«Mi último suspiro», las memorias de Luis Buñuel: El escándalo ya no existe

Este título reeditado por el sello Taurus —de Penguin Random House— es un libro magnífico y el cual aborda diferentes temáticas humanas como la muerte, la guerra, la política, el arte o la religión, desde un punto de vista irónico, profundo y muy divertido, los que permiten entender mejor la mente de uno de los directores de cine más respetados de la historia.

Por Mauricio Embry

Publicado el 1.6.2020

Es él. Ha regresado. Reconozco esos ojos saltones, su bigote recortado que parece solo una sombra proyectada sobre su labio superior y aquellas ojeras que ya en vida le llegaban hasta los cachetes y que la muerte ha expandido al nivel de la comisura de los labios. Lo veo caminando entre unas calles casi vacías, con unos diarios bajo el brazo y observando con atención a los pocos transeúntes que pasan por su lado. Todos llevan mascarilla y lo miran con reproche cuando se dan cuenta que él no tiene puesta ninguna. Al llegar a un parque, se sienta en una banca junto a unos juegos que la última vez que visitó estaban llenos de niños gritando y en los que hoy solo revolotean unas palomas buscando unas migajas de pan inexistentes. Enciende un cigarro y hojea los diarios página por página. Sonríe y dice: “Lo sabía”.

 

Una España surrealista

Al final de Mi último suspiro (1982), el libro de memorias de Luis Buñuel (1900 – 1983) que ha sido reeditado por el sello Taurus, de Penguin Random House, con motivo del trigésimo aniversario de su primera edición francesa y española, el cineasta expresó su deseo de, una vez muerto, volver al mundo de los vivos cada diez años para leer en los periódicos los desastres del mundo antes de volverse a dormir. En el mismo libro, había hecho mención en dos ocasiones a la idea que le rondaba sobre un desastre natural que afectara a gran parte de la población.

Por supuesto, no tenía cómo saber el efecto que sus palabras tendrían en un lector del año 2020 (murió en 1983), pero, quizás su mirada surrealista que nunca lo abandonó, le diera poderes psíquicos, quién sabe. Lo único claro es que sientes que un hielo te pasa por la espalda cuando, confinado y viendo por televisión cómo aumentan los contagios y los muertos, la pobreza y el desempleo; de pronto lees desde el mundo de los muertos la siguiente frase: “(…) sueño a menudo en una catástrofe planetaria que elimine dos mil millones de habitantes, aunque estuviera yo entre ellos. Y añado que esa catástrofe no tendría sentido ni valor a mis ojos más que si procediera de una fuerza natural, terremoto, epidemia desconocida, virus devastador e invencible. (…)”. Un acto surrealista sin duda. Tal vez, el más surrealista de todos: el de un cineasta zombi.

Y es que, con todo lo que está pasando, pareciera que el surrealismo está más vigente que nunca. De un día para otro, la vida ha comenzado a teñirse de toques oníricos, los bordes de las cosas se derriten, el aire se hace pesado y nos encontramos obligados a respirar nuestro propio aliento al interior de mascarillas, un aliento tan familiar como detestable que tal vez incluso nos haga evocar con nostalgia el smog de antaño, como si se tratara del perfume de una flor o la brisa marina.

El olor a alcohol gel y a Lysoform han reemplazado el aroma de la madera y el pan tostado con mantequilla y, casi como salidos directamente de El ángel exterminador (1962), dirigida por el propio Buñuel, ninguno de nosotros, aunque quiera, puede salir de su casa en la que, justo como en esa película, cada día nos vamos volviendo más y más salvajes y desesperados. Es cierto que allí el motivo por el que los invitados a la fiesta no pueden salir no se comprende, es invisible y absurdo, pero, ¿no resulta acaso este virus que nos afecta también incomprensible, invisible y absurdo?

Bueno, olvidémonos por ahora de la contingencia y concentrémonos en el libro. Reconociéndose Buñuel a sí mismo como una persona que no es de letras, la escritura propiamente tal la realizó Jean-Claude Carrière, un actor y guionista con quien el cineasta español trabajó en seis películas, entre las que se encuentran La vía láctea (1969), El discreto encanto de la burguesía (1972), El fantasma de la libertad (1974) y Ese oscuro objeto del deseo (1977). Buñuel hablaba y Carrière anotaba fielmente sus memorias durante largos períodos de tiempo en diversas entrevistas llevadas cabo durante los intervalos de las filmaciones.

