«Inventario», de Víctor Munita: El poeta como coleccionista

Este poemario nos transporta a ciudades y voces que se superponen, a Ashbery, a Carver, a José Revueltas, en cruces inesperados entre las ciudades del norte sitiadas por el desierto de Atacama y las grandes capitales, a Tom Petty, a la lluvia en Santiago y en Malibú. Así, el autor se embarca en la tarea de realizar una enumeración y tomar hechos que aglutina, como quien recorre una bodega o archivo y va rescatando de las estanterías y cajones las piezas que le interesan, pues cada momento del volumen está dotado de simbolismos y de profundas redes que nos permiten como lectores ir tranzando un recorrido, una especie de viaje y de repaso, por nuestro propio inventario de recuerdos.

Por Daniel Rojas Pachas

Publicado el 9.9.2019

Inventario de Víctor Munita presenta al lector un catálogo de emociones y un recorrido nostálgico que nos lleva desde los primeros héroes, aquellos que nos educaron sentimentalmente en nuestra infancia (Rambo y Rocky) a retomar esas fijaciones con actrices de parajes lejanos, espacios que sólo recorrimos de manera diferida gracias al celuloide: «Ahí quedamos, como lo que éramos, adolescentes de 1995. / El Tirreno y El Adriático, / los mares de la península itálica».

También se dan cita recuerdos familiares, el tránsito por lugares de encierro con sus luces artificiales: terminales y aeropuertos, así como vecinos y personajes que deambulan por nuestras provincias, convirtiéndose en relatos que siempre nos acompañarán, como el mendigo, que feliz arrastra su cama de cartón bajo el brazo o la historia de esa chica de pueblo desaparecida, el hecho va mutando, así como la idea que se tenía de su rostro y silueta.

El poemario nos transporta a ciudades y voces que se superponen, Ashbery, Carver, José Revueltas, cruces inesperados entre las ciudades del norte sitiadas por el desierto de Atacama y grandes capitales, Tom Petty la lluvia en Santiago y Malibú.

El autor no sólo se embarca en la tarea de realizar una enumeración y tomar hechos que aglutina, como quien recorre una bodega o archivo y va rescatando de las estanterías y cajones las piezas que le interesan. Cada momento del poemario está dotado de simbolismos y profundas redes que nos permiten como lectores ir tranzando un recorrido, una especie de viaje y repaso por nuestro propio inventario de recuerdos.

El poeta actúa como un coleccionista, entregado al gesto de recuperar el valor y saber de elementos inclasificables o que podrían resultar de poca importancia, vistos dentro de la gran tradición y la concepción clásica de belleza, lo poetizable.

Pienso en Walter Benjamin cuando nos habla del niño desordenado y asimilo esa descripción a la actitud que tiene Munita en estos poemas. Su gesto poético frente a la memoria:

Cada piedra que encuentra, cada flor que recoge, cada mariposa que atrapa es el comienzo de una colección, y ello a pesar de que todas sus propiedades forman para él una sola. Esa pasión nos muestra en él su rostro, esa mirada india tan severa que en anticuarios, investigadores y bibliómanos ya sólo arde sin lustre. En cuanto empieza a vivir, el niño se convierte en un gran cazador. Caza los espíritus, cuya huella rastrea entre las cosas.

No es de extrañar que en los primeros momentos del libro circulen actrices del porno y personajes de cintas de acción de los ochenta. La alegoría como estrategia me permite explicar la forma en que Munita aborda el pasado, realiza acción crítica en el presente y mantiene una actitud porvenirista, capaz de proyectar nuevos significados, imágenes que todavía nos pueden sorprender, conmover y permiten repensar el futuro.

Quiero relacionar esto con la cita inicial que el autor toma de Bioy Casares y que sirve como una especie de mantra, más bien un decálogo de escritura, una guía en la oscuridad y que sirve para sortear la vida en torno a un gremio viciado, con prácticas que terminan ensuciando el arte de crear con la palabra, debido a meros juegos que alimentan el ego y una escena o campo cultural en franca degradación.

