«Objetivo general», de Yanko González: Composición y disparo

El volumen editado por Lumen reúne buena parte de la obra poética del autor chileno, quizás el más importante de su generación: abre con «Elábuga», poderoso libro en torno a los suicidios, sigue con una amplia selección de «Alto volta» y de «Metales pesados», sus textos «clásicos», y también entrega un adelanto de «Torpedos», su último crédito lírico y visual en desarrollo.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 1.7.2020

¿Objetivo general? Me encanta la ambigüedad del término. Pienso en un plan de ruta, en una tesis, en un trabajo de investigación y también en estrategia. Un desvío pequeño a nuestras maneras de hablar en tanto chilenos, ¿se han preguntado por la voz “al tiro” o “altiro”? Gente de otras latitudes me ha dicho que suena muy militar. Con certeza, no he sabido responderles de cuándo que se usa esa palabra, solo sé que yo y la gente con la que me relaciono a diario (sea voluntaria o azarosamente) la emplea, ¿hay más expresiones de este tipo? ¿Podría decirse que el ruido “al tiro” o “altiro” es una forma de reconocer un habla chilena?

Objetivo, para llegar a un lugar, tener una dirección, un espacio centrípeto en torno a un eje de rotación. Objetivo es una palabra polisémica, al fin y al cabo. Tratándose del sustantivo o del adjetivo podemos llegar a conclusiones distintas, ¿hablamos de “lo objetivo”? ¿Algo sobre la lógica los hechos? Un poco de eso en la “poesía reunida” de Yanko González Cangas (Buin, 1971). Un poco de las otras versiones de lo que puede llegar a ser un objetivo, el objetivo o lo objetivo. Imagino que no queda fuera la forma de energía potencial, en tanto verbo, de “objetivar”.

En la serie de antologías dirigidas por Vicente Undurraga hay una nota como colofón que da algunas luces del proceso de ensamble y conversación con el autor de la obra que queda con un punto final o, de cara a la posteridad, con puntos suspensivos. En esta nota, se explica el orden o desorden de aparición de los trabajos de González. El orden por el contexto y el contexto, el contenido, ¿o es que acaso tenemos que meter la cabeza en un pantano deontológico de cómo se hacen las cosas?

Objetivo general tiene una cartografía que comienza en la década ya cerrada con Elábuga (primera edición, en calidad de adelanto de circulación limitada, data de 2011 por Ediciones Kultrún con asiento en Valdivia) y accede posteriormente a los —ya clásicos del poeta— Alto volta (escritura entre 1998 y 2005, con publicación también por Ediciones Kultrún en 2007), Metales pesados (escritura entre 1988 y 1998, con primera edición en Valdivia por la casa editorial ya aludida y con una reedición facsimilar veinte años después de su publicación, por Alquimia y Montacerdos en la ciudad de Santiago) hasta cerrar con los inéditos de Torpedos (cuya publicación individual y especial se prevé para el año entrante).

Hablar del orden es quizás también hacer un guiño al título del libro. Puede que exista, como menciona Undurraga en la nota, un desafío a la gran obra nerudiana intitulada Canto general, aunque, por otra parte, “la desconfianza hacia todo objetivo general” o “la renuncia como objetivo general, a las formas usuales y correctas del habla”. Posteriormente, la voz “objetivo general” deviene taxativa como “declaración básica de intenciones… que da buena cuenta de una escritura”.

Veamos, a continuación, algunas especulaciones sobre el título que tiene y no participación en un habla tribal, compartida o posicionada en un opaco presente cuya trayectoria se ve fuertemente cruzada por una composición o un disparo de una poesía reunida de un poeta cuyo fulgor se encendió en los años noventa y hoy parece ser una estrella incombustible.