Es así como podemos conocer varias anécdotas de la infancia de Buñuel en Zaragoza y Calanda, la extrema religiosidad del pueblo español de la época e incluso nos enteramos de una pequeña aventura, casi iniciática, que vivieron Buñuel, sus hermanos y algunos primos cuando se escaparon a un pueblo vecino a Calanda llamado Foz. Allí tomaron vino y recorrieron un cementerio, donde se vieron en problemas para rescatar a una las hermanas cuya cabeza se quedó atorada en una abertura de una tumba.

Al regresar, los murciélagos revoloteaban a su alrededor y uno de los niños se quejó de hambre, situación ante la cual el propio Buñuel se ofreció a ser comido. Lo interesante es que esta historia está contada por la hermana del cineasta, Conchita, reproduciendo lo que ella dijo en una revista, refrescando con ello la narración y permitiendo, casi como si fuera una novela de más de una voz, escuchar la perspectiva de otro personaje distinto del protagonista. Esto se repite también cuando Conchita nos narra las anécdotas y costumbres de Buñuel durante el rodaje de la película Viridiana (1961).

En el libro vemos, además, los años que Buñuel pasó en una residencia de estudiantes en Madrid, donde conoció a García Lorca y Dalí, así como, posteriormente, el ingreso del cineasta al movimiento surrealista en París. Esto nos permite adentrarnos en los procesos creativos de estos artistas y, particularmente, en la escritura que hicieron Buñuel y Dalí del guion de Un perro andaluz (1929), en el que, a partir de dos sueños que habían tenido por separado —por el lado de Buñuel acerca de una nube atravesando la luna al mismo momento en que una cuchilla de afeitar hendía un ojo y, por el de Dalí, una mano llena de hormigas—, crearon una de las obras más reconocidas de la cinematografía del siglo XX.

 

Federico García Lorca, un amigo

Muy interesante resulta también la relación de Buñuel con García Lorca, de quien el cineasta señala que la verdadera obra maestra era él mismo, por su pasión, alegría y juventud. “Era una llama”,  nos dice Buñuel, explicando en varias páginas del libro cómo lo enriquecían las largas conversaciones que tenía con él. Vemos además el amor por el escándalo que existía en el grupo surrealista y entendemos que una de sus características estaba dada precisamente por cómo atacaban las normas establecidas, principalmente las cristianas y burguesas (clase social a la que sin duda todos ellos pertenecían).

Un ejemplo de esta actitud la podemos apreciar cuando Buñuel nos cuenta cómo en una cena de navidad en la que también estaba invitado nada menos que Charles Chaplin, molesto por los versos nacionalistas que declamó uno de los asistentes, se lanzó junto a otros dos invitados a destruir el árbol de navidad. Con esto, nos percatamos que ser surrealista era prácticamente un estilo de vida, una verdadera moral anti moralista que seguía a todos lados a sus miembros y por las que incluso podían ser sujeto a proceso de expulsión en caso de quebrantar algunas de las normas, como le pasó al mismo Buñuel cuando quiso publicar el guion de Un perro andaluz en una revista considerada burguesa por el grupo.

Esta ética anti moralista tan estricta, que incluso puede parecer dogmática, la vemos también en otras de las anécdotas del libro, en la que se nos narra cómo André Breton explotó airado con una invitada durante una cena en su casa solo porque llevaba una cruz colgada al cuello, lo que catalogó como una provocación.

Así, este libro es también una oportunidad de acercarnos al surrealismo, y entender mejor lo que significaba ser miembro del movimiento, al ver a través de sus páginas cómo Buñuel, pese a dejar de pertenecer al mismo, toda su vida tuvo una moral surrealista que puede verse reflejada en gran parte de su obra.

Y es ese amor por el escándalo y el afán por romper las normas establecidas, lo que conllevó que muchas de las películas del hoy consagrado director fueran en un comienzo muy mal recibidas por el público, incluso prohibidas en muchos países, como ocurrió con La edad de oro (1930), la cual, años después de su estreno, le llevó a perder un trabajo importante en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, cuando, junto a la publicación de una autobiografía de Dalí (La vida secreta de Salvador Dalí) en la que este catalogaba al cineasta como un ateo (lo que, según el propio Buñuel, era en esa época una acusación más seria incluso que la de ser comunista), se habló nuevamente del polémico filme.

