[Novedad] «Tiempos difíciles», de Marc Crépon: Apuntes mudos

La editorial de la Universidad Católica del Maule acaba de lanzar este volumen del filósofo y académico francés (en la imagen destacada) sobre las palabras, el terrorismo, la violencia y las instituciones, y en el cual alcanza un especial relieve su reflexión acerca del rol que tiene el Estado con respecto a la creación de políticas que permitan tanto la libertad como la seguridad públicas, a fin de proteger el porvenir de sus ciudadanos frente a la incertidumbre de la existencia, en esta época de pandemia.

Por Rodrigo Arroyo

Publicado el 9.4.2021

«Hay un silencio muy profundo, no se atreve uno a decir una palabra en ese silencio».
Franz Kafka

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“Si hay algún substituto del amor, es el recuerdo”, escribe Joseph Brodsky, en cierto modo describiendo lo que hay detrás del trabajo que Nadiezhda Mandelstam llevó adelante en sus memorias, y que en estos días podemos entender como un cobijo, ante el confinamiento, la imposibilidad del contacto físico, e inclusive, la de visitar seres queridos.

“Memorizar es restablecer la intimidad”, amplía, confiando, además, a la memoria la supervivencia de ese espacio.

En tal sentido, dicho ejercicio de memoria abre otro horizonte de posibilidades de existencia, surgido fuera de las lógicas ordinarias, porque en la intimidad se mezclan sueños, pasiones y deseo: “la historia —escribe Didi-Huberman— no se cuenta solamente a través de una sucesión de acciones humanas, sino también a través de toda la constelación de las pasiones y de las emociones expresadas por los pueblos”.

 

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Con dos días de diferencia, murió una prima de mi abuelo y su exesposo. Mi abuela, amiga de ella, no podrá ir a un funeral que, no sabremos cómo se llevará a cabo. La rapidez con el que el hospital entregó el cuerpo, un cuerpo en una bolsa, aceleró el proceso de buscar una funeraria y un cupo en los horarios disponibles para llevar a cabo el último rito.

No alcanzo a configurar un pensamiento que dé paso a una palabra, digamos, fuera de las frases habituales, y los recuerdos se apresuran en venir, desordenados, fuera de todo juicio u opinión.

Imágenes que, como es común, traen consigo una suma de historias que, sin este acontecimiento, permanecerían relegadas en la memoria. Historias como esta, y otras de mayor dolor y complejidad, se multiplican en estos días. Horadando el sentido general de la vida, es decir, al que estábamos acostumbrados hasta la llegada de la pandemia.

“Ya no es más posible acompañar a los que están agonizando, decirles ‘adiós’, asistirlos en su último aliento y enterrar a sus muertos. La dolorosa prohibición que ha pesado sobre la organización de ritos funerarios nos recuerda de repente que uno de los pilares del ‘vivir juntos’, que nos une los unos a los otros, desde el nacimiento hasta la muerte, en una misma sociedad, se basa en la promesa del «último camino», escribe Marc Crépon en Tiempos difíciles, dando cuenta de las medidas radicales que hemos debido aceptar, y cuya implementación es, al mismo tiempo, el aviso de lo que podría ocurrir de ahora en adelante.

Lo que nos recuerda el planteamiento de Milton Friedman, expuesto por Naomi Klein en La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre: “actuar con rapidez, para imponer los cambios rápida e irreversiblemente”.

 

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Aunque comprendamos las razones de fondo que llevan al filósofo francés a estar de acuerdo con Agamben cuando este afirma no creer que “una comunidad fundada sobre el distanciamiento social es humana y políticamente vivible”, hay algo que resuena en dicha afirmación.

La pandemia nos ha llevado a repasar, y repensar, muchos aspectos del cotidiano, pues ha puesto —más aún— en evidencia las violencias y desigualdades a las que, al menos en Chile, nos vemos expuestos día a día.

En ese sentido, arriesgo, puede que muchas de estas reflexiones, surjan desde el cotidiano europeo. Por eso, resulta natural sentir un grado de inquietud cada vez que se habla de, volver a la normalidad. Cosa que también oíamos, a propósito del estallido social, es por esto que leemos algo completamente distinto cuando señala: “tenemos necesidad de reapropiarnos de nuestra vida”.

 

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¿Cómo es que se usan las palabras que definen la violencia, el terror?, nos preguntamos, para salir de la respuesta rápida, surgida de las impresiones, suposiciones o de la praxis cotidiana. Si bien, es probable que no desconozcamos —como Crépon— el criterio utilizado, ya sea por gobiernos, periodistas o historiadores, este ejercicio filosófico, estas preguntas, buscan poner en evidencia otro problema: las palabras.

Dicho de otro modo, nuestro nivel de participación en la vida de un barrio, ciudad o país refleja: “que no se sepa en absoluto de qué se habla exactamente”. Por un sinnúmero de factores, resulta más complejo —no lo planteo a modo de excusa sino de observación— hoy en día participar activamente en el país.

¿Qué es el terrorismo?, ¿de qué forma el lenguaje opera, parafraseando al filósofo, reuniendo personas, seducidas por su violencia programada?, ¿qué es la violencia?, ¿podremos comprender, separadamente —así deja entrever Crépon—, los efectos de ella de lo que la origina? La filosofía, nos recuerda: “tiene una palabra para designar la reducción que produce esta fuerza”, la violencia.

