“Los pájaros”: Alfred Hitchcock y una lección de ecología

No hay fin para esta historia: la Tierra -como planeta vivo y auto organizado- puede optar por eliminarnos de sus cálculos. Los ecosistemas exploran alternativas y si sucede que la estrategia de la autoconsciencia trae más problemas que soluciones -y hasta ahora parece ser así-, el mismo ecosistema buscará retroceder sobre sus pasos: el argumento de la escritora inglesa Daphne du Maurier y de su compatriota, el cineasta Hitchcock, nos deja esa enseñanza.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 23.8.2018

 

Un poco de biología

Hay en el Universo dos grandes tendencias: una constructiva y otra degradativa, desintegradora. Así, por ejemplo, un ser vivo se simplifica hasta quedar reducido a una célula, y esa célula, unida a otra análoga, comienza a complejarse hasta dar un organismo completo, de quien se espera reproduzca el proceso. Éste es sólo un ejemplo de la coexistencia -muchas veces en simultáneo- que acompaña a toda la materia del Universo.

De esta forma es que podemos entender la complejidad de lo existente: una combinación de estos dos procesos que se dan en diferentes niveles y al mismo tiempo y que la ciencia trata de desarticular para establecer leyes que reflejen la identificación por parte del Hombre de algunos de estos desarrollos de complejidad y simplicidad entrelazados hasta lo imposible de concebir. Tomemos un hilo de estos procesos, que si bien traicionará la complejidad efectiva de lo existente, nos permitirá acercarnos fugazmente a nuestro intento de explicación.

De una estrella -un joven sol- se desprende materia y energía… mucha energía. Demasiada: la materia está muy alterada por tanta energía… pero, lejos ya del sol y orbitando a su alrededor, la materia tiene la posibilidad de ir complejizándose a medida que va cediendo energía al vacío por el que viaja. Finalmente, esa materia disgregada por tanto calor termina en forma de un planeta cada vez más frío.

Al principio se trataba de una masa indefinida, equivalente, pero a medida que la energía disminuye, esta masa comienza un proceso de adaptación a su cambio energético y -seguramente- también su cambio químico a partir de las rocas que se le van agregando o desprendiendo de aquel enredo de piedras que era el naciente Sistema Solar… la cuestión es que el planeta pudo complejizarse hasta adquirir su actual estructura de estratificación: un núcleo denso y pesado; materiales cada vez más livianos hasta que comienza a hacer su aparición el agua y finalmente, una mezcla de gases que hoy nos resultarían del todo tóxicos y que conformarían su capa más externa o atmósfera.

Un buen día, a este planeta más o menos estabilizado, le sucedió algo que nunca le había pasado: en algunas partes su materia se complejizó hasta el punto de dar una versión auto replicante de sí misma. Esta materia, al aparecer en escena con su nuevo nivel de complejidad, obligó al planeta a adaptarse a este cambio tan intenso sufrido en sus componentes. En efecto: parte de su materia comenzó a vivir. Ya no se trataba de un mundo de cambios en la inercia de cristales: ahora comenzaron a ocurrir nuevos tipos de fenómenos que obligaron a ese planeta reducido otrora a una mezcla indiferenciada, a una combinación cada vez más intrincada de materia y energía. Se alcanzaron millones de años de estabilidad con esta nueva forma de materia: el planeta parecía tranquilizado y estable de nuevo. Pero el proceso de complejización proseguía y la materia que sólo vivía también comenzó a reaccionar internamente en forma activa… nacían así los primeros animales.

La Tierra debía adaptarse a la nueva situación de su materia. Uno de estos cambios resultó ser el oxígeno: una sustancia altamente corrosiva como desperdicio de la fotosíntesis y un gas destinado a corroer de manera controlada a la materia -lo que llamamos ahora metabolismo- como llave para el funcionamiento en agua y atmósfera de los animales y nuevas plantas. Así la Tierra pasó a cambiar la composición físico-química de su materia para adaptarse a la nueva situación. Hoy no hay proceso geofísico del planeta que no sea biogeofísico. Hasta ahí íbamos bien: el mundo se había vuelto a adaptar a los nuevos cambios: ahora, a la presencia de vida compleja vegetal y animal. La tierra pasaba de sólo vivir, a vivir y a sentirse. En efecto: un animal es una porción de planeta que le permite al planeta a sentirse, es decir: a verse, olerse, saborearse, escucharse y palparse a sí mismo. La Tierra se va, ahora, sintiendo, conociendo, a sí misma. Pero este tipo de relación ecológica -el conocimiento- alcanzaría un grado mayor aún de complejidad: el autoconocimiento. Por supuesto, nos estamos refiriendo a la aparición en el escenario ecológico del planeta de un nuevo e inesperado actor: el Hombre.

