Obra «Tengo un apuro de un siglo»: Refugiar o el infinitivo de la lengua

El siguiente texto fue presentado en ocasión de unas jornadas sobre poesía y teatro que tuvieron lugar en la ciudad de Buenos Aires, durante el año 2016. Así, el discurso del autor analiza el montaje dramático -que titula este artículo, y estrenado por ese entonces en la capital argentina- y cuyo guión se inspira en escritos del director de cine armenio Hovhannés Yeranyan y en la novela «Del vodka hecho con moras» (2015), un título de la narradora trasandina y redactora permanente del Diario «Cine y Literatura», Ana Arzoumanian.

Por Adrián Dambolena

Publicado el 12.8.2018

 

«Si destruyes, que sea con herramientas nupciales».
René Char

¿Deberíamos reconocer que somos ante todo un huésped, un huésped temporario de la lengua? ¿En qué medida se postula que la lengua es un refugio? ¿Qué es en definitiva lo que pide refugio? ¿Y está en la lengua ofrendarnos esa gratuita hospitalidad?

Hospitalidad deriva del latín hospes, que significa huésped. Palabra extraña, esta última, ya que hace referencia tanto al que se aloja como al que da alojo. En su raíz está hostis, que refiere a extranjero, pero también deriva en hostil.

Es inseparable el ser huésped de la hostilidad, ya que el huésped la lleva en su vientre.

La lengua no nos une, nos separa. Su introducción es un traumatismo, una incisión, abre una grieta, nos divide, nos desapropia, vierte el objeto natural, el de nuestra adecuación, en el vientre del Otro. El objeto de aquí en más es un hecho de la lengua.

La lengua da y quita. Nos da un ser, un ser hecho de lengua, pero nos desapropia de ese ser, en tanto es impotente para constituirlo en su totalidad.

Esa parte de sí arrancada a nuestro ser funda un lugar, el “fuera de sí”, huésped de aquí en más del cuerpo del Otro. La lengua introduce una pérdida irremediable. Por un lado nos encadena a ella, pero también ese encadenamiento engendra esa parte de sí expropiada como algo fuera de la cadena en la que ella consiste. Nos asila y nos exilia a la vez. Funda entonces el lugar del Otro como siendo eso que atesora la parte de mi ser que, de unirme a él, clausuraría toda indefinición, todo extravío. El lugar del Otro hospeda lo más íntimo de mi ser, y por otro, es un hostil, porque ha sido engendrado en un acto inmemorial de expoliación.

¿Cómo pensar entonces una hospitalidad del Otro cuando éste es guardián de lo íntimo saqueado? La lengua es una lengua dada, pero junto a la lengua dada está aquella no dada y prometida, la que unívoca sellaría definitivamente nuestra dilusión indentitaria. Esta es la primera expropiación. La lengua es del Otro, no es mía. Está proscripto el posesivo. No la poseemos, nos posee.

El objeto que hace a la correspondencia amorosa, deseante, gozosa, huye hacia la alteridad. Se emplaza en el Otro, fuera de sí. Nos aparejamos con el otro que en su recinto aloja este fuera de sí, esa parte del ser que es parte de ninguna totalidad, porque no se ha conformado nunca esa totalidad, pero que la vivenciamos como una parte sustraída, un saqueo original. Vamos entonces al cuerpo del Otro, a aparejarnos, para zurcir con el otro esa grieta inagural. Pero Uno y Otro no se corresponden, por más que a veces el amor, voluntarioso, empuje el Uno hacia el Otro para fundirlos en un imposible abrazo. La presencia del Otro nos divide cada vez más, porque nos presentifica lo que carecemos. Uno y Otro se relacionan disyuntamente. El otro, en principio, es el que tiene en potestad el objeto que cauterizaría mi herida. Su comparecencia amorosa puede atenuarla transitoriamente. Pero cuando su ausencia se presenta, el objeto íntimo de mí se exhibe en su mayor crudeza, como agujero.

 

Voy a hablarles de Medea, y sólo consentí hablarles de ella porque lo que pide en ella hospitalidad es su hostilidad, algo que en principio no estoy dispuesto a alojar. Puesto que la rechazo, entonces, ella es mi extranjera.

¿Qué la convierte a Medea en extranjera? Medea se enamoró de Jasón. Fue tras Él, Jasón, fue tras El amor. Para salvar este amor de lo que amenazaba disolverlo, Medea no titubea en iniciarse en el crimen: engaña a las hijas de Pelias para que den muerte a su padre, asesina a su hermano, abandona su tierra y a su padre. Sin tierra, sin patria, sin hogar, es una paria.

Así permanece en Corinto, hospedada como extranjera por el rey Creonte. El amor con Jasón llega a su fin. Jasón decide casarse con la hija del rey. Ella se siente traicionada. Ella, que fue su fiel compañera, su fiel guerrera en el campo de batalla, que ofreció su arte para que Él conquiste la gloria, que fue su gloria, Ella que asesinó, que rompió sus lazos filiatorios, para que Él realizara su destino épico, para que prosiguiera con vida, ella ahora se siente engañada, menoscabada.

La venganza se gesta en ella, como un veneno se propaga rasgando las paredes de su cuerpo. Es que va a parir una “nueva filiación”, va a parir el odio. Afiliada al odio, intoxicada, no puede concebir la ausencia de Jasón en el lecho marital, su lugar está vacío. No puede concebir el vacío.

Medea, la inconcebible.

