«It» (Eso): Poesía y violencia adolescencial, en una Norteamérica atávica

La obra, calificada en el género de terror, y basada en la novela de Stephen King, hace una nueva visita audiovisual a este clásico literario de los ’80, recordando con éxito el ambiente de esa década, además de rememorar esa cara de Tim Curry en la miniserie televisiva de 1990 -que aún alimenta nuestras pesadillas- y cuyo alimento son los niños víctimas del payaso asesino.

Por Cristián Garay Vera

Publicado el 10.09.2017

Los temores y los secretos más oscuros están en la nueva versión de «It» («Eso», 2017), dirigida por el realizador argentino Andrés Muschietti (1973), y con la notable actuación de B. Skarsgard como el payaso Pennywise y de Finn Wolfhard, de héroe a su pesar. La obra, calificada en el género de terror, y basada en la novela homónima de Stephen King, hace una nueva visita de un clásico literario de los ’80, recordando con éxito el ambiente de esa década, además de rememorar esa cara de Tim Curry en 1990 -que aún alimenta nuestras pesadillas- y cuyo alimento son los niños víctimas del payaso asesino. La verdad es que esa imagen icónica también alimentó mi terror por una puerta o ruidos o figuras que yo y mi hermano creíamos ver en nuestra antigua casa, grande, fría y vieja.

Estamos ante una estupenda versión cinematográfica de la miniserie televisiva de los ’90. Sobria, pero emblemática (el globo rojo) la película se nutre del terror pre adolescente, donde un grupo de niños (además de Wolfhard, Jaeden Lieberher, Jeremy Ray Taylor, Sophia Lillis, Wyatt Oleff, Chosen Jacobs, Jack Dylan Grazer y Nicholas Hamilton), aún de pantalón corto (¡todavía!), y cuya experiencia no se conecta jamás con los hechos que suceden en el mundo de los adultos, salvo en colgar los avisos de niños perdidos. El grupo, la indestructible unidad de la manada, es la única llave para romper el sortilegio que cubre cada veintisiete años a un tranquilo pueblo de los Estados Unidos, llamado Derry, pero en realidad situado en jamás-se-sabe-dónde.

Esa Norteamérica atávica, de competencias, de secundarias malvadas, de envidias entre adolescentes y abusos a los pre adolescentes. En este decorado donde las cosas verdaderamente graves, el abuso de un padre contra su hija, las relaciones de poder entre un padre y un hijo cuya maldad se adivina, no se mencionan ni se conectan con las cosas reales salvo cuando algunas veces la autoridad frena el bullying de los patanes del pueblo. Los padres, por otro lado, forman una galería monstruosa entre los que reinan la intolerancia y la agresión.

La investigación de un niño acerca de un desastre y de la continuación de desapariciones de niños, la más alta del país dice el gordito Ben Hanscom (Taylor), es el marco para que el protagonista, lo más imperfecto y más preadolescente que hay, recuerde la desaparición de su hermano un día de lluvia y conduzca al grupo a una aventura peligrosa.

Mientras las ausencias forzadas siguen, el hoyo negro abierto por los niños y Bervely (notable Sophia Lillis, un bálsamo entre tanta conversación “masculina”) sigue su propia lógica, donde el payaso los acecha a cada cual y luego en grupo. Lo que da el tono del largometraje, es que los desastres que tienen manifestaciones físicas, no son vistos ni percibidos por los adultos, los que nunca interactúan, salvo para detener el proceso, que en los niños es de extrema gravedad.

Pero afuera las cosas son aún peores. Hay chicos que forman una pandilla potencialmente asesina, unas chicas que persiguen a Bervely, la misma que es abusada por el padre y que lasciva coquetea con un vendedor. Es la niña que se integra al grupo de los perdedores, que son al fin y al cabo los niños más nerd que hubo posibilidad de recoger: un gordito, un negro, un judío, un hablador compulsivo, etcétera, y que, a pesar de su pre-sexualidad, así la vamos a llamar, suscitan comentarios malignos acerca de su conducta. Es decir, un elenco escaso de glamour, pero dotados de una nobleza y unidad que solo se puede dar en esa etapa de la vida, cuando las realidades que vienen (sexo y poder) aplastan la inocencia. Y es justo aquí, donde la inocencia hace su agosto, es que los terrores acerca de un subterráneo, una calle oscura, o una puerta ruinosa pueden hacer el sentido de los temores anidados.

¿Qué es lo monstruoso aquí? ¿El payaso asesino que succiona niños con pasmosa regularidad, los abusos de padre a hija, los inicios de una actividad criminal de un grupo de muchachos que se ven más grandes que el resto? Para las mentes de los protagonistas resolver su propio miedo es también enfrentar los abusos del payaso omnipresente. La solución, muy preadolescente, deja el nudo abierto, pero para eso hay que pasar por aquello de “eso no se hace”, “yo no haría eso”, y finalmente nuestro inconsciente jamás sería capaz de enfrentar al payaso asesino de nuevo, lo que demuestra que nuestros traumas juveniles no nos abandonan.

 

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