Esto último se volvería aún más doloroso después, ya que al reclamarle a Dalí por la publicación del libro, quien fuera su compañero en el surrealismo y co-autor del guion de Un perro andaluz, solo le respondió que había escrito el libro para hacerse un pedestal a sí mismo, no para hacérselo a Buñuel. Pero a pesar de todas las críticas, el cineasta continuó adelante con su visión sobre el arte, sin importarle los éxitos o premios, manteniéndose siempre fiel a su espíritu creador.

Este es el motivo por el cual el cineasta admira a otros artistas como Jean-Paul Sartre, quien rechazó el Nobel, y le hace repudiar a otros, como al gran escritor Jorge Luis Borges, a quien, según Buñuel, se le notaba que soñaba con ganárselo.

 

La moral elitista del arte

Esta idea sobre el escándalo nos lleva a la antigua, pero muy vigente pregunta sobre la moral en el arte y si es posible que este se encuentre exento de ella o, por el contrario, hay límites que nunca podría traspasar. En estos tiempos asistimos a un momento muy particular en el cual las redes sociales nos permiten a todos opinar, emitir juicios y hacer críticas que antes solo estaban destinadas a una elite intelectual. Esto es positivo en el sentido de que democratiza el arte y permite que tengamos voz personas que en otro tiempo jamás habríamos podido tenerla.

Pero, al mismo tiempo, la enorme cantidad de miradas críticas que se lanzan sobre una obra de arte, sea un libro, una película, una pintura, etcétera, provoca que algunos artistas se vean tentados a agradar a la opinión dominante, evitando decir cualquier cosa indebida que pueda llevarlos a caer en desgracia. Es lo que se conoce como seguir lo “políticamente correcto”.

No es este el lugar para referirme a este concepto, tan ambiguo y manoseado hasta la saciedad en estos tiempos para atacar cualquier postura (siendo así usado por grupos conservadores que buscan teñirse de una suerte de rebeldía impostada contra cualquier aspecto que signifique la inclusión de grupos tradicionalmente discriminados en películas o series, tales como puede ser, por ejemplo, cambiar el género o raza de un personaje en el remake de un filme), pero sin dudas al leer este libro, no es posible dejar de cuestionarse al respecto.

Y es que cuando en estos tiempos se cataloga una obra de “seguir lo políticamente correcto” lo que se está haciendo es negarle o restarle el valor a la misma por el hecho de “venderse” a la moral dominante en un momento dado. ¿Entonces qué?, podría preguntar alguien, ¿Hay que ir en contra de lo “políticamente correcto” para ser más surrealista? No necesariamente. Tampoco parece que exista una respuesta correcta en un ámbito tan subjetivo como el arte.

Sin embargo, no se puede negar que, leyendo cómo Buñuel seguía adelante con su visión sin importarle las críticas, uno se queda con la impresión de que, como le dijo Breton al cineasta español en una parte del libro: “El escándalo ya no existe”. Y es cierto. Parece que le tenemos miedo a la crítica y quizás estamos demasiado imbuidos por un afán de éxito que hasta el tener menos likes de los que esperábamos en una publicación de una foto de Instagram nos desanima. Quienes se dedican al arte no están exentos de esta actitud temerosa, por lo que tal vez debiesen coger un poco del espíritu escandaloso de Buñuel y los surrealistas, lanzándose a los caminos sin el pepe grillo de las opiniones y críticas del gran público.

 

La Guerra Civil Española

En este libro se aborda también uno de los momentos históricos más complejos por los que ha atravesado España, que fue la Guerra Civil, en la que Buñuel tomó un papel importante al trabajar en la embajada de París durante parte importante de ese período, por lo que en sus páginas encontramos anécdotas muy interesantes sobre espionaje, peleas que se daban al interior de un mismo bando (como pasaba entre anarquistas y comunistas, por ejemplo), así como diversas atrocidades que se cometieron en una época convulsa donde el fanatismo estaba a la orden del día.

Es interesante en este sentido el hecho de que Buñuel, pese a ser en un momento muy cercano al Partido Comunista, termina señalando lo siguiente: “Conservé mis simpatías por el Partido Comunista hasta finales de los años cincuenta. Después me fui alejando cada vez más de él. El fanatismo me repugna, donde quiera que lo encuentre. Todas las religiones han hallado la verdad. El marxismo, también. En los años treinta, por ejemplo, los doctrinarios marxistas no soportaban que se hablase del subconsciente, de las tendencias psicológicas profundas del individuo. Todo debía obedecer a los mecanismos socioeconómicos, lo cual me parecía absurdo. Se olvidaba a la mitad del hombre.” Esto da cuenta del espíritu rebelde de Buñuel y su aversión a cualquier tipo de movimiento, sea cual fuere, que se considerara poseedor de una verdad absoluta.