 

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El proyecto de un Museo de la Memoria de las Víctimas del Terrorismo es el objeto que lleva a la reflexión de Crépon sobre las palabras, el terrorismo y la violencia; sobre las instituciones. Sobre el rol que tiene el Estado con respecto a la creación de políticas que permitan tanto la libertad como la seguridad, protegiendo así el porvenir de los habitantes.

Al respecto, tres fragmentos del libro —sin ánimo de síntesis—, tres caminos o perspectivas que atraviesan el objeto de estudio del filósofo:

—Usted se convierte, nosotros nos convertimos, por eso mismo, en rehenes de una fuerza indistinguible, que podría resurgir en cualquier momento, de una forma u otra, que no ha renunciado a golpear, cuya maldad está intacta y que, por consiguiente, puede hacer que de un día a otro su vida caiga en el horror.

—Lo que hay que reconocer entonces y saber denunciar es la forma en que los aparatos del Estado (el ejército, la policía, la justicia) no están para reprimir un terror cualquiera, el de sus «opositores», sino para organizarlo.

—Lo que ha reunido a los manifestantes en Hong Kong, Beirut, Santiago de Chile, en los últimos tiempos, en todo el mundo, no es, ciertamente, la voluntad nihilista de «aterrorizar» a la población, hasta el punto de hacerle perder toda confianza en sí misma, sino, por el contrario, la esperanza de volver a dar alguna oportunidad a su futuro.

 

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“La cultura del miedo se articula con una cultura del enemigo” leemos, y de inmediato pensamos en cómo por medio del lenguaje cotidiano, sistemáticamente se van creando enemigos.

La estigmatización del populismo envenena no solo la vida política, diríamos, ampliando el juicio del autor, quien saca a relucir otro ejemplo, que en Chile podemos evidenciar a partir del tratamiento mediático que se le ha dado a la ocupación del Wallmapu: «No es casualidad que hoy el término más usual para designar a este enemigo sea el de ‘terrorista'».

A diario vemos como las fuerzas de la ideología se ensañan con los enemigos y con el otro diferente que, producto de esto comparten la reificación que los convierte en víctimas. Muchas veces, apunta, este ensañamiento proviene de líderes políticos. Deseosos de: “construir un mundo a su imagen. ¿Qué mundo? Un mundo torturador”.

 

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Otro veneno observado por Crépon, es el de las ideologías identitarias.

Como señalaba en otro de estos apuntes o notas sueltas, el pretérito concepto de ciudadano ha generado en la praxis un vacío conceptual que ha sido aprovechado para revertir la violencia, o desviar la atención a los verdaderos problemas, a esa velada/vedada verdad, que no es otra cosa sino el rumbo perdido. Es la destrucción de la tierra, la violencia ejercida sobre sectores de la población, la desigualdad económica y ante la ley, entre un listado tristemente interminable.

Vivimos en tiempos en que las sociedades se estructuran, o basan su legitimidad en ese populismo, donde enemigos, identidad y pertenencia son factores que se entrelazan, perpetuando el miedo y la violencia, que es administrada cada vez con mayor dificultad. Como si, necesariamente, el advenimiento de una guerra fuese la única solución posible.

Estas ideologías identitarias, por lo demás, se yerguen olvidando las mixturas, generadas por el movimiento y la diversidad que, en efecto, impide diferenciarnos de ese enemigo prediseñado.

 

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En la primera de estas notas, reparamos en cómo las pasiones, para Didi-Huberman, permiten contar la historia de los pueblos. Cabría agregar que así como las pasiones son capturadas por el populismo, así también el pueblo mismo. Sin sostener siquiera la existencia del pueblo, lo que vemos es el despliegue del capitalismo, desde las capas que deberían presentarle una resistencia.

En tal sentido, ante el arrase del populismo, expresión visible del capitalismo, no nos queda sino volver sobre el recuerdo del deseo.

Cuánta desoladora melancolía ofrecen estos tiempos, marcados por la imagen de un mundo que ya no existe, pareciera recordarnos Pasolini: “no es cierto que posicionarse en favor de una cultura popular, en ciertos sentidos atrasada, signifique ser reaccionario, signifique volver atrás, porque en realidad Gramsci los apoyaba, apoyaba esa cultura, habría querido que esas culturas sobrevivieran, porque esas culturas eran los obreros, eran los proletarios, eran los lumpenproletarios, eran los campesinos, y no deseaba su destrucción, está claro: quería que sus culturas entrasen en relación dialéctica con la gran cultura burguesa en la que él mismo, como Engels, se había formado, y estaba totalmente en contra de su genocidio.”

 

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Rodrigo Arroyo (Curicó, 1981). Poeta y artista visual, licenciado en artes visuales de la Universidad de Playa Ancha. Ha publicado Chilean Poetry por Editorial Fuga y Vuelo por Ediciones Inubicalistas, de la cual es editor.

 

«Tiempos difíciles», de Marc Crépon (Ediciones de la Universidad Católica del Maule, 2021)

 

 

Rodrigo Arroyo

 

 

Crédito de la imagen destacada: Olivier Roller.