Así como la Tierra se tuvo que adaptar a tener vida primero y a la dinámica de la vida sensible después, ahora tiene que adaptarse a esta nueva condición: su materia, en forma de seres humanos, vive, siente y se reconoce… y es en esta etapa de la evolución , del desarrollo, del planeta Tierra, en la que nos encontramos ahora. Resulta evidente, entonces, que lo que entendemos como nuestros desajustes ambientales no son más que el resultado de una incompleta adaptación del planeta a su nueva condición autoconsciente, la cual le permite modificar sus flujos de materia y energía (la cultura tecnológica humana) de una manera nunca antes vista en la organización de la Tierra…

Y es a esta etapa de transición ecológica a la que apuntó el tan inglés y aplomado Alfred Hitchcock en su película de 1963 The birds o, en español: Los pájaros. La gran pregunta de la película podría ser la siguiente: ¿puede el  Hombre sentirse dueño de la evolución del planeta que lo trajo a él a la existencia?… o en esta otra versión, más nítida aún: ¿Podemos apropiarnos de lo que somos? Daphne Du Maurier dio una respuesta, y esta respuesta sería negativa. Hitchcock tomó la posta.

 

La actriz Tippi Hedren en «The Birds» (1963), de Alfred Hitchcock

 

Los pájaros

La autora londinense Du Maurier había escrito esta historia de los pájaros tomando como base un incidente del 28 de agosto de 1951, publicado en el Santa Cruz Sentinel de California, según el cual, en la Bahía de Monterrey, a eso de las tres de la madrugada “una lluvia de aves (en inglés, ave y pájaro se dicen de la misma forma, aunque no todas las aves sean pájaros) se precipitó sobre los tejados de las casas despertando a la población” la que, ante la ofensiva de gaviotas, salió corriendo de sus viviendas y se defendió con improvisadas antorchas de fuego. Por la mañana, “los habitantes de la ciudad se encontraron con las calles cubiertas de los animales ya muertos…”.

El misterio de este ataque terminó cuando se supo que se trató de una intoxicación con ácido domoico -un neurotóxico presente en algas-… pero el arte no se nutre ni del conocimiento ni de la ignorancia, sino del misterio, así que -por fortuna- el misterio no sólo acompañó a miss Du Maurier, sino también a Sir Alfred Hitchcock y así nació esta belleza cristalina de Los pájaros… un cristal sumido en la tiniebla del miedo, aunque cristal al fin.

El filme comienza con un mundo ordenado, tanto dentro como fuera del filme: la bella Melanie Daniels (Tippi Hedren) que va a una tienda de mascotas (para el orden interno del film); Hitchcock que hace su cameo saliendo de la tienda con una pareja de perros (para calma de sus espectadores, por fuera) y comienza lo que enseguida nos damos cuenta que es el comienzo del “macguffin” del film: esa historia sin mayor relevancia que sirve para desencadenar la historia central y cuyo nombre inventó el propio Hitchcock. En efecto: la dependiente del comercio, la señora MacGruder (Ruth McDevitt), se ausenta brevemente, dejando a Melanie sola y en eso entra Mitch Brenner (el australiano Rod Taylor). El abogado Mitch le hace creer que no la conoce (la había recordado de un viejo litigio) y que la toma por la que atiende el local y le pide un par de loritos agapornis que no había en el negocio. Melanie queda flechada por el abogado y haciendo averiguaciones lo localiza en Bodega Bay. Viaja con una pareja de loritos para darle una sorpresa a Mitch en Bodega Bay. Una de las características de los agapornis (de ágape: reunidos, ornis: pájaro) es la de formar parejas estables, cosa muy frecuente entre esta clase de aves. Sobreviene un pequeño toque de humor con los agapornis sufriendo en pareja la fuerza de la inercia mientras el auto de Melanie se acerca a su destino tomando las curvas del camino a alta velocidad. En Bodega Bay, Melanie conoce el ambiente social en el que se desenvuelve Mitch.

Todo iba bien hasta que de regreso en el muelle de Bodega Bay recibe el inesperado ataque de una gaviota que la lastima y conmociona. Así comienza la escalada de los inexplicables ataques. Y Hitchcock no quiere explicarlo. Se trata de un ajuste de la realidad que sucede más allá de la comprensión humana: sucede y hay que enfrentar los cambios que la Naturaleza dispone…

La cuestión es que se suceden los ataques cada vez con mayor intensidad. Pequeños toques simbólicos tanto en lo formal como en el contenido van ayudando a invertir el mundo en la película, donde los sueltos son los pájaros y las personas, las atrapadas en sus jaulas: sean casas o cabinas de teléfono… o los niños que cantan encerrados en la escuela su monótona canción, mientras afuera se construye un ataque de cuervos con precisión de relojería en una de las más emocionantes escenas del filme. El contrapicado en las tomas, por su lado, traslada el miedo a las alturas, a los cielo rasos, a los tejados, al cielo mismo… hasta a Dios, cuando la increpan a Melanie como que fue ella la que trajo la desgracia al pueblo en obvia sintonía con la idea bíblica de que fue la mujer la que trajo la muerte al mundo.

