«Fahrenheit 451», de François Truffaut: El saber y la cultura como amenaza incendiaria

Basada en la novela homónima de Ray Bradbury, el mítico realizador francés dirigió en 1966 esta excelente película de ciencia-ficción. La protagonizan brillantemente Oskar Werner, quien es Montag, Cyril Cusak como el capitán y Julie Christie que interpreta a Linda y a Clarisse. La obra nos presenta un futuro en el cual están prohibidos los libros, y los bomberos se encargan de quemarlos y las gentes que los poseen son arrestadas. Y el sistema en el poder utiliza la televisión como medio de adoctrinamiento, manteniendo así aletargada y sumisa a la población con su programación de basura, en una distopía que refleja la realidad de este grotesco e injusto mundo global en el que vivimos.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 25.7.2020

«¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a ¡Amor! ¡Amor! Cultura, sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en los que hoy se debate el pueblo. Por eso no tengo nunca un libro, por eso regalo cuantos compro».
Federico García Lorca

«Los libros están vivos, me han hablado».
Citado en la obra

 

Totalitarismos y saber

Los sistemas totalitarios siempre han temido al saber. Desde antiguo, regímenes absolutistas han basado su fuerza y permanencia —entre otros mecanismos— al fomento de la incultura de su pueblo, reyes y emperadores —salvo honrosas excepciones— se constituían como dioses únicos refutando otras visiones de la vida. Esa forma alienante también fue adoptada por muchos poderes religiosos y todo tipo de dictadores de distintas ideologías. Hablo en pasado pero soy consciente de que en la actualidad desafortunadamente el poder —religioso, militar, político e incluso económico— a menudo sigue actuando en contra de la cultura y el saber.

La historia está llena de saqueos al conocimiento. Sirvan de ejemplo la quema de libros y asesinato de intelectuales ordenado por Qin Shi Huang en el siglo III a.c. o los numerosos incendios de la Gran Biblioteca de Alejandría que fue profanada en distintas ocasiones y épocas, el califa Úmar ibn al–Jattab sentenció su desaparición definitiva en el siglo VII: «Si no contiene más que lo que hay en el Corán, es inútil, y es preciso quemarla; si contiene algo más, es mala, y también es preciso quemarla», tristísimo pensar y actuar del radicalismo totalitario que aún hoy en día perdura en grupos como los fundamentalistas talibanes.

Pero la acción anti–cultura característica del poder absolutista lamentablemente también ha estado y está presente en los sistemas “democráticos”. Estos a menudo suelen jugar la baza —común en los regímenes totalitarios— de la manipulación y la desinformación, es sabido que en nuestro tiempo se han alcanzado altos grados de sofisticación en el “arte” de la confusión siendo difícil distinguir qué es y qué no es cierto entre tantas publicaciones y opiniones que pueblan el universo mediático, especialmente en internet.

La obra nos presenta un futuro en el que están prohibidos los libros, los bomberos se encargan de quemarlos y las gentes que los poseen son arrestadas. Y el sistema en el poder utiliza la televisión como medio de adoctrinamiento, manteniendo así aletargada y sumisa a la población con su programación basura. Una distopía que refleja la realidad de este grotesco e injusto mundo global en el que vivimos, un universo imaginado en el que el poder se impone incendiando otras visiones y un mundo el nuestro en el que demasiados gobernantes echan combustible a los fuegos de las discordias intolerantes en vez de apagarlos con la empática comprensión del auténtico líder.

 

Los bomberos

Truffaut pone el punto de mira en este cuerpo al servicio del sistema, en este estamento de acción policial represora. Los vemos cual detectives escudriñando todos los rincones de los hogares sospechosos. Observamos la frialdad en su actuar y el placer en su destruir. Se nos muestra repetidas veces la salida de servicio de esos hombres —ninguna mujer en el cuerpo— que ascienden y descienden por la típica barra característica del oficio, barra que en esta prostitución del quemar es de tonalidad dorada, el simbólico oro del poder.

Los vemos con sus uniformes negros montados de pie en el rojo fuego del vehículo surcando carreteras y calles, son los esbirros de la autoridad. Y en la parte delantera como mirilla que apunta al enemigo el emblema que los define: un dragón que se mira la cola. O el señor del fuego que todo lo observa, controla y a todos dispara, incluso a sí mismo porque el sistema —como todo totalitarismo— no se fía de nadie.

El capitán, el único que va sentado en el coche (salvo el conductor) es también el único que luce el dragón en su casco. Es él quien encarna ese dragón de fuego que atemoriza a la población disconforme. El hombre está a punto de jubilarse y busca sustituto en su equipo, Montag —nuestro protagonista— es su favorito.

