de Soto, Cuña y el resto de los cabros nunca más supe. Les dio tanto julepe que apretaron cueva y nadie los vio más.

-Yo me topé con Soto una vez -agregó Mansopescao aca­parando la atención de todo el grupo-. Me lo topé en el paseo Ahumada. Se hizo pastor evangélico.

-¿Me estay hueviando? -interrumpió Ganzúa Jiménez-. Habrá querido enderezar el camino.

El timbre repicó en el patio. Comenzaron todos a ponerse de pie y a caminar en dirección a sus celdas respectivas antes de que el Perro Lillo llegara a fastidiarlos. Lalo Cartagena se tardó un poco más. Observó detenidamente la altura de Guillermo, el muro central. Miró con calma, repasó con la vista todas sus orillas y vértices. Cuando el Perro Lillo irrumpió en el patio, Lalo ya estaba en su celda.

 

Crítica de Francisco García Mendoza a la novela A la cárcel

 

 

 

El novelista chileno Ricardo A. Elías (Santiago, 1983)

 

 

Crédito de las fotografías del autor y de la portada de su novela: Fundación Cultural de la Ilustre Municipalidad de Providencia

Imagen destacada: Los actores Morgan Freeman y Tim Robbins en un fotograma del largometraje «The Shawshank Redemption» (1994), del realizador francés Frank Darabont