 

Des-armar el obiectus generalis: composición y disparo

1. De latinismos: ob, iacere y -tivo

Ob, del latín, sobre, encima. Algunos ejemplos: obvio, obstáculo, opresión. Iacere, del latín también, lanzar y tirar. Al final, el sufijo -tivo que indica una relación pasiva o activa —o una ambivalencia— como en colectivo o motivo. Asociadas a objetivo, objeto y objeción. Después de estos parecidos de árbol genealógico verbal, entremos en materia.

Elábuga o también Alábuga o Yelábuga, del tártaro, nombre más conocido por la localidad perteneciente a Rusia, donde proliferó la industria automotriz al final de la Unión Soviética y donde se suicidó la poeta Marina Tsvetáyeva.

En uno de los primeros textos, cierra, abriendo: “más terminal que un punto / el tiempo de suspensión”. Un poco de trabajo biográfico. Tsvetáyeva regresó en 1939 a la Unión Soviética y comenzó un proyecto de traducción en parte de la obra de Federico García Lorca, el que se vio interrumpido por la guerra contra los nazis y la evacuación de escritores a la ciudad de Yelábuga. En esa ciudad, el 31 de agosto de 1941, a la edad de 48, se ahorcó en la casa de los Braudelshchikov donde estaba refugiada. Hay dos espacios escénicos que me llaman la atención en un suicidio al colgarse. El primero, es la disposición de los materiales para lograr la escena. Desenredar una soga, colocarla en un lugar que aguante el peso del cuerpo, hacer el nudo que desencadena el inicio de una muerte lenta y rápida. El segundo, es el cuerpo dejando de tambalearse y con un movimiento escaso. Detrás de esos dos montajes, la realidad y la imagen. Avanzo en el libro y los versos del poema “Jon Mirande” me susurran, desde la otra vida: “dice que ha pasado más tiempo durmiendo del que / yo he pasado vivo y que aunque ahora estoy colgado / con la espina dorsal poco a poco alejándose del cuello / tiene la certeza de que aún me lleva ventaja / porque morir matando no puede ser suicidio”.

A continuación otra referencia nítida, en “caída corta”: “con la soga se va nuestra consciencia (…) un atajo para encontrar el peso justo / que necesita un cuerpo para sacarle / su lengua al mundo”. La referencia a Tsvetáyeva y la soga que empleó para autoahorcarse viene en “pésese & mídase”.

El universo de Elábuga es la reescritura de situaciones, momentos finales, que sudan y dejan amargura, angustia, desaparición y la completa desesperación, el momento borde, límite de un ser humano experimentando el momento de la autoeliminación o de un delirio sin timón al ver la muerte ajena con ojos propios. Con lo último estoy pensando en el maravilloso cuadro de Francisco de Goya y Lucientes “Saturno” que muestra al dios romano antropófago, en una locura sin retorno, ya arrancando un trozo de carne a un cuerpo pequeño. El trazo de Goya muestra una crudeza mayor, un cuerpito decapitado aparentemente, mucho más allá que lo obrado por Rubens en su “Saturno”.

Lo curioso es que ambas pinturas coexisten en el mismo recinto, el Museo del Prado en Madrid. O me hace pensar en ese horror accesorio a la muerte brutal, de personas que cercenan el cadáver para ocultarlo. El trastorno del homicidio. La poética de Yanko González en esta serie de poemas parece estar más cerca del testimonio del horror y la amplificación de las circunstancias donde sucede. Me permito recuperar una cita de una entrevista que concedió a este mismo medio, que según el poeta, le permitió terminar esta serie que es Elábuga. “Todo esto ha sucedido. Mis versos son un diario, mi poesía, la poesía de los nombres propios”, de una de las cartas de Tsvetáyeva. Precisamente ahí una clave, en el nombrar, en el dar casa y exterminio a un cuerpo, en lo único que le va quedando después de las exequias, el nombre que se asocia como una carpeta para escudriñar en los archivos de una vida, en los accesos directos e hipervínculos que conectan esa vida con otras.

