«La nieta del señor Linh», de Phillippe Claudel: Una exclamación por la humanidad perdida

Este título del escritor y cineasta francés es una de esas novelas que conmueven y estremecen. Que se introducen en el lector y que emocionan, que nos hace descubrir nuestro propio interior concomitante con la crueldad del desarraigo y la invariable necesidad de creer en la bondad, a pesar de todo.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 18.5.2019

“Los únicos que corren son los niños, pero ellos corren de otro modo, corren riendo”.
(Página 38)

Se puede narrar con maestría con apenas tres personajes. Y ni siquiera eso, porque la esencia de esta novela maravillosa se nutre del deambular del abuelo, el Sr. Linh, con su nieta, San Diu a cuestas, en tanto surge como un hado de otro mundo, un individuo atípico, el Sr. Bark, quien se convertirá en el único referente humano para el anciano que recorre un mundo insólito, premunido de un amor entrañable por el ser que debe preservar: su nieta.

Aherrojado desde su país de origen, cuya guerra es apenas un hecho anecdótico y paradójicamente, terrible, el Sr. Linh sube a un barco, cruza el océano y llega a una tierra desconocida, tal vez, un país europeo. El destino, al fin y al cabo, es otro pretexto para describir la soledad y el destierro, pero sobre todo, la necesidad de no sucumbir por las circunstancias adversas de un idioma inentendible, por costumbres que no asimila y por la indiferencia y el desprecio ambiental institucionalizado. Allí asumirá su condición de refugiado y la nieta será el brazo extendido de su cuerpo cansado, envejecido, que sólo revivirá por y para ella.

Pocas veces puede asistirse a una historia tan simple en su estructura y tan desgarradoramente profunda en su contenido íntimo y simbólico.  La nieta es una suerte de vínculo genético con su pasado, la nutriente que lo mantiene asido a la nueva vida como si el paso del Sr. Linh con la criatura entre sus brazos no tuviera sino ese único y determinante objetivo: ser quien la salvaguarde de la deshumanización general y del  sinsentido de una guerra estúpida -como son todas las guerras- erigiéndola como un tesoro inapreciable que debe sobrevivir en esa selva material que los hombres han denominado eufemísticamente con el concepto de ciudad.

El medio es asfixiante, los propios congéneres que con él llegaron a ese país ajeno lo miran como alguien inservible, un anciano que es más un estorbo que una necesidad. Sin embargo, por sus propias tradiciones ancestrales, ocasionalmente lo cuidan y alimentan, hasta que las autoridades locales lo internan en un asilo donde habrá de transitar entremedio de otros individuos, tanto o más solitarios que él.

Todo el relato es una exclamación soterrada por una humanidad perdida, por el espacio lejano, por las imágenes de infancia y madurez que lo formaron y que su memoria persiste en rescatar. La nieta es el vaso comunicante con ese pasado, con su sangre, con el dolor de la muerte de sus hijos, con el paraíso que la guerra desechó para siempre.

Y en medio del asfixiante sitio que le ha tocado como refugio, desconcertado en calles que parecieran trasladarlo hacia ninguna parte, surge la figura arrebatadoramente fantasmal del Sr. Bark, un espécimen difuso al principio, y reveladoramente hospitalario después. Por él el destino del Sr. Linh y el de su nieta recobran su sentido. Es el Sr. Bark quien le infunde el calor de una sonrisa extranjera que deja de serlo por el simple expediente de colocar un brazo sobre su hombro.

Y  entonces el anciano siente que su nexo con ese territorio contiene la esperanza, ya no solo de la nieta que lo mantiene vivo, sino de aquella mano grande y tibia que lo sacude con un afecto que brota de la dignidad, para creer de nuevo en el mañana, porque San Diu –su nieta- es ese mañana.

No sólo es una alegoría del exilio, de la soledad, del tiempo envejecido, sino también y principalmente, de una arrojo ilimitado, valiente, por mantener a salvo la propia identidad y su descendencia, expresadas de manera insuperable en una nieta que revitaliza su alma y la del Sr. Bark.

La nieta del señor Linh (La Petite Fille de Monsieur Linh, 2005) es una de esas novelas que conmueven y estremecen. Que se introducen en el lector y que emocionan; que nos hace descubrir nuestro propio interior concomitante con la crueldad del desarraigo y la invariable necesidad de creer en la bondad humana, a pesar de todo.

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los ’80 nacido en la zona austral de Magallanes. De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

«La nieta del señor Linh» (2005 en el original francés), de Philippe Claudel

 

 

Juan Mihovilovich

 

 

Imagen destacada: El escritor y cineasta francés Philippe Claudel.