 

Oskar Werner en «Fahrenheit 451»

 

La sociedad y la familia

En esa sociedad distópica las letras han sido casi exterminadas, allí los diarios son cómics con viñetas sin texto, y las medicinas se identifican por colores. Las letras han cedido protagonismo a los números. Sólo se nombra lo imprescindible, los números sirven para casi todo: rotular calles, identificar personas en los archivos… En este sentido el director francés nos muestra una escuela en la que los niños recitan sin parar tablas de multiplicar más allá del diez. Triste muerte la del cálido contar historias en manos del frío contar números, triste sociedad la que retrata la obra.

Montag vive con su esposa Linda, una mujer totalmente integrada en el modo de vida promovido por el sistema. La vemos en casa pendiente de su gran pantalla de televisión hipnotizada por los programas que emiten de contenidos vacíos, siente que esos personajes que ve e incluso interactúan con ella son su familia, así se autodenominan ellos y así lo vivencia aparentemente satisfecha. Aparentemente satisfecha porque depende de distintas pastillas para tirar adelante e incluso sufre un coma por su ingesta.

Montag no participa en esa farsa y opta por aislarse en su silencio; porque nada más puede hacerse, no hay alternativas en esa sociedad sin alma o te sumerges en las conversaciones vacuas o callas. Montag transita en ese mundo sin letras con voz callada y mirada perdida, no se adapta plenamente ni se revela.

 

Miedo versus valor

El sistema totalitario de ese futuro se sustenta —como suele ocurrir en los absolutismos— en el miedo, el sistema fomenta el miedo como forma de control y paralelamente tiene miedo a todo —especialmente a los libros, al saber que encierran— e incluso de alguna manera se tiene miedo a sí mismo, al transfuguismo de los ejecutores de ese poder.

El miedo se bombardea en la omnipresente televisión (¿nos resuena, verdad?), gracias a ella el miedo está impregnado en la población. Y se nos muestra el importante papel coactivo que ejerce la denuncia del ciudadano ejemplar, el delator que anónimamente incrimina a vecinos, amigos o familiares por tenencia ilícita de libros. En esas circunstancias se necesita mucho valor para obrar en libertad.

No sólo se persigue el saber, también es considerado delito el dejarse la cabellera larga, vemos a la gente mofándose de los ciudadanos a los que la policía corta el pelo en plena calle. En ese ambiente represivo —como es habitual— la sexualidad está cerrada bajo llave, se nos muestran personas tocándose levemente o a la misma Linda palpándose tímidamente el pecho en la intimidad del aseo.

Montag conoce a Clarisse una vecina que cuestiona su aparente seguridad, “tú no eres como ellos, cuando te digo algo me miras a los ojos”, le dice dándose cuenta que el aspirante a jefe de bomberos tiene sensibilidad y ve lo que otros —como Linda— prefieren no ver. Y hablando de preferencias, antes de proseguir, para aquellos lectores que no hayan leído o visto esta obra advertir que a partir de aquí el artículo contiene spoilers.

En ese cuestionar, Clarisse aviva la llama de curiosidad que anida en Montag y este empieza a leer esos libros prohibidos. Su primera lectura es David Copperfield de Charles Dickens que se inicia con palabras muy adecuadas a su realidad: “He nacido. Si resultaré ser el héroe de mi propia vida o si esa posición la ocupará otra persona, estas páginas lo demostrarán”.

Y es que Montag ha nacido a otra vida al seguir su voz interior, al abrir su mente desanimada a las voces de los libros, a sus enriquecedoras historias que le muestran otras visiones del mundo que desconocía por completo. Ese nacimiento cambiará radicalmente su día a día, ya no podrá ser más el inmutable y ejemplar funcionario del sistema. Linda verá con malos ojos ese despertar y decidirá delatarlo tras sus contundentes palabras a las amigas que comparten con ella su anodina vida alineada, el hombre les espeta las verdades que no quieren asumir calificándolas como lo que son: unas “zombis”.

En una lograda escena se nos muestra a Linda y su reflejo en el gran espejo del baño en el que Montag esconde sus libros, hablan los dos, él le pregunta dónde se conocieron y ella en su adormecimiento no es capaz de recordarlo: “me parece muy triste” —sin duda lo es—, responde Montag y justifica su interés por los libros, que es el interés por la vida con mayúsculas: “detrás de cada libro hay una persona, por eso me interesan tanto”, comenta.

 

«Fahrenheit 451» (1966)

 

El Mal como Luz

En su penúltimo servicio en casa de una anciana vecina —el último va a ser en su propio hogar por la denuncia de Linda— Montag sufre al ver la rabia con la que actúan sus compañeros destrozándolo todo y lanzando los libros al suelo.

Y el capitán lo llama para enseñarle satisfecho su hallazgo: la biblioteca del altillo que es la biblioteca secreta que tanto buscaban. Al percibir sus dudas el jefe le suelta un alegato pro destrucción del saber, un discurso que es la voz del sistema, unas palabras que son los argumentos del “Mal” que los atenaza. Y, como suele ocurrir, en ese discurso hay trazas de verdad, verdad que el “Mal” expresa ante la aparente no asunción del “Bien”, en este caso la cultura y el saber.