Al circundar en torno al mismo tópico, se adquiere consciencia de un fenómeno que no desea otro objetivo que no es el de autoeliminación. Tal vez las posibilidades de fallar, de existir, pueden traer un cambio de ¿objetivo?, una catarsis como la que enfrenta Mikolaj al no morir en Blanc (1994), la segunda de las tres películas de la trilogía de los colores de Kieślowski.

Elábuga también conversa con otras escrituras, con otros suicidados y en sus versos y líneas hay una carga energética de escritura que nos captura al quedarnos presenciando la puesta en escena. Yanko González vuelve a trabajar la escritura como un hábito colectivo, sea éste el de la muerte también. “Ya no nos podíamos colgar de nuevo”, dice en “y bueno”. En general, se ha dicho que literatura sobre suicidio puede augurar un suicidio del autor, tal es el caso de Édouard Levé o Sylvia Plath, Simon Critchley en Apuntes sobre el suicidio (2015) nos advierte que ese libro, el suyo, no es una nota suicida.

Misma cosa, intuyo, se desliza en el sentido del humor que el poeta pone al armar la serie poética. Hay tintes melancólicos y elegíacos, pero la oscilación del estado de ánimo que los textos ponen como frontera parece ser un hilo de funambulista que tambalea al lector cándido y nervioso ante la entrada de un poco de luz. Un guiño, desde 1998, con Seppuku para Kawabata. Termina ese texto con: “espera / ya viene el corvo”. La asociación es inminente y sugerida. La escena: cuando el poema se disuelve en el ácido mental.

En Elábuga hay un pacto de ficción que no se hace consciente entre texto y lector, el ofrecimiento de un universo fotogramático que se acoge con naturalidad y donde no es irrelevante ni relevante el estatus de lo proyectado, sino que simplemente no es tema.

Alto Volta, en el orden sugerido de lectura de Objetivo general, funciona como una bisagra entre Elábuga y Metales pesados. Algunos tópicos interesantes de este trabajo vienen a partir del uso de intertextualidades explícitas que se transparentan a partir de citas o epígrafes. Siento que tapan espacios por donde chorrea luz en un texto.

Cuando pienso en el ruido “alto volta”, me voy a la historia actual de Burkina Faso. Una bandera de tres líneas horizontales. Negro, blanco y granate. Los colores de los ríos que circundan el territorio. Los mismos ríos de lenguaje, hechos de anotaciones, diálogos y configuraciones idiomáticas que se cambian de lugar. Por ejemplo: “la belleza es griega. pero la consciencia de que sea griega es chilena. nada es, todo se otrea”; la cita a Enrique Lihn más adelante: “todas las lenguas extranjeras / me inspiran un sagrado rencor”; el juego con esa idea de William S. Burroughs: el lenguaje es un virus, se reproduce con gran facilidad y condiciona cualquier actividad humana. La palabra es parásito (en The Electronic Revolution, 1971).

El poeta huye del ritmo y el ritmo termina encontrándolo, de alguna manera. Quien lee cobra las cuentas pendientes de quien escribe. El límite de la experiencia del poema está en la distorsión de los recursos y que al final, termina diciéndote algo que hace ignición, libera una reacción química en la cabeza. A la postre, te parece conocido o identificable. El poeta y un trabajo de campo que hacen del documento, una voz. Y el timbre de la voz cambia, a veces encabritado apoderándose de la página, otras veces con sutileza como una escalera de nubes que descienden a una tierra fisurada como después de una erupción volcánica.

Un objetivo probable es la intoxicación del lenguaje. No quiero, con ingenuidad, afirmar que la poesía viene a ser un antídoto, un remedio, sino una especie de trazado heurístico que lleva al lenguaje a un espacio donde siempre y nunca fue virus, donde se disuelve el objeto que trata de nombrarse. Así el suicidio, así el contacto en alguna vida posible que mira por la ventana tan solo recordando, así el poema como herramienta.