Al ir tras Jasón, sus actos parricidas, fraticidas, la desalojan de sí misma. Medea ya no es, es irreconocible por sus actos. Ya no puede volver a la casa familiar, sus crímenes se lo impiden. El amor de Jasón alberga este fuera de sí, le da un lecho, una filiación. Ella tiene dos hijos con Jasón. Pero cuando este lecho queda vacío, es arrojada a un fuera de sí que la desquicia, pero que en realidad es un retorno. Porque ya en sus actos homicidas se desenlazó del Otro, fugitiva, no queda más, entonces, que esperar la realización del desenlace definitivo.

Jasón le dice que se vaya de Corinto. Su virulencia asusta al Rey y a la ciudad. Pero ella no tiene dónde ir –la pregunta por la hospitalidad es la pregunta por el dónde. Extranjera en todas las tierras, no hay lugar que la aloje. Le pide, le ruega astutamente al anciano Rey Creonte permanecer en Corinto. Este primero se niega, viejo zorro, de mil batallas, sabe que Medea está envenenada, sabe que puede dañar a su familia, pero el Rey ya no empuña con firmeza su espada. Está visiblemente fatigado. Carga con la sangre derramada de mil muertes, y sucumbe ante la sagaz Medea. Le autoriza a permanecer un día más en Corinto, el que Medea necesita para realizar su cometido.

Son sus hijos portadores del veneno, ya que son ellos los que llevan hasta la recámara de la hija del Rey, un vestido envenenado, obsequio de Medea con motivo de las inminentes bodas con Jasón. La hija del Rey muere ceñida al vestido en un abrazo mortal. El Rey acude y al acojerla en sus brazos, sucumbe también corroído por el mismo veneno.

Medea, ha llegado a un punto sin retorno, el veneno actúa desencadenando un proceso que no puede detenerse. Busca abrir una grieta en el ser de Jasón, que le duela su dolor. Imposibilitada como está de hospedar el fin del amor, de concebir el vacío en su lecho, asesina a sus hijos, se desposee de todas sus posesiones, realiza lo inconcebible. Este es el desenlace definitivo de su filiación, afiliada ya al odio, único refugio que encuentra, y lo es porque lo ha concebido.

Mata, en sus hijos, la inocencia. Y cuando mata la inocencia se realiza en su ser culpable. Por fin ha cometido un crimen, es una criminal. Ahora sí hay un cuerpo que llorar, esa parte de sí desprendida, sus propios hijos. Pero la alcanza en el punto de su extrema crueldad.

¿Es que ha tenido que llegar hasta allí para escriturar ese traumatismo que la lengua impone, que no hay objeto, cosa, palabra que nos restituya la posesión de nuestro ser?

Medea exige un acto escritural, constituir un cuerpo como resto, la parte de sí sacrificada, darle cuerpo, para que sea un existente, y no lo inconcebible fuera de sí que la desquicia.

Medea es, en definitiva, aquella que requiere el oficio del notario para escriturar no la posesión de un bien, sino la desposesión de todo bien, y así sentir esa pérdida que no puede traducir en su lengua.

Esa pérdida nos ha sido dada, pero no la vivimos como ofrenda, sino como impuesta, en hostilidad con la idea de un ser autónomo, un ser de voluntad, un ser amo, que quiere que el mundo sea a su semejanza, al no hallar Otro emplazamiento para la herida que lo socava. De ahí lo inasimilable. ¿No se trata acaso de redoblar ese sacrificio? Eso que ha sido impuesto como sacrificio por la lengua, ¿no se trata de darlo en sacrificio? Esa es la pérdida de la inocencia, la que realiza nuestro crimen. Entregar a la muerte, otra muerte.

La lengua si ella tiene la capacidad de construir refugios, de asilarnos, es porque ella es capaz, en su ejercicio de escriturar, no de concebir lo inconcebible sino de darle un lugar a lo inconcebible. Hacer lugar para que lo inconcebible hostil tenga lugar.

Proponer refugiar como el infinitivo de un verbo. La lengua en infinitivo, por conjugar, un refugio.

Conjugarlo sería usurpar el lugar del agente, porque no hay quién, sino qué refugia. En la medida que refugio hago lugar a lo que no tiene lugar en mí ni en el otro. Hospedo, soy hospedado, la lengua asilando un indecidible.

Tal vez ésta sea una manera de decir del refugio, con la lengua hacer lugar al lugar.

Del libro de Ana Arzoumanian, Del vodka hecho con moras, he dicho en ocasión de su presentación: “Su escritura es ir hacia el frío extremo, hacia el ártico, para sentir lo que abriga”.

No hay quien abrigue la intemperie, salvo construir una lengua lo suficientemente Otra que nos desarrope del sí mismo, para refugiar lo que no es de mí ni del otro.

 

 

El psicoanalista argentino Adrián Dambolena

 

Adrián Dambolena nació en Buenos Aires, Argentina, en 1967. Psicoanalista, miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, lugar donde tiene a su cargo los Seminarios de Investigación y Formación Psicoanalítica.

 

 

Tráiler 1:

 

 

Tráiler 2:

 

 

 

Imagen destacada: Montaje Tengo un apuro de un siglo, en el 10º Ciclo Teatro por la Justicia (2016), sala Tadron, Buenos Aires, Argentina. Dirección: Román Caracciolo. Actores: Trinidad Asensio, Marcelo Saltal. Textos de: Ana Arzoumanian y de Hovhannés Yeranyan.