 

La actriz Tippi Hedren en una escena de «The Birds» (1963)

 

Tras Psycho de 1960 y el gran éxito comercial y artístico de aquella película, Hitchcock debía superarse a sí mismo si quería volver a sus cauces normales artísticos, y uno de los elementos a los que apeló para ello fue al sonido. Para el creador británico, el sonido,  como efecto de sonido o música podía contribuir -bien manejado, por supuesto- al develar los contenidos subconscientes -inefables- de una escena o una toma. En Los pájaros la ausencia de música incidental lleva a Hitchcock a tomar diametral distancia de Psycho, que estaba construida en gran medida sobre la música: el riesgo era enorme, pero la elección fue más que correcta. De hecho, una de las escenas más conmocionantes de Los pájaros hundida en el más profundo silencio, es cuando el personaje de Jessica Tandy, Lydia Brenner, la madre de Mitch, entra a la casa de un amigo y descubre el ataque que allí había ocurrido. Como en otros momentos de la cinta, todo se va construyendo pieza a pieza: la primera señal: las tazas rotas… pero con el leve y siniestro toque de que se trataba de las tazas que colgaban de un armario por las asas: el enemigo está en el aire. Las demás señales se van encadenando: los destrozos, las plumas, la sangre y finalmente el cadáver del viejo. El acercamiento a su cuerpo se hace en tres close ups sucesivos hacia la cara, cosa que en cualquier otra película hubieran merecido impactos sonoros redundantes para aumentar la tensión de lo visto, pero que aquí se realizan en un completo y osado silencio. En relación a este silencio estructural centrado en las cuencas vacías de los ojos del viejo, la madre de Mitch huye despavorida de la escena tratando de gritar pero sin poder hacerlo: ahora es el turno de las aves. Sus gritos -generados electrónicamente- dominan el espacio visual, entrando por la chimenea de la casa, persiguiendo a la gente, anunciando su presencia sobre los techos, atacando dentro de automóviles…

En la espectacular escena de la estación de servicio volvemos a este armado de la violencia a mosaicos de acción progresiva, en donde por primera vez se presenta cierta idea de “planificación” o estructura bélica por parte de las aves: cuando todo parece haber llegado al culmen, una toma de gran profundidad de campo se comienza a cargar de gaviotas que ven el fruto de su ataque con un sordo rumor del fuego allá abajo, donde habita “el enemigo”. Esta escena culmina en el mencionado reclamo de una de las mujeres asustadas y refugiadas que increpan a Melanie por haber coincidido su llegada con el cambio en el comportamiento de las aves… pero esta larga escena posee, además, un bello agregado: durante el desarrollo del incendio, cuatro tomas sucesivas de Melanie inmovilizada en el espanto, recuerdan al viejo cine de montaje y, específicamente, a la secuencia de las estatuas de los leones en El acorazado Potemkin -de 1925- de S. Eisenstein. Un toque magistral.

Llegamos finalmente, al momento del ataque terminal que sufre Melanie cuando, escuchando ruidos en el ático de la casa donde se refugiaban, se ve sorprendida por las aves que habían invadido el lugar: picos, plumas, sangre, alas y graznidos, mientras la bella, joven y civilizada mujer -y rubia, para solaz del por todos reconocido fetichismo sexual de Hitchcock– había quedado convertida en una frágil criatura de dolor y sangre… el mundo se había invertido por fin: las aves -la Naturaleza- ya no formaban parte del dominio del Hombre… o, más específicamente, el Hombre descubre que nunca había controlado a la Naturaleza.

A nuestra pregunta inicial acerca de si puede el Hombre ser dueño de aquello que es, el final de Los pájaros nos dice que no… más allá del absurdo que revela la pregunta, cabe reflexionar si no estamos viviendo una situación sin salida mientras queremos imponer nuestra visión del mundo a toda costa, a cualquier precio ambiental. Cuando Mitch apoya la mano en una baranda y un cuervo se le pica como diciéndole, simplemente, “esto es mío ahora”, nos damos cuenta de que habíamos llegado al final de esta historia y que se abría una historia nueva protagonizada por las aves… y que por eso el film no termina con el clásico The End mientras el auto se aleja, tímidamente, entre las aves y sus graznidos que, desde ahora, controlarán el paisaje. No hay fin para esta historia: la Tierra -como planeta vivo y auto organizado- puede optar por eliminarnos de sus cálculos… Los ecosistemas exploran alternativas y si sucede que la estrategia de la autoconsciencia trae más problemas que soluciones -y hasta ahora parece ser así-, el mismo ecosistema buscará retroceder sobre sus pasos… la historia de Du Maurier y Hitchcock nos deja esa enseñanza.

Hitchcock propone, sin embargo, una salida argumental: los agapornis, que en inglés suelen ser conocidos como “love birds” o “pájaros amantes”, permanecen al margen de toda violencia de parte de sus congéneres e, incluso, son rescatados para alejarse junto al grupo en el auto conducido por Mitch cuando la hegemonía de los pájaros quedó instalada… Quizás -parece querer decirnos Hitchcock– la salida esté en quedarse emplazados en la liberadora jaula del amor… la única fuerza del Universo que no enfrenta procesos degradativos, sólo constructivos… sería cuestión de probar, antes de que la Naturaleza tome una decisión definitiva que no nos vaya a gustar del todo…

 

 

 

Tippi Hedren y Alfred Hitchcock al promocionar «The Birds», previo a su estreno

 

 

Tráiler:

 

 

El poeta y pensador argentino Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban. La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”

Actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.