 

2.De mutaciones: generalis y genus

Metales pesados es una de esas combinaciones y configuraciones del lenguaje que nos da la sensación de estar dentro y fuera de una película, de un documental, con el material así crudo casi al punto del montaje y los planos–contraplanos vistos en el software donde la edición ocurre; con el material así a media cocción, casi al punto de ser el “corte del director” en la calle. Este entramado de hablas diversificadas en un mismo espacio es un palmetazo a lo anquilosados al habla común que estamos y a la tendencia fantasmagórica previa a la interacción con un poema, de ir con un dress code que siempre fracasa. Yanko González, deliberadamente o no, analiza ese tejido delicado del lenguaje entre los consejos y las normas de nuestras maneras de relacionarnos con los otros. Consejos nefastos, pienso, como: “dime con quién andas y te diré quién eres”.

¿Es necesario que me digas quién soy? El Caduga, el Papo, Ezra Punk, el pisco de 40°, el africano, banda sonora cortesía de los Porotos With Riendas y los Pene The Gatos. Stop. “Di que no seremos manada”, a la asociación común de la formación como antropólogo de González y su trabajo en el espectro de la palabra, una suerte de plano cartesiano donde la observación y el padecimiento de la realidad se cristalizan en una construcción de relevancia poética.

En la entrevista que he aludido, el poeta se refiere a la poesía como: “una suerte de murciélago, no sólo porque vampiriza la realidad, sino porque se guía por ecos.” O la poesía como un mísil que rastrea el calor, el lugar donde impactar las mayores concentraciones energéticas, donde producir el mayor estallido. Tal vez: “para apresurar el fin/ tomarlo crudo/ digo beberlo opaco/ volver tizón tu cruz”.

Pasando en orden inverso desde Alto volta a Metales pesados, la forma del sujeto y la discursividad presente o —cuando menos— rastreable en la poética (o las poéticas) de Yanko González vienen con lo general de la tribu, la aglomeración de los modos de ser, un capital simbólico que se entrecruza con la imagen nítida en todo su esplendor. Pasa, por ejemplo, en “Las escenas son sencillas”. Selecciones aleatorias: “La primera es donde él la toma por sorpresa/ besando el pliegue que sostiene las compras del hipermercado/ y ella bala como un bebé de cientoveinteaños. La otra escena es más sencilla: ella baja las escaleras a topetones/ él la busca cegado por el té hirviendo/ rociado antes por ella en la cara. La última escena es donde ella le toma por sorpresa/ besando el pliegue de las compras del hipermercado/ y él no escribe absolutamente nada”.

Más adelante, en este mismo juego: “siempre son pedazos de poemas”. O “finge escribir un poema sobre El Ego que lo habita (…) todavía no tiene la atención de nadie”. La obra al servicio de la poesía y no del poeta, de la comunidad de no lectores, de no hablantes y, por tanto, fuera de camarillas agrupadas entre dimes y diretes.

Torpedos es la promesa que se estila en esta tetralogía poética, en este no–proyecto poético. Las primeras aproximaciones: La riqueza de la hoja en blanco. Tienes todo por delante. O en referencia: “Hacer un pequeño ruido que sirva a veces de existencia”, ¿el poema, el apunte?

Previos: lugares comunes para hablar de una obra o de un/a poeta. Carrera literaria, proyecto poético, trayectoria, rankings, definiciones apestosas (como “poeta mayor” y “poeta menor”) y una de las voces más —inserte adjetivo— de su generación. Torpedos parodia, en otro registro, esas especies de espacios donde el aprendizaje es mecánico y la reproducción de un discurso viene a asistir una incapacidad de reconocer un más acá o un más allá del objeto que el lenguaje del hablante desea.