Pensemos la parte final del texto que nos comunica el autor de La invención de Morel: «Lo que sí me gustaba era la literatura; sentía que ésa era mi patria y que yo quería participar de su mundo», ahora liguemos ese sentir con el poema que expone la tarea de escribir como un entrenamiento realizado en condiciones precarias. Las imágenes de Rocky I corriendo por los muelles de Filadelfia y su práctica de golpes en el frigorífico, generan un espejo o doble que nos remite a la idea de ser poeta en un país centralista y repleto de cofradías caníbales:

el microbús era caro para un boxeador de la palabra,

aun cuando ya estaba todo abandonado,

imaginaba que un día

en la cima más arcillosa de la ciudad,

erigirían una estatua con mi rostro.

El poeta ama la literatura como el púgil ama el ring y quiere habitar esa patria, quiere ser parte de ese mundo y sueña con triunfar en la lejanía del sitio eriazo, una ciudad que luego en otro poema dibujará como una especie de efigie del abandono y la improvisación, un retrato de todas las pequeñas ciudades al margen de América, con sus astros locales, artistas mendicantes y locos ilustres:

La ciudad donde nací, es un relato largo

que se repite en otras ciudades;

la ciudad donde nací

tiene importancia

porque se parece a otra.

Los cinco poemas dedicados a Rocky son una manera que tiene el autor de interrogar su propia experiencia con la poesía y comunicar al lector diversas emociones: esperanza, entrega y en un movimiento metatextual, los golpes y el entrenamiento simulan formas de escritura: “swing/jab/ uppercut/ directo/ hook. / Corría todos los días hasta la universidad, / el microbús era caro para un boxeador de la palabra”.

Debo destacar que esta serie de poemas terminan con una escena patética que nos vuelve a poner de cara con en el espacio provincial, la pequeña plaza, el mercado y las cuatro calles céntricas rodeadas de cerros. Volviendo al filme de Stallone, es como si la pelea de Balboa y Creed jamás se hubiera orquestado y el semental italiano continuara siendo un cobrador de deudas de poca monta y peleador de noche, en antros de mala muerte, enfrentando a retadores de cuarta:

Al final de todas las cosas,

no somos más

que el loquito del pueblo,

ese que baila

en medio de las plazas de provincia y

la gente ríe, tirando unas monedas.

La historia que esos poemas conforman muestra en el poeta un afán redentor del fragmento. Lo detrítico nos permite reconstruir una imagen no sólo de la poesía, sino de la vida en los márgenes y sobre todo de los relegados, los extraños, los pobres como ratas.

Frente a ese joven veterano, que haciendo dedo quería llegar a casa, antes de toparse con la brutalidad policial se erige otra figura que desafía a la muerte, ubicada entre los injustamente olvidados y puestos fuera del foco central, el autor rescata la imagen en sepia de la Nelly, su memoria y tesón. La escritura de inventario demuestra que para Víctor Munita la poesía no es sólo un arte que le permite artificialmente reconstruir la memoria e indagar en sus espacios más recónditos, sino un espacio que habita, una patria que puede decir ha abrazado voluntariamente y que le permite desafiar con brío, la patria asignada: “un lugar donde sobrevivir / un lugar donde enterrar a otro”.

 

Daniel Rojas Pachas (Lima, Perú, 1983). Escritor y editor chileno-peruano, dirige el sello editorial Cinosargo. Ha publicado los poemarios Gramma, Carne, Soma, Cristo barroco y Allá fuera está ese lugar que le dio forma a mi habla, y las novelas RandomVideo killed the radio star y Rancor. Sus textos están incluidos en varias antologías –textuales y virtuales– de poesía, ensayo y narrativa chilena y latinoamericana. Más información en su weblog.

 

«Inventario», de Víctor Munita Fritis (Mago Editores, 2019)

 

 

Daniel Rojas Pachas

 

 

Crédito de la imagen destacada: Mago Editores.