El alegato se basa en el negar la realidad de esas historias contadas en los libros, afirmar que la información preocupa innecesariamente al desinformado poniendo como ejemplo que saber que el fumar provoca cáncer alteraría al satisfecho fumador y otras sandeces propias de un régimen que cree que los libros hacen a la gente infeliz: “les hacen querer vivir de formas que son imposibles”, sentencia el veterano bombero.

Y ante los libros de filosofía el “Mal” se torna Luz, el jefe de bomberos diserta sobre los filósofos y las corrientes filosóficas afirmando que todos ellos están en el: “Sólo yo tengo razón, los demás son un montón de idiotas”. Y añade que en general el escritor sólo quiere satisfacer su vanidad, sobresalir, ser diferente, poder mirar a los demás por encima del hombro. Entiendo que hay mucha verdad en estas palabras, no solo en la filosofía también en muchos otros ámbitos del saber y la cultura cada pensador tiende a creerse el mejor y a buscar “hacer historia” realzando su diferencia.

En este sentido las escuelas de pensamiento a menudo parecen más “chiringuitos” de egos, suele suceder que el alumno de un maestro pronto se siente tentado a ser maestro de una nueva escuela que califica de superior en una interminable espiral de desencuentros egoicos. Pero sabido es que al sabio verdadero no le preocupa el reconocimiento sino el saber en sí mismo, el sabio no necesita “chiringuito” ni laureles, el sabio lo es porque sabe y sabe apreciar la sabiduría en todos, por eso no se entrona ni está cómodo en la adulación.

En esa vivienda que alberga tanta sabiduría el realizador francés nos ofrece una gran escena en la que vemos a la anciana sobre la pila de libros que los bomberos van a quemar. La mujer se niega a irse afirmando que esos libros están vivos, le han hablado, lo dice desafiándolos con sonrisa bondadosa y empezando a recitar las alienantes tablas de multiplicar de ese mundo de números sin letras. Y se inmola lanzando una cerilla sobre el combustible derramado por los sicarios del sistema, es bello y duro ver cómo los libros se retuercen en las llamas mientras ella satisfecha cae inconsciente, momento en el que se nos muestra el quemar de una imagen de rostro femenino, una simbólica “santa”. Y el cierre de la escena con la impactante toma del fuego ascendiendo por las escaleras.

Gracias al “Mal” renace el héroe, es por ese “Mal” encarnado en el capitán por el que Montag decide abandonar su empleo acomodado y hacer algo por una sociedad mejor. El “Mal” en su desalmado actuar lo empuja a revelarse y el “Mal” en su verdad revelada le ofrece la oportunidad de darse cuenta del error histórico del “Bien” derrotado.

Así, tras la muerte de la anciana, Montag tiene el valor de presentar su dimisión pero el jefe —antes de aceptarla— le exige que les acompañe a otra misión. Van a su casa, allí ve salir a Linda con las maletas: “ya no podía soportarlo más”, le dice abandonándolo a su suerte. Tras el registro, el capitán le ofrece el “honor” de quemar sus libros, pero él  antes de hacerlo va directo a quemar la cama matrimonial y  la gran pantalla del salón en su rabia acumulada. Y al ser descubierto ocultando un libro se defiende enfrentándose al jefe con su lanzallamas, el capitán acaba quemándose en la hoguera de libros. Montag ya está en el punto de mira del sistema, ahora es un anti–social al que hay que eliminar.

Los ciudadanos sumisos salen como autómatas de sus casas aleccionados por el sistema a la caza del asesino prófugo. Pero él —bien despierto— logra llegar a los bosques de las “gentes libro” donde se refugian las personas escapadas en búsqueda de mayor libertad, allí vive su amiga Clarisse. Los habitantes de esas comunidades han memorizado un libro, son un libro que recitan, ellos guardan en sí mismos el saber del mundo que transmiten a su descendencia.

Hay un hilo de esperanza en esa comunidad de “hombres libro”, así lo expresa uno de ellos: “algún día nos llamarán de uno en uno a recitar lo que aprendimos y volver a imprimir los libros. Y cuando llegue la próxima era oscura nuestros descendientes harán lo mismo”. Esperanza en un nuevo amanecer pero como etapa del ciclo Oscuridad/Luz sin aparente fin. Tal vez con Montag haya llegado el tiempo de entender esa danza y romper el hechizo de un mundo escindido en los contrarios, de momento lo vemos con los demás recitando su libro bajo la nieve del duro invierno como imagen de la realidad de su presente…

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: François Truffaut y Julie Christie en el rodaje de Fahrenheit 451 (1966).