Lugares tan comunes como una elaboración de posibilidades más ciertas que inciertas, pequeños suicidios que funcionan como un depósito de progreso quizás gatopardista. Me recuerdo de la enumeración de Dorothy Parker: “Las navajas te causan dolor. Los ríos son húmedos. Los ácidos te manchan. Y las drogas causan calambres. Las armas no son legales. Las sogas dan, el gas huele horrible. También podrías estar vivo.” Saliendo de lo evidente, Torpedos, en otra polisemia que permite la distancia entre un habla sistematizada (como proyectil) y un habla local (como ¿ayuda-memoria?), aumenta el dominio de una promesa de fractura a partir de la otredad. Y la grieta que se produce, alcanza tanto al yo como al otro. En pregunta: ¿cuánto te preparaste para esto?

Si la escritura es un hábito colectivo, también puede que lo sea la lengua y las formas como esta se replica, ¿cómo entonces, se aprende una voz? ¿Cuánto puede el aprendizaje de un habla? Cuando hablo de lo colectivo lo hago en un sentido abierto pero acotado. Quizás quiero decir lo compartido. O lo que se dice compartido, ¿lo que deberíamos compartir? Contenidos mínimos para una pertenencia. En otra entrevista, el poeta señala, a propósito de Torpedos: “Poco a poco comencé a tentar caminos que dieran cuenta de esas arbitrariedades culturales, de esos deberes nemotécnicos y sociales para cumplir las expectativas o los supuestos objetivos imprescindibles para consumar un “perfil”, “realizarse” o ser “alguien de bien” para la sociedad”.

Perfiles, maneras de hablar. Vuelvo a esa idea del habla marcial que está imbuida en el vocabulario, en la jerigonza que podríamos decir “chilena”. O en los vocativos, ¿acaso ya no estamos chatos del estimado/a? A cada ritual, su forma de habla. A cada oportunidad, su configuración. Tal vez una ironía a la situación de Yanko González y su filiación al mundo académico. Maneras y caminos para hacer un paper, un abstract para estar en tal o cual reunión científica. Torpedos abarca los espacios de tecnificación y la cantidad de datos —inútiles o no— a retener. La memoria parece estar sobrevalorada. Y no lo digo como un alguna vez memorizador de artículos legales. Misma cosa que los lugares comunes para hablar de una obra, ¿será mejor aprender para no hacer? ¿A qué nos lleva una dialéctica negativa, será al fin de las estafas piramidales pedagógicas?

Objetivo general no funciona ni como proyecto ni como anti–proyecto. Me recuerdo de la poeta estadounidense Dorothea Lasky, con su proyectil La poesía no es un proyecto (2010). En sus palabras: “La poesía no es el proyecto de un poeta, sino la vida completa de un poeta. Juntos, el poema y el poeta, crean eso que podemos llamar intención dentro de un poema. Cuando lo que no es en realidad intención, sino vida”. En ese sentido, Objetivo general es una escritura que va sucediendo, un poema que se va afinando, que responde a un orden probable y no a una metodología ni a un plan. Es una forma de apartar y acercar, a la vez, al antropólogo del poeta, y viceversa. La poesía ya no como un ser, sino como un estado, como el ocurrir del disparo y el cuerpo impactado. El objetivo general, una objeción de lo general, del genus (linaje; voz latina que nos reconduce a género y a genuino). O una poética reunida para decir que no hay una voz general en el sentido de conducción, sino del genus, de la clase o condición de cada ruido a su tiempo. Ni objetivo ni lo general existen en estas páginas, la estrategia es estar hic et nunc.

 

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Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) es poeta y abogado de la Universidad de Chile. Codirige la microeditorial & revista Litost, administra la mediateca de poesía “La comparecencia infinita” y sus últimas publicaciones son Coca-Cola Blues (Ciudad de México: Vuelva Pronto Ediciones, 2019) y Escombrario (Santiago: Contraeditorial Astronómica, 2019).

 

«Objetivo general», de Yanko González (Lumen, 2019)

 

 

Nicolás López-Pérez

 

 

Imagen destacada: Yanko González (Buin, 1971).