En otro fragmento del libro denominado “A favor y en contra”, Buñuel, de manera muy divertida, hace una suerte de listado de lo que le gusta y lo que no, explicando sus fundamentos. Así, por ejemplo, dice que le gustan los enanos, el frío o leer a Sade y que no le gustan la pedantería y la jerga (señala que casi asesina a un tipo que le contó que hacía clases de “La semiología de la imagen clónica”), las multitudes o la prensa sensacionalista (donde una noticia expulsa a otra y ya no se vuelve nunca a hablar de la primera que en su momento parecía tan importante).

Asimismo, un aspecto que llama la atención es que, pese al hecho de valorar el inconsciente y el componente onírico (lo que se ve reflejado en películas como Un perro andaluz), Buñuel dice que tampoco le gusta el psicoanálisis, considerándola una especialidad reservada solo para una clase social a la que él no pertenece y contando que escuchó que, por ejemplo, si una mujer acomodada echaba mano a un billete en un Banco, el cajero, en lugar de hablarle a la policía, tenía órdenes de llamar directamente al marido para que la llevara al psicoanálisis.

De la misma manera, comenta que detesta a Steinbeck, quien, según Buñuel: “no sería nada sin los cañones estadounidenses”. En el mismo saco mete a otros grandes escritores como Hemingway o Dos Passos, dando a entender que su éxito radica en el hecho de que nacieron en Estados Unidos y concluyendo así que: “Es el poder de un país lo que decide sobre los grandes escritores”. Respecto a la soledad, por su parte, comenta irónico: “amo la soledad, a condición de que un amigo venga a hablarme de ella de vez en cuando”.

 

Dios, el Universo y el azar

También trata Buñuel el tema de Dios, la creación del universo y el azar, comentando, nuevamente con ironía (una ironía muy seria en realidad) que es “ateo gracias a Dios”, criticando el cristianismo, pero a la vez también a la ciencia, a quien cataloga de superficial, analítica y pedante. Si hay algo que prefiere es el misterio, nos dice, todo lo cual puede resumirse en la siguiente frase: “La manía de comprender y, por consiguiente, de empequeñecer, de mediocrizar —toda mi vida me han atosigado con preguntas imbéciles: ¿por qué esto?, ¿por qué aquello?—, es una de las desdichas de nuestra naturaleza. Si fuéramos capaces de devolver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestras vidas, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia”.

Y es esta forma de pensar la que, quizás, tenga directa relación con su genialidad como artista, ya que Buñuel comenta que entre el azar y el misterio él sitúa a la imaginación, que es la libertad total del hombre, señalando al respecto que muchas ideas que tuvo para escenas en películas le parecían a él mismo irracionales a simple vista y, sin embargo, terminaron funcionando sin que ni siquiera él entendiera el por qué. Esto nos lleva a pensar que tal vez la clave para realizar una buena obra sea dejar de pensar tanto y que el artista simplemente acepte lo que le propone la imaginación, así como el misterio que viene con ella.

Podría seguir llenando página tras página hablando de los detalles y anécdotas de las películas que filmó Buñuel que están presentes en el libro o incluso de sus tragos favoritos (a los que el cineasta dedica un capítulo completo), pero creo que es algo que se debe vivir personalmente. Solo puedo decir que Mi último suspiro es un libro magnífico que aborda diferentes temáticas humanas como la muerte, la guerra, la política, el arte o la religión, desde un punto de vista irónico, profundo y muy divertido, que permiten entender mejor la mente de uno de los directores de cine más respetados de la historia.

 

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Mauricio Embry nació en Santiago de Chile el año 1987. Es abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile y escritor. Desde el año 2014 ha participado en distintos talleres literarios, destacando los cursos impartidos por los escritores Jaime Collyer, Patricio Jara y Leony Marcazzolo. En el año 2016, publicó el cuento «Una cena para Enrique», dentro del libro En picada (editorial La Polla Literaria), que agrupó distintos cuentos de los participantes del taller de Leony Marcazzolo. Entre octubre de 2018 y septiembre de 2019 cursó y aprobó el máster en creación literaria, impartido por la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona.

 

«Mi último suspiro», de Luis Buñuel (Taurus, 2019)

 

 

Mauricio